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Pablo Josué Martínez //

Paloquemao: una plaza llena de sensaciones


En la ciudad de Bogotá existe un lugar que invita al reencuentro con lo natural; La Plaza de Mercado de Paloquemao, que ha sido considerada uno de los lugares más tradicionales a la hora de abastecer las neveras capitalinas, aunque a diferencia de algunos, la reunión de todo tipo mercader vierte el lugar a una autentica metrópolis comercial y lo sitúa como uno de los preferidos por las lonas bogotanas.

*Fotografías tomadas por Pablo Martínez*

Amanecer

Entre el alba y el amanecer cantan los gallos en los campos. En la ciudad, el reloj biológico de las alondras y sus seductoras tonadas son más eficaces que cualquier alarma para dar señal del inicio a las jornadas diarias. El rocío de la mañana, junto con la llegada de las puntuales furgonetas, orientarán el despertar en la popular Plaza de Paloqueamo.

Alrededor del obelisco sin punta piramidal, los vendedores se siembran esperando de un afanoso “perdone será que tiene…” en medio de la vorágine comercial. A uno de los viandantes le molestan los picos que se dan calzados y residuos, la mujer de la mano multicolor toma buenas radiografías de cada producto, el hombre albo raspa sus cuchillos como si quisiera cortar el aire, el padrino del sector tiene en sus pantalones unos bolsillos tan grandes que instala allí su cajero automático.

El lugar de las transacciones comerciales también es un epicentro colorido que cautiva la retina. El ambiente de los labrantíos de los que proceden sus productos, son asimilados por los aromas emanados. Como niño curioso surge el inevitable deseo de palpar las múltiples texturas. El estómago vuelca al ayuno, el apetito se abre para complacer las pesquisas papilas gustativas.

Desde hace 36 años en Bogotá, Colombia, se abren las puertas del sitio de las avalanchas sensoriales. Con el paso del tiempo, a sus cercanías se sumarían vecinos o competidores con los que iban a compartir un rumbo fijo: Vender para subsistir. Es así que la zona en la que reside fue con los años cada vez más reconocida por ser uno de los sectores con mayor movimiento comercial de la capital colombiana. Tal distinción, sin duda, se conservaría con vigor en el 2011 tras el levantamiento del segundo centro comercial más grande a nivel nacional: Calima.

La pequeña gran metrópolis comercial no se reduce a funcionar como nevera de los alimentos bogotanos. Entre la papa, los vegetales, las frutas y las carnes se encubren cafés internet y tiendas de soportes técnicos que sacian la necesidad de apuros tecnológicos; una zona artesanal facilitadora en la organización de alguna que otra festividad; baños públicos y la droguería que buscan apaciguar cualquier urgencia corporal; la sastrería y productos Herbalife complacen la vanidad; un Paga Todo y el casino que avivan el espíritu apostador.

Flores urbanas

En el lugar en que todo transita se acumula el campo entre sus regueros. En medio del caos de la gran Bogotá, hay un pequeño rincón que remite al encuentro natural. El meollo del color no se encuentra únicamente en el intocable arco iris, ni en el Zhagye Danxia de la lejana China. Las cascaras del banano, de la mandarina, del limón; la pulpa del maracuyá, del zapote, de la guanábana; la piel de la yuca, del pepino, de la cebolla; La carne de pollo, de la res, del pescado; los granos de Nestlé, de la avena, del frijol; sumergen al comprador entre los más de 900 puestos que llevan como nombres, en su inmensa mayoría, el de sus doñas y sus don.

Tanto el exterior, como el interior son escenarios que a la percepción le resulta imposible ignorar. El trasunte que desconoce el lugar se preguntará por qué el ir y venir de las personas, unas entrando y otras saliendo, quizá las causales de la duda aumentarán con el por qué unas con más afán que otras. ¿Será que están regalando algo? ¿Será que está carito el marcado? Otras interrogantes que cuestionan a las amas de casa y economistas del hogar al ver que en las desfondadas lonas no cabe ni un mamoncillo más o al notar en algunos casos canastas desinfladas a las que no les dieron siquiera una “ñapita”.

Por su lado, el parqueadero botánico de Paloquemao ofrece mayor vitalidad a los arreglos florares al estar expuestos al aire libre. La variedad automovilística está acompañada de la diversidad floral repleta de significados y tonalidades que ofrece como tributo lo helada Sabana de Bogotá; el color sol de las alstroemerias orienta a la fortuna; el carmesí de la rosa enardece el amor pasional; los multicolores pompones denotan hacia el impulso; los aromáticos claveles conceden una alegoría al orgullo; “me quiere o no me quiere” de las margaritas congregan a la inocencia; talludos lirios blancos guían a la vida eterna.

Aquí hay lugar para toda clase de personas. Enamorados, ornamentales y desconsolados, la única plaza que dispone bajo un mismo techo el comercio de alimentos y flores puede ser una buena opción para decorar su hogar u obsequiar aquellos detalles producto de la emoción que, en el peor de los casos, resultan del remordimiento de a quienes no pudieron dar en vida. Allí las transacciones están a cargo de mujeres que desfilan sus folclóricas pavas y otras más modestas cachuchas tipo trucker. Las ninfas imponen la moda de la gorra. El traje es el uniforme de los abogados, la bata el de los médicos y las sudaderas sobrepuestas por chalecos impermeables el de los floristas. Tal vez aquí fue la academia en la que Edward Scissorhands aprendió todas sus destrezas, las aulas a la intemperie en las que le enseñarían sus magistrales maestras a entender que las tijeras pueden convertirse en una extensión del cuerpo. Aunque es un talento que parece ser cuestión de género, pues a pesar que uno que otro hombre haya adquirido tal saber, a la mayoría se le relega al traslado de mercancías hacía baldes de pintura que cumplen como floreros.

Cada entrada de la plaza sensorial remite al comienzo de animados pasillos por los que se extienden su enorme área (42.000m2). Tras un primer paso, el segundo instintivamente ya se encuentra zumbido en los enigmáticos laberintos de paredes que solo se podrían asemejar de las de Longleat en estreches y discontinuidad. Los extremos en su mayoría son vitrinas de las que siempre provienen un “a la orden” de persuasivas voces que cantan una oferta e incitan a una parada, o en casos más generosos, ofrecen una prueba con las que cualquiera puede llegar a sentirse comprometido.

El comprador y vendedor despistado puede quedar atolondrado si no escucha el pito con el que se anuncian los cargueros: chiflidos agudos o quites y perdones de voces que parecen estar contrayendo una hernia. Imagine usted un bulto de papa en la cabeza por estar revisando el celular, o imagínese ser chocada por una carretilla al andar viendo un hombre o una mujer atractivo/a. El precio de comprar fresco y presenciar un rito natural no es solo cuestión de dinero sino de estar despierto. Aunque cómo no estarlo en un escenario repleto de costumbres, personalidades y alimentos. Ir a mercar recoge un sinfín de vivencias que hace al pueblo no perder su identidad, aquí no sólo se encuentran víveres que complacen al sistema digestivo. El verdadero alimento lo ofrecen todos los puestos de servicio ya que nunca se va a acomodar a las fluctuaciones del mercado, no lo puede comprar con un papel de cambio, sino solo lo puede adquirir con una reconciliación con la tradición.

Convenciones de la tradición

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