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  • Felipe Morales // moralesfelipe@javeriana.edu.co

El contador de tokens


Habían pasado semanas desde que José Manuel dejó su puesto como mesero. No había podido conseguir trabajo. Llenaba formularios, asistía a entrevistas, se reía de chistes que no le daban risa para parecer carismático, pero desaparecía cuando le piden la cédula para el papeleo.

Pasó un par de ofertas, llenó más formularios e hizo todas las combinaciones que Google le permitió entre ‘trabajo’ y ‘Bogotá’. No sabe bien cómo, ni de dónde, pero el aviso apareció: Buscan modelos webcam. Buscan hombres y mujeres. Él, de 26 años, siendo el “cabeza-loca” que su pareja dice que es, con dos títulos universitarios inútiles en Colombia y con un arriendo próximo a vencerse, aplica.

Lo contactaron a los pocos días. Llegó al estudio, “por la Primera de mayo, cerca al McDonald’s”. Le dijeron lo que debía hacer: bailar, seducir, básicamente, lo que pidieran los clientes. Como en una escena 1984, el Gran Hermano, eran sus jefes empezaron a monitorearlo. Se sentó en el sofá, frente al computador y sus prendas se fueron yendo con el pudor que le producía hacer esto al comienzo. Pensó, desde entonces, que, si bien no era el trabajo más digno, cuando decidió venir a Colombia sabía que ejercer lo que estudió no sería fácil.

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Lo primero que habría que decir sobre José Manuel es que, aunque se desnuda frente a una cámara para un público predominantemente masculino, su físico no revela su orientación sexual. “Sí, soy gay”, dice, como acostumbrado a la pregunta, con sus ojos marrones tranquilos. “Me dicen mucho que no parezco, pero en este negocio de webcammer, tienes que ser lo más masculino que puedas”. Se tiene que serlo para poder poner ‘bisexual’ en la descripción, ampliando la oferta y que a su página lleguen tantas mujeres como hombres.

Lo siguiente que habría que decir sobre José Manuel es que nació, creció y vivió hasta enero de este año en Puerto Cabello, Venezuela. Una ciudad -portuaria, como es obvio- a cuatro horas de Caracas. Allí iba a la playa cada fin de semana. Vivía con su familia, descendencia de tercera generación de inmigrantes portugueses que llegaron al Caribe huyendo de De Oliveira. Allí, además, estudió Administración de Empresas y Contaduría Pública, “para no tener como 15 jefes”.

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La cita es en el Centro Comercial Calima, el que le roba a la Plaza de Paloquemao la vista a la carrera 30. Entre corbatas y tacones de empleados judiciales, pues la Fiscalía queda a unas pocas cuadras, aparece José Manuel. Lleva puestas gafas de sol que se quita solo cuando un techo lo protege, un saco de lana verde cubre su pecho, que podría ser tanto el de un atleta como el de un fisicoculturista. Parece más alto en fotos, pero su metro sesenta de estatura no entorpece su imagen corpulenta; se pasa la cuchilla número cero por los lados y por atrás de la cabeza, pero arriba solo se corta con tijera: el corte de pelo de moda.

De repente, coge su celular, que no pierde de vista y, por primera vez, rompe la postura que ha sostenido desde que se sentó: espalda recta, codos sobre la mesa y palmas juntas que a veces se frotan y a veces se separan para darle énfasis a lo que está por decir. Esta vez no le va a responder a un cliente, a quienes cobra 300 dólares por su número, sino que quiere mostrar a su novio. “Este es David”, dice, mostrando en la pantalla una foto en la que sale acompañado de otro hombre tan joven como él, pero un poco más acuerpado. “Vamos a cumplir cuatro años de relación”.

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Cuando se graduó de Administración comenzó a trabajar en las oficinas del puerto que da nombre a su ciudad natal y que es, además, el más importante del país. Al ser el gobierno su empleador y al estar José en el lado de la oposición, todo se oscureció cuando llegaron las elecciones: “¿Sabes que dicen que los votos son secretos? Eso es mentira. Ellos se dan cuenta y te echan”. Sus amigos empezaron a irse de Venezuela y David y José Manuel, jóvenes, profesionales y con una relación estable, empezaron a considerarlo.

Recuerda el momento exacto en el que decidió salir de Venezuela. Fue a hacer deporte con David y otra amiga a un cerro que frecuentaban en la zona más lujosa de la ciudad. Completaron su rutina: entrenaron, se tomaron fotos, se bañaron en el río que cae del cerro. Cuando iban bajando, fueron alcanzados por un grupo de hombres armados que les robaron cámaras, celulares, billeteras. Amenazaron con secuestrarlos. Si estaban por ahí, debían vivir cerca y, si era así, sus familias tendrían dinero para el rescate. No era así. Lograron convencer al que parecía el jefe: “el carajo cedió, nos hizo quitarnos la ropa, nos quedamos en bóxer, mi amiga en sostén y pantaletas y nos hizo subir. Subimos y ellos se fueron”.

La decisión estaba tomada: se irían de Venezuela. Lo único que quedaba por hacer era defender la tesis ‘para optar por el título de Contador Público’. Lo hizo el 15 de enero travesía comenzó el 19 del mismo mes. Viajaron por tierra junto a tres amigos, entraron a Colombia por Cúcuta, donde no pudieron sellar su pasaporte, porque debían mostrar un tiquete de regreso -aunque usarlo no estuviera en sus planes- y no llevaban dinero suficiente.

Trajo su diploma de Administrador apostillado y está esperando que le llegue el de Contador, pero “coño, sin cédula es muy fuerte”. José tiene que hacer todo debajo de cuerda porque, al no estar sellado su pasaporte, no puede optar al permiso de permanencia que tienen derecho todos los venezolanos que hayan ingresado a Colombia hasta el 28 de junio de este año. Llegó, entonces, a trabajar limpiando un supermercado, después fue asesor en un call center, se pasó a vender planes exequiales en una funeraria; fue auxiliar de cocina, mesero y, hoy, webcammer.

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Aunque no le parece muy digno lo que hace, aclara, como todos los modelos webcam, que su trabajo no es prostitución. José Manuel, de hecho, no hace ‘reales’, modalidad común en su gremio que consiste en verse con los clientes en persona. Ahí está su límite. En lo físico. Rechaza entonces invitaciones anónimas a la Caracas de Bogotá, tan decidido como ignora los comentarios de odio que le llegan a diario de la Caracas de Maduro.

Los ‘estudios’ aportan la infraestructura (computadores, sofás, juguetes) y hacen de intermediarios entre los modelos y las plataformas. A través de ellos reciben su pago, pero también es en ellos donde personas como José Manuel reciben entrenamiento en la labor. En el primer estudio que trabajó no le explicaron más que lo básico. Debía desnudarse, bailar y que, por eso, cobraba. Su primera quincena en ese lugar fue de $20.000. David le insistió en que se saliera, pero José Manuel quería intentarlo en otro estudio. “Le dije que iba a probar un solo mes ahí, que si me iba bien me quedaba. Si no, no”. Lleva trabajando allí cuatro meses y sus quincenas superan los $800.000. Ahora David, que es ingeniero y que administra una fábrica al sur de la ciudad, ha hecho dos shows con su pareja.

Al estudio donde trabaja hoy, llegó por referencia de una amiga. La bienvenida de José Manuel -después de convencer a los dueños, que nunca habían trabajado con hombres, de que lo dejaran intentarlo- fue con un ‘lush’, el juguete sexual que ha revolucionado la industria de las sex cams. Se trata de un dildo conectado al computador vía Bluetooth o Wi-fi que vibra cada vez que el usuario envía ‘tokens’. Sus compañeras se lo regalaron y le insistieron en que lo probara ahí mismo. Él, con la timidez del primiparo, fue al baño y lo probó, lejos de la audiencia de carne y hueso.

La transmisión es a través de plataformas de ventana pública como Chaturbate y Cam4. Los usuarios pueden pedir un show privado de la amplia carta de José Manuel: dolor o BDSM, aceite, pintura, disfraces -el de futbolista es el de mayor éxito-, entre muchos otros. Consciente de que su cuerpo vale, porque “uno cobra lo que cree que se merece”, cobra a sus clientes hasta por mostrar los pies. Le resulta más rentable hacer estos privados, dice, porque el cobro es por minuto. Al lograr un alto rating, el estudio le permitió trabajar desde su casa. Cuando transmite desde su computador -el mismo que le ayudó a encontrar este oficio- recibe un 90% de comisión. Cuando trabaja en el estudio, un 70%.

“La gente debe pensar que este trabajo es súper rico”, sentencia, “pero no es fácil”. Él debe transmitir durante ocho horas al día. Ocho horas en las que, además, debe aparentar estar excitado. Mientras trabaja, José Manuel se la pasa viendo porno, hablando con otros modelos –sin que los clientes se den cuenta–, pero nunca toma viagra. Eyacula unas tres veces al día, lo que implica un desgaste físico que lo obliga a tomar suplementos vitamínicos junto con los esteroides que ingiere para entrenar y mantener el cuerpo marcado que exfolia dos veces por semana con el ripio que le sobra al café que toman por la mañana en su casa.

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José Manuel conoció su cuerpo mostrándolo, tocándose para el placer de otros. Dice que disfruta lo que hace, como confundido entre un relativismo moral y un voyerismo que descubrió tarde. Dice, también, que quisiera encontrar un trabajo más estable, donde no dependa de comisiones. Quiere continuar siendo modelo, pero como un ingreso adicional, sin que su sustento dependa de los tokens. Ha ido a varias entrevistas de trabajo, para ejercer administración. Cuando su acento lo delata le dicen que no, porque no tiene papeles y porque “los venezolanos acá estamos tachados de putos y de ladrones”. Apenas llegue su diploma de Contador, piensa apostillarlo -aunque no sabe bien cómo- para colegiarse y ejercer. No piensa volver a su país en un futuro cercano, quiere establecerse aquí, “salir de Bosa y hacer de Bogotá mi casa”.

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