Un éxodo llamado Venezuela ha dado lugar en Colombia. El resultado de una crisis política, social y económica se ve reflejado en el estallido de una inmigración masiva a su país vecino que, desde 2014, ha recibido más de un millón de venezolanos, siendo Bogotá, la ciudad a la que más han recurrido. Buscando una oportunidad, se han visto en la necesidad de tocar puertas, de las cuales, a Cristina Sacriste se le abrió una.
Venezuela se quedó sola, me advierte Cristina Sacriste en medio de los distractores murmullos en un salón de belleza a reventar.Incluso hoy, es incalculable la cantidad de venezolanos, que, como Cristina, han ingresado al país. Por un lado, Migración Colombia, entidad delegada a la cuantificación de extranjeros, entrega la cifra de 1.512.000, mientras que Daniel Pages, presidente de la Asociación de Venezolanos en Colombia, habla de un aproximado que roza el 1.200.000. Aunque de todos esos números, la tónica parece indicar que vemos únicamente cifras y no las razones de sus gigantescas proporciones.
¿En realidad existirá eso llamado raza? O mejor aún, ¿aquello que se nos muestra como nacionalidades? Un ser humano, que no haya sufrido un dramático accidente o un tortuoso nacimiento, por lo general, cuenta con cuatro extremidades, una nariz, dos ojos, una boca, y dos orejas. Incluso, y por si quedan dudas, un pigmeo del lejano África muy posiblemente puede que tenga el mismo Rh de un esquimal del gélido Alaska.
A pesar de todo, esta comprensión no ha sido del todo fructífera en el caso de Cristina Sacriste, una joven de 23 años quien fue castigada por un destino caprichoso que preparó como lugar de su nacimiento una Venezuela regocijada aún en los tributos de una millonaria bonanza petrolera. Yaracuy, de aproximadamente 499.000 habitantes, es el “pueblito” donde ha vivido los mejores años de su vida, o bueno, al menos hasta hace unos cinco años cuando empezó a recibir los duros golpes de una situación frente a la cual no pudo sentir más que impotencia. Un nocaut masivo, una circunstancia a la que ni una catástrofe natural se asemeja en perjuicios de unidad y pérdida de bienes materiales de llegar a comparársele con un gobierno, descrito por ella, como bandido.
Aunque parece que lo han sido más aquellas personas que han adoptado la vil actitud de juzgar a otros desde la ignorancia. Una especie de autodidactas condecorados con el mallete, la toga y el birrete de la antipatía.
Cristina, desde sus más puras intenciones, les corresponde con el sincero clamor que les agüera nunca pasen por una situación siquiera similar. Y parece que al comentado deseo de bondad, le fue respondió con la oportunidad brindada por parte de la emprendedora Milena Salazar, dueña y fundadora desde hace seis años de la peluquería “Waira” que se encuentra ubicada en el barrio La Fragua de Bogotá (Colombia).
Cristina la artista, pinta lienzos florales en diez minúsculos recuadros; Cristina Scissorhands, arregla milimétricamente crines rebeldes; Cristina la tejana, dispara bocanadas de aire hirviente; Cristina Sacriste, una de las trabajadoras más buscadas por aquellas mujeres ansiosas de renovar su belleza. Claramente, su polivalencia le permite vencer con ráfagas de talento las malas vibras que le murmuran prostituta, delincuente, ¡venezolana! Aunque es ese mismo sentimiento desatado por la gratitud el que, además, la hace levantar todos los días llena de energía para trabajar con la misma convicción que tuvo cuando decidió abandonar su pasado.
El crac venezolano, Cristina, más que abordarlo desde tecnicismos políticos decide describirlo desde su cotidianidad. El sueldo mínimo, que ronda a los 300.000 bolívares, alcanza sólo para unos cuantos “cartones de huevos” y “harina pan”. Muchos de los productos, entre estos los higiénicos, son asignados tras días de interminables filas a la intemperie solo a aquellos que cuenten con una cédula reconocible para los códigos de barras. En tanto a los sentimientos de repulsión, el gobierno responde con su domesticado cerbero que se le distingue también como Guardia Nacional. Una crisis que distorsiona en términos sensoriales el valor de nuestros patrióticos pesos tal a como percibiría las libras esterlinas un colombiano cosmopolita.
La codicia parece no reconocer fronteras. Sus empalagosos tentáculos atrapan a los venezolanos que huyen de la tragedia. Los salvoconductos que ansían convertir en visas de residentes son interpretados por los contratistas como antecedentes criminales, una discapacidad o una patología que les impide trabajar bajo el amparo de un contrato legal. La avaricia supera la tolerancia de los empleadores cuando se trata de asegurarles los derechos conseguidos en la revolución industrial. Jornadas de ocho horas vierten a casi el doble por sentir que los “favores” deben ser pagados con una alta tasa de interés. Según Cristina, muchos los ven como “lambrucios”, para mí, como una mancha sobre una tizna.
No se sabe con certeza qué es peor, si vivir sin sueños u olvidarse de vivir por estar soñando, no obstante, ninguna de las dos situaciones entra en punto de comparación cuando se es robada la vida junto a los mismos sueños.
Por su parte, una cuasi médica de octavo semestre de la reconocida universidad de Carabobo pasó de la quimera real a la pesadilla impensada; de la felicidad humana al desconsuelo martirial; del paraíso al infierno. Y si se habla de robo, tal a como muchos colombianos perciben el éxodo venezolano sin tierra prometida, Cristina lo reconoce solo si este comprende el envío de remesas a su madre que padece un cáncer terminal en un país en el cual los tratamientos vierten a irrealizables cuando se gana en bolívares. El ambiente preventivo custodia la ilusoria riqueza de un país que se halla en unos contados bolsillos. Aunque las acciones de la tímida jovencita, parecen reflejar que en las situaciones límite y conflictivas se da una, y quizá única, oportunidad para sacar a relucir las más enormes destrezas de valentía.
La superficialidad de mi vista solo me deja ver en ella una persona de tez morena, cabello oscuro, cuerpo armonioso, y alegría incesante. Aunque las inevitables lágrimas que derramó cuando recordó los años que compartió con la maravillosa Venezuela a la cual teme no retornar, me ayudaron a revelar un alma quebrantada por la lejanía. Pese a que su cuerpo se encuentra en tierras colombianas, posiblemente sus más profundos pensamientos se sitúan todavía en el lugar donde se vio en la necesidad de dejar su infancia, su familia, sus amigos; su misma esencia. Por ahora, mis oídos atienden la voz de una Cristina fragmentada en varias partes.
Cuando observamos venezolanos mendigar entre las calles no necesariamente lo están haciendo por dinero, quizá lo que verdaderamente claman son migajas de tolerancia. Pues son unos desconocidos de su propio mundo, de algunas personas que los juzgan por un acento de voz distinto aun cuando los matices son lo bastante parecidos. Cómo si no hubiera el bastante aire fresco para todos. Lo que resulta peor de dichas hostilidades son el sedante suministrado a las buenas intenciones, una amnesia colectiva que sugieren llevarse por la borda lo agradable de la dificultad.
Cristina, entre la mucosidad de la primera lagrima y el aforado aullido de volver a su tierra, aborda la última cuestión.
¿Cuándo se solucione la…? -Cuatro palabras le bastaron para ver más allá de mi frente. Me interrumpe.
Sí, si me devuelvo. Yo amo mucho a mi país, mi Yaracuy. No importa el país en el que esté.