En la plaza de mercado de la localidad de Fontibón se consolidó la tradición familiar de vender frutas y verduras durante tres generaciones.
Entre el fuerte olor a pescado y el sonido de cuchillos cortando carne, se ve el lugar dividido por colores: rojo, naranja, verde y amarillo. Hay gente corriendo con cargas pesadas y organizando sus locales. “A la orden, ¿qué busca?”, son las frases que se oyen cada dos pasos entre los pasillos. Afuera brilla el sol sobre los compradores que llegan a la plaza de Fontibón, en Bogotá.
En pleno de centro de Fontibón, al occidente de Bogotá, hay una gran bodega de dos pisos y paredes amarillas, la plaza de mercado. Allí trabaja Nora Ladino vendiendo frutas desde hace 40 años. Con una sonrisa, saluda y atiende en su local, en el cual tiene exhibido borojó, piña, tamarindo, durazno y fresas. “Amo mi trabajo porque es lo que he hecho toda la vida”
Nora Ladino empezó a vender hace cinco años pulpa de fruta natural y zumos de limón, uva y naranja. Productos que pedían sus clientes y ella los complació siendo pionera en la plaza al venderlos, igual que hoy al vender frutos secos.
Desde pequeña acompañaba a su mamá, María Rodríguez, vendiendo verduras en esa misma plaza. Estudiaba en la noche y en el día trabajaba con su familia. José, su esposo, llegó hace 30 años de Cachipay, municipio ubicado a 50 km de Bogotá, a vender frutas en la plaza. Ahí se conocieron.
Todas las tardes, José le llevaba mandarinas y manzanas a Nora. La acompañaba a su casa y la esperaba a la salida del colegio, así la enamoró. Duraron cinco años de novios y se casaron cuando estaban esperando su primer hijo, Julián. Hoy tienen 30 años de casados y tres hijos, cada uno fue criado en la plaza de Fontibón hasta que tuvo edad para ir al jardín. Nora y José venden frutas y verduras en el lugar donde nació su amor.
La mujer le tiene mucho cariño a su lugar de trabajo porque ahí empezó y terminará una tradición familiar: el oficio de vender productos del campo.
Recuerda que su abuela, María del Carmen Rodríguez, fue una de las primeras vivanderas de la plaza. Ella traía alimentos del campo para venderlos en la ciudad. Vendía verduras en una llanura, entre pasto y barro. Rodríguez fue una de las 20 fundadoras del paraíso de frutas y verduras: la plaza de Fontibón. El 9 de febrero de 1969, durante el mandato de Virgilio Barco, se inauguró oficialmente ese negocio. Pasó de ser pasto y barro a una estructura con amplios muros, baños y locales.
El lugar se remodeló en 1995 y se construyó un segundo piso para incluir a los vendedores ambulantes que se ubicaban por la zona. Medida que no funcionó y sigue sin funcionar dado que a algunos comerciantes no les gusta cumplir horarios ni estar reglamentados, por lo que prefieren seguir vendiendo en la calle.
Actualmente, el mercado campesino de Fontibón tiene 320 locales, de los cuales 30 son de frutas y están ubicados en el segundo piso del lugar junto a las artesanías, hierbas y la plazoleta de comidas. En el primer piso se venden verduras, tubérculos, carnes, pollos, quesos y pescado. Aunque la plaza es grande, la mitad de su espacio está desocupado.
“Frutilandia, todo un paraíso de frutas” es el nombre del local de Nora, por el cual le paga al IPES (Instituto para la Economía Social) $150.000 pesos mensuales para hacer uso del espacio.
Nora ha visto a mucha gente ir y venir con lo años, pero asegura que solo los que consideran vender en la plaza como su oficio son los que han permanecido en el lugar. De los fundadores solo quedan seis personas, los otros se han muerto o enfermado y a sus hijos “no les gusta ese trabajo porque ya tiene sus profesiones y se olvidan de la plaza”.
Ladino y sus dos hermanas, quienes también venden productos en el lugar que las vio crecer, hacen parte de la tercera y última generación de su familia en mantener el legado de su oficio, pues a ninguno de sus hijos les interesa seguir trabajando allí.
De lunes a viernes se abren las puertas de “frutilandia” a las ocho de la mañana. Lo primero que hace su dueña es barrer el local y organizar las frutas. Al mismo tiempo atiende a sus clientes y escucha música. Alrededor de las nueve de la mañana el ruido al interior de la plaza disminuye. Los vendedores tienen sus locales ordenados y solo se oye a Juan Luis Guerra en la radio. En cuestión de minutos, el lugar cambia completamente. Hay quietud, pero se avista la llegada de los compradores que en su mayoría son madres acompañadas de sus hijas con carritos para hacer mercado. También llegan hombres vestidos de traje buscando dónde desayunar y parejas de ancianos que buscan frutas y flores.
Los fines de semana Nora Ladino va a Corabastos con su esposo a las cuatro de la mañana. Allí compran entre $1 y $2 millones de pesos en mercado de frutas y verduras para vender en su lugar de trabajo. Las madrugadas valen la pena porque el aroma a duraznos y el color rojo de las ciruelas alegran sus mañanas.
“Nosotros vivimos de domingo a domingo en la plaza”
En su segundo hogar no solo hay ventas, también surge la amistad y las personas que a diario conviven se vuelven familia. Por eso, en las tardes cuando tienen tiempo, los vendedores más antiguos se reúnen a contar chistes y recordar vivencias mientras toman tinto.
Algunas tardes, Nora hace la pulpa de fruta y la deja lista para vender. Cuando empieza a anochecer, guarda sus productos y se dispone para volver a su casa junto a su esposo. Afirma con tranquilidad y una gran sonrisa: “La plaza de mercado campesino nunca se va a acabar, nunca se va a acabar, porque es una tradición de nosotros como pueblo colombiano”.