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Camilo Pardo Q – camilo_pardo@javeriana.edu.co //

Así mueren los dictadores


Efraín Ríos Montt, el sanguinario expresidente guatemalteco entre 1982 y 1983, es el nuevo inquilino de la larga lista de dictadores que se van de este mundo siendo ancianos —o enfermos, en su defecto—, que no le dieron la cara de manera adecuada a sus víctimas y a la justicia por sus múltiples crímenes; que se van con más olvido que gloria, y que a pesar de ser amenazados a lo largo de sus vidas, jamás estuvieron considerablemente cerca de ser asesinados.

Efraín Ríos Montt, ex dictador de Guatemala// Fotografía tomada de: telenord.com.do

Ahora bien, si por un momento nos vamos al pasado para ver cuántos grandes dictadores murieron a manos de un asesino (o de su pueblo o de algún ente internacional), seguramente no nos demoraremos en enumerarlos. Para hacer este selecto listado, acudimos a los nombres de: Benito Mussolini, Anastasio Somoza, Leónidas Trujillo y Muamar el Gadafi. Hasta ahí.

Seguramente muchas personas piensan, sin equivocarse, que un hombre como Somoza, o como mejor lo conocían, ‘Tachito’ —para olvidar por un momento que era el mismísimo satanás sobre la faz de Nicaragua— merecía una muerte como la que tuvo cuando unos sicarios lo acribillaron durante su exilio en Asunción, en 1980.

Hacer memoria y acordarse de que este hombre fue el encargado de hacer y deshacer con la economía nicaragüense durante la década de los 70 y que, además, fue el “artífice” de la venta de ayudas humanitarias al mejor postor para su propio beneficio, donadas a su pueblo después del sismo que devastó a Managua en 1972, lleva a pensar por qué Dios o el que sea que ponga y quite la vida dejó tantos años (muchos de ellos absueltos de toda culpa) a personajes como Ríos Montt y otros varios que destruyeron pueblos, culturas y dinámicas sociales, e hicieron igual o más daño que Somoza.

¡Es que no es para menos! Los sucios antecedentes de Montt están a la altura de muchos otros dictadores que murieron como él: en un hospital, con muchos años de edad y con los bolsillos llenos de dinero y sangre.

Bajo su gobierno tuvo lugar el genocidio guatemalteco en la zona petrolera del Triángulo Ixil en donde fueron exterminadas, en más de 250 episodios, centenares de aldeas maya y en donde entre asesinados y desaparecidos, la cifra asciende a más de 200.000 personas. O sea, el 91% del total de las violaciones a los derechos humanos en Guatemala desde 1978 hasta 1984, según datos de las Naciones Unidas.

Lo triste y escandaloso es que jamás fue llevado a prisión por ser el autor intelectual de estos crímenes, aunque fue condenado en 2013. Su demencia senil y su suerte de manipulador lo libraron de pagar por sus atroces actos.

Así mueren los dictadores. Parece que entre más daño hagan, más viven. Casos similares al del guatemalteco son los de los africanos Idí Amín y Robert Mugabe. El primero, despótico dictador ugandés, asesinó a más de 400.000 personas en la década de los 70 y murió a los 78 años en un hospital. Mugabe, el longevo dictador de Zimbabue entre 1980 y 2017, puso en jaque a su país con políticas de desalojo forzado, disparando el hambre y la inflación, y murió a los 93 años.

En América, bajo la dictadura de Augusto Pinochet se perpetró el asesinato de más de 3.200 personas, la tortura a más de 28.000 opositores y el exilio de más de 300.000 chilenos. Pero el militar murió a los 91 años en un hospital en Santiago rodeado del afecto de los suyos. Alfredo Stroessner, el sanguinario dictador que marginó cualquier idea democrática en Paraguay por más de 34 años y en cuyo régimen desaparecieron más de 2.000 personas, murió viejo y enfermo. Y Manuel Noriega, si bien pagó años de cárcel en los E.E.U.U. por sus crímenes perpetrados en Panamá, especialmente por sus vínculos con el cartel de Medellín, al final de su vida tuvo como verdugos la vejez y la enfermedad.

El listado podría extenderse con nombres como Mobutu Sese Seko, Jorge Rafael Videla, Hugo Chávez, o Fidel Castro —y en algunos años Hosni Mubarak y Alberto Fujimori—, pero el punto sería el mismo: mostrar que todos estos casos (por más de que algunos hayan tenido escasos años de cárcel) estuvieron rodeados de impunidad y que las cicatrices dejadas en sus pueblos durarán mucho más que sus largas vidas.

La hija de Ríos Montts puede seguir creyendo que su padre fue un afortunado al irse con la conciencia limpia y a su vez “estar en las manos de Dios el día que Cristo venció la muerte”, pero los hechos demuestran lo contrario. Su padre, al igual que otros dictadores, seguramente en el más allá va a pagar lo que no pagó en vida. Porque si su vida fue Guatemala, su eternidad va a ser “Guatepeor”.

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