¿Seguiremos, pues, subestimando a esto que hoy llamamos “periodismo”? ¿Seguiremos conformándonos con ver el triste galope de una vaca cuando podríamos ver ahí mismo el valeroso galope de Rocinante?
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Iniciando el siglo XXI, el periodista argentino Jorge Timossi retomó una discusión que él mismo halló latente desde el origen del hombre: la de la relación entre el periodismo y la literatura. Timossi sugiere, acudiendo a una idea ingeniosa, que si hasta nuestros días han llegado los ecos de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso es porque aquello fue una noticia que se poetizó. Allí estaría la primera idea de crónica policial y de literatura que tuvo la humanidad.
Respecto a esta fijación del origen común entre literatura y periodismo, evidentemente no podemos tomarnos a Timossi en serio. O, quizá deba tomársele lo suficientemente en serio para comprender lo que quiso dar a entender. Lo que en Timossi aplica para el cristianismo podría atribuírsele a toda cosmogonía religiosa: desde el origen del hombre, la necesidad de dar cuenta de la raíz de su existencia y de su desarrollo, y de dejar huella de ello para la posteridad, lo ha llevado a narrar e informar su vida. A hacer literatura y periodismo en un mismo gesto. ¿Será acaso todo libro sagrado nada más que un primitivo periodismo que da cuenta del génesis mismo de los dioses y que, para hacerlo, debe mistificar o literaturizar aquello que narra?
En América Latina todo esto se encarna con mayor fuerza. Antes de ser “Nuevo Mundo” para a la mirada europea, había todo un acervo cultural capaz de preservar oralmente, en la memoria colectiva, los hechos y circunstancias históricas que daban cuenta de aquellas realidades y cosmovisiones prehispánicas. ¿Podría pensarse en esto como una suerte de periodismo oral sumamente ritualizado e inseparable del mito y, por lo tanto, de lo que hoy conocemos como literatura? En este caso no habría separación entre el informar y el poetizar. A su manera, era imposible hacer ese periodismo oral sin estar haciendo ya literatura.
Y Timossi es aún más enfático en su aseveración de que no hay nada más revelador, respecto este amalgamiento entre la práctica literaria y periodística en América, que el hecho mismo de que nuestra primera forma de literatura escrita sean las Crónicas de Indias. Bernal Díaz y compañía, soldados que a fuerza del asombro que les causaba lo que veían, debieron juntar al ejercicio de las armas el ejercicio de las letras, fueron conquistadores y periodistas/escritores a la vez. No podían dar cuenta de lo que veían más que recurriendo a sus referentes literarios. De ahí que creyeran ver grifos, sirenas, gigantes, hombres con cola de perro, amazonas y cuanto ser fantástico pueda imaginarse. América era el lugar en que los sueños y pesadillas de Europa se materializaron. Era imposible que en el contar no se confundieran en un abrazo homogéneo la literatura y esa forma remota de periodismo.
Es esta la herencia que hemos recibido en la literatura y el periodismo actuales. No es casual que, durante el siglo XX, la mayoría de los más reconocidos escritores latinoamericanos hayan saltado con tanta facilidad del periodismo a la literatura. Hoy por hoy, en el periodismo, la crónica como género parece gozar de buen prestigio y de grandes exponentes. Y en la literatura ha existido un fuerte arraigo respecto a los referentes que la realidad histórica del continente ofrece. Quizá de ahí que García Márquez haya repetido constantemente que su escritura no era ningún realismo mágico sino que era simplemente realismo. Así, a secas. La historia latinoamericana es lo suficientemente rica en complejidades como para ser fuente de referentes para la práctica literaria.
Todo esto lleva a Timossi a afirmar que este encuentro casi inevitable entre la literatura y el periodismo en América Latina es una necesidad. Esta fraternidad entre dos tipos de escritura que nacieron juntas y que con el tiempo se fueron alejando, permitiría un agudo acercamiento a nuestra historia. La literatura/periodismo se nos presenta como una posibilidad de mirarnos mejor. Ya lo aseveraba el escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano cuando se preguntaba de manera retórica: “¿En qué consiste el oficio de escribir? En la búsqueda de palabras que ayuden a mirar”.
Pese a todo esto, en la época actual parece ingenuo pensar que la literatura y el periodismo sean lo mismo. Alejo Carpentier, por ejemplo, afirma que el periodista y el novelista son, de algún modo, historiadores. La diferencia está en que el periodista escribe la historia en caliente. Casi al mismo tiempo en que la historia está ocurriendo. Mientras que el novelista tendría una perspectiva histórica más amplia; la posibilidad de tomarse un respiro para empezar a narrar. Pero también es cierto que para el periodista es una obligación no separarse de la veracidad de los hechos que narra. Es una licencia que el novelista sí se puede dar porque las formas de las que se vale para producir sentidos son distintas. El novelista puede jugar con los referentes a placer, incluso puede falsearlos o inventarlos.
De todo esto podemos ir concluyendo que no toda literatura puede considerarse como periodismo. Al menos no en la actualidad. Pero también es conveniente recordar las palabras del maestro periodístico y literario de Eduardo Galeano, Alonso Quijano, periodista uruguayo fundador del semanario Marcha: “en periodismo no hay nada peor que el estilo triste, triste como el galope de una vaca”. El periodismo tiene la posibilidad de valerse de todo el repertorio de recursos estilísticos que la literatura le ofrece. Y más que una posibilidad, si tenemos en cuenta las palabras de Quijano, parece una obligación para todo periodismo que pretenda tener repercusión en la realidad.
¿Acaso hay hechos capaces de contarse a sí mismos? Hemos confundido la objetividad con la neutralidad. El periodista no puede contar nada si no es apoyándose en el lenguaje. Y el lenguaje jamás será inocente. Y tampoco será algo así como un fiel reflejo de la realidad. Para contar algo, irremediablemente hay que traicionar ese algo. Sin esa traición que ejecutan las palabras sería imposible dar cuenta de la realidad. Para ir más lejos: la realidad no se nos puede presentar de otro modo más que mediada por el lenguaje.
Entonces, ¿qué palabras escogeremos los periodistas para contar el mundo que nos rodea? ¿Escogeremos el lenguaje repleto de fórmulas y recetas que dicen asegurar la objetividad? ¿Escogeremos ese lenguaje mecánico que tan poco se parece a la vida y que abunda en los diarios? Y tú, lector ¿creerás que si en lo que lees hay un qué, un cómo, un cuándo y un dónde has leído algo neutral? ¿te conformarás con esa forma de escritura que en el futuro un robot podrá emular? Algún día la mayor prueba de objetividad será reconocer nuestra inevitable subjetividad y la traición que implica convertir lo real en palabras. O le damos la espalda a esto, o nos valemos de todas las posibilidades que el lenguaje nos ofrece para enriquecer la práctica periodística.
Así las cosas, no toda literatura puede ser periodismo. Pero todo periodismo es potencialmente literario. Esa potencia hizo posible que existiera la Biblia, los Códices aztecas, el Corán y cuanto libro sagrado que intente explicar el origen del hombre. Y acaso hizo posible la existencia de los dioses mismos: ¿Qué sería del dios cristiano sin los poetas/periodistas que refirieron la historia de su pueblo? Quizá pueda uno imaginarse a ese dios, solo por poner un ejemplo, diciendo las mismas palabras que el Quijote antes de salir por primera vez de la Mancha: “Dichosa edad y siglo dichoso aquel donde saldrán a la luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser el cronista de esta peregrina historia!”