Este texto hace parte de un ejercicio de la clase de Historia del Periodismo que enfrenta a los estudiantes a hacer una crónica que refleje el ejercicio de lectura de un libro icónico de algún periodista colombiano. En este caso, 15 años de mal agüero, de Antonio Caballero
FOTO: Redacción Directo Bogotá
Me resultó en un comienzo algo disuasiva la idea de leer notas de prensa de hace más de dos décadas. Lo he hecho en otras oportunidades pero con fines distintos y de manera mucho más selectiva. Es decir, no me había visto nunca ante un libro compuesto únicamente por piezas de periodismo de opinión, escritas por un mismo autor y seleccionadas bajo un criterio no muy claro. Ello me causó cierta prevención. No porque desconozca la necesidad comprender una realidad social tan compleja como la colombiana desde un marco temporal amplio que ponga en evidencia su trasfondo real, sino precisamente porque reconozco su complejidad. Asumí por ende que dicho trasfondo se tornaría difuso incluso desde una mirada histórica.
El periodismo puede, asumí de entrada, quedarse corto para narrar la realidad colombiana. No porque carezca de herramientas interpretativas, sino porque a lo mejor no logra seguirle paso. Puede no estar pensado para eso. Me explico: parecería difícil interpretar una sociedad tan propensa al olvido, tan centrada en lo inmediato, tan llena de contradicciones, a partir narrativas que apuntan hacia lo contrario: hacia las perspectivas amplias, hacia el esclarecimiento, hacia la crítica y la memoria. Mni previsió apuntaba incluso a una inquietud mucho más puntual: ¿Qué ocurre cuando una interpretación periodística capta la dimensión real de una problemática social pero deja de lado la propia mirada que el grueso de la población hace o hará sobre dicha problemática? Si la clave para entender nuestra situación, como sociedad, está en las lecturas que hemos hecho o dejado de hacer sobre problemáticas particulares, ¿qué aporte nos brinda realmente un discurso como la prensa? ¿No está quizás limitada por la inmediatez de sus contenidos? Un escándalo de corrupción, por ejemplo, de hace tres décadas, ¿que aporte puede tener sobre los que nos agobian hoy? ¿Una crítica al conflicto armado de hace tres décadas, dada la naturaleza cambiante de la violencia, qué tan ilustrativa puede resultarnos hoy en día?
¿Cambia la sociedad, demasiado rápido como para que el periodismo se desactualice también rápidamente, o está, por el contrario, lo suficientemente estancada como para que el valor histórico de una lectura interpretativa se pierda? Si el conflicto de hoy, por volver al ejemplo, es muy distinto al de hace tres décadas quizás su solución no esté ya “atrás”. Si la corrupción es la misma de hace tres décadas quizás no hay solución, o si la hay puede que esté “adelante”. Es un poco una cuestión de “ritmo”, pues Colombia hay frentes que parecen cambiar muy rápido y otros condenados a la quietud. Ese era mi preconcepto. El libro, lo confirmó, y rápidamente. Grata sorpresa.
Encontré desde el comienzo paralelos preocupantes, otros interesantes y algunos simplemente simpáticos: Algunas reflexiones me parecieron muy contemporáneas: el escepticismo ante la paz; los niveles de impunidad, corrupción y desconfianza; el asesinato masivo de miembros de la izquierda; la prohibición de las drogas y la obediencia irrestricta a las pautas de los Estados Unidos en política pública. Vi también nombres conocidos: Juan Manuel Santos, Horacio Serpa, Humberto de la Calle, Clara López, Rafael Pardo, Julio Mario Santo Domingo, César Gaviria, (entre otros) y algunos datos anecdóticos resultaban para mí inverosímiles: los balazos a Ernesto Samper, la astucia de Jacobo Arenas, la fuga de Escobar, el monopolio de Santo Domingo, o los principios morales de Álvaro Gómez. Y las “categorías” para leer la realidad colombiana fueron también apareciendo poco a poco: el lento avance del país, la sorprendente capacidad de olvido de la sociedad civil, el atornillamiento de un grupo selecto en el poder, la eterna espiral de violencia que ocasiona el conflicto, el retroceso moral de los ciudadanos, el desgaste de las instituciones, la desconfianza, la indistinción entre las causas políticas y las vías militares, (entre fines y los medios) la privatización del estado, entre otras. Un poco me sentía corroborando casi empíricamente el avance cíclico del tiempo en Colombia, es decir, su estancamiento.
Lo del ritmo quizás sea un aforismo para señalar una cierta distorsión temporal que el libro me fue corroborando. Al principio creí que obedecía a que las piezas no estaban ordenadas cronológicamente, pero pronto me fue claro que había algo más. Una pieza hacia evidentes los rápidos cambios de la sociedad colombiana y otra su quietud. Cambios evidentes, claro, para un lector retrospectivo, pero no resultado de un intento deliberado del autor por mostrar la irregularidad del avance social en Colombia.
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El aporte real del libro, vine luego a entender, sobrepasa el ánimo comparativo. Y ahí deja de ser grata la sorpresa. Invita incluso a cuestionar asociaciones directas, o lecturas centradas en relaciones causales. En ese sentido da una lección propiamente periodística. Leer una realidad, llegar a entender su trasfondo, sus implicaciones, no consiste en un esfuerzo por matizar las opiniones, ni por contrarrestar la noción de retroceso con una de avance, o viceversa. El foco no está en perseguir siempre la causalidad. Se trata de precisamente de eliminar esas categorías y perseguir la complejidad.
Lo entendí, concretamente, en una nota en la que Caballero cierra diciendo que una sociedad que cree que nunca pasa nada es merecedora de lo que le pasa. No sé si coincido o no con ello, pero la frase da en la clave del “ritmo” que percibí en el libro. El autor interpreta las problemáticas desde su impacto. Un poco prescinde de la búsqueda de causas porque se centra en los cambios que suscita. En cómo una coyuntura permea el imaginario de los colombianos, en cómo altera o reafirma sus conductas.
¿Conviene realmente, vale entonces preguntarse, buscar, o en su defecto forzar, un aire de contemporaneidad en la historia? Hay maneras relativamente sencillas de hacerlo (de forzar un “aporte histórico”): Asociar nombres, ligar problemáticas e incluso encontrar causas comunes. Hace 30 años, por ejemplo, tal y como ocurre hoy, temáticas como el conflicto armado, la corrupción, el narcotráfico, el desprestigio de las instituciones públicas, la concentración del poder, eran recurrentes en el ámbito periodístico. El campo para la especulación es en ese sentido amplio. Mas, sin embargo, ¿no será quizás un lugar común pensar que todo sigue igual? ¿O no será también muy fácil asumir que la realidad es tan cambiante como para desactualizar irreversiblemente la historia?
El buen periodismo, llegué a entender, nota tras nota, no “se queda corto” precisamente porque busca abstraerse del dinamismo o del estancamiento de la sociedad. De sus paradojas. No lee la realidad desde sus movimientos inmediatos, ni persigue sus patrones irregulares de cambio. Mira hacia los ciudadanos: los indiferentes o los críticos, los vivos o los muertos. Mira hacia donde está el ritmo. Quien hace explícitas las temporalidades no es el autor sino el lector. Desde sus propios preconceptos, sus propios contextos y sus propios criterios y herramientas interpretativas.