Este texto hace parte de un ejercicio de la clase de Historia del Periodismo que enfrenta a los estudiantes a hacer una crónica que refleje el ejercicio de lectura de un libro icónico de algún periodista colombiano. En este caso, Hechos para Contar.
FOTO: Cortesía Nelson Castellanos
Justo como está el adagio del título, la voz del diablo, tan sabia y profunda, la misma con la que 10 periodistas destacados en su especialidad rinden testimonio de sus vivencias, es una muy buena fotografía tomada por los también colegas Lorenzo Morales y Marta Ruiz.
Concebido en el Centro de Estudios en Periodismo – CEPER, de la Universidad de los Andes, la portada de este libro ya es un desayuno que dirá cómo será el almuerzo (qué digo almuerzo, ¡es un banquete!), pues no hay mejor noción de aprendizaje que el poder escuchar a quienes ya han recorrido los pasos para los cuales apenas estás amarrando tus zapatos.
Mi pensamiento más claro ante qué libro escoger para esta clase de Historia del Periodismo fue una sencilla ecuación matemática: de todos los libros, ¿cuál podía enriquecerme más?, la visión de un Antonio Caballero, con ínfulas de antisistema, pero con sangre de aristócrata; un Roberto Pombo relatando su privilegiada vida rodeada de Santos; el libro de Vladdo, que si bien me llamó la atención, por ningún lado conseguí una copia; a Daniel Coronell, a quien admiro bastante, pero que presenta un libro demasiado antológico para mi gusto; y una Maria Isabel Rueda que, a propósito de qué se pregunta ella, yo me pregunto por qué entrevistar, si bien a los grandes del periodismo de este país, una visión muy oligarca y exclusiva del prototipo de periodista al que difícilmente podremos aspirar. Después de este balance llegué a mi ecuación básica: para qué escuchar una voz, o por mucho cinco (en el caso de María Isabel), teniendo la posibilidad de escuchar a diez periodistas totalmente nuevos para mí.
Sin menospreciar los anteriores autores y sus respectivos libros, quería escuchar una versión más cercana de lo que el verdadero periodismo puede llegar a significar. Y así fue. Nada más abrir las primeras páginas, y que el prólogo de Mary Luz Vallejo, con su analogía de la caja de herramientas, toque tus fibras emocionales es señal de que estás por el camino correcto, que fue el indicio, no sólo de haber escogido el libro correcto, sino de haber escogido la carrera correcta.
Lo más enriquecedor de oír este libro, gracias a su narrativa a modo de entrevista, es el sentirte identificado con aspectos y aforismos que sentencian cada uno de estos periodistas. Y si bien cada uno de ellos están consagrados a un género y características únicas, que en algunos casos no convergen con mis intereses, sí son fuente enriquecedora de reflexión.
Así, en el mismo orden que aparecen en el libro: Germán Castro Caycedo, quien con su narrar acerca de esta Colombia amarga en la cual somos actores, deja en evidencia la tenacidad con la que deberíamos trabajar en cada uno de nuestros escritos, no siendo meramente utilitaristas con quien nos da el escenario, sino poder comprenderlo. Daniel Coronell, a quien en unas líneas arribas manifesté mi admiración, y Gerardo Reyes, que sinceramente no conocía, se van por un enfoque investigativo, el cual, producto de que trabajé en una consultora de investigación, con herramientas con las que seguramente han tenido que trabajar Coronell y Reyes, me generan cierta admiración y entusiasmo por algún día poder desenvolverme en este ámbito, les reconozco la frialdad que se debe tener, y sobre todo la valentía, pues no por nada el exilio han sido sus editores.
Alberto Salcedo Ramos, quien con su narrativa y lírica nos conduce a un mundo donde la realidad pareciera ficción, al mejor estilo Gabo, se convierte en esa dosis de literatura con la que todo periodista debería contar en su arsenal. Además, a propósito de este capítulo, una referencia a Germán Santamaría y una crónica sobre Omayra en la tragedia de Armero me mostró el poder de las letras a través de las lágrimas que emanaron de mis ojos producto de dicha crónica.
Álvaro Sierra, con unos inicios netamente rasos en un periodismo militante hasta ser testigo del fin de la URSS es una interesante visión sobre el periodismo internacional.
María Teresa Ronderos, la voz editorial que no hallábamos en los libros de periodismo, da una excelente clase de lo que el ser editor implica, tanto que entusiasma e invita a querer ser uno.
Jesús Abad Colorado, quien con sus fotografía me condujo al aspecto más crudo del periodismo, pero reivindicando el protagonismo de este en la construcción de memoria.
Yolanda Ruiz, con su vasto conocimiento del mundo radial y la mesura que se ha de tener, con la lección de que lo más difícil es aprender a escuchar.
Jorge Cardona, de quien no había escuchado, pero cuya rigurosidad y exigencia consigo mismo y con los demás hace parte de los capítulos que más me gustaron del libro, sobre todo en el cómo cubrió en sus inicios en el ámbito judicial, a punta de la lectura de procesos y sentencias, cosa que también me recuerdan a mi épocas laborales.
Y Juanita León, quien nos deja la puerta abierta y la silla vacía para ocuparla en el periodismo del mañana con la esperanza de que algún día el poder y la prensa dejen de lado los mismos lobbys.
De esta manera, difícil de resumirlos, con una reflexión grosso modo, quedo en deuda con las meditaciones que cada uno de estos rostros no tan típicos de los medios colombianos dejan en mi cabeza. Sin embargo, a modo general, la conclusión a la que había llegado hace tiempo es reforzada una vez más: el periodista debe ser un intelectual.
Este libro puede ser considerado una excelente lección inaugural de una cátedra de periodismo. No quiero terminar este escrito sin dejar de mencionar esta cita en el libro, a propósito por uno de mis periodistas favoritos, Rafael Manzano, la cual es la siguiente: “los periodistas primero tenemos que conocer la información, después confirmar, comprenderla y luego sí contarla”, sin este abecé del periodismo habremos olvidado que nuestra máxima es la búsqueda de la verdad. Verdad que hoy es bastante ultrajada y menospreciada, para lo cual lo mejor que podemos hacer es prepáranos, académica e intelectualmente, como periodistas del futuro que se pregunten no sólo por qué hacemos esto, sino para quién lo hacemos.