Los Centros Locales de Atención a Víctimas (CLAV) son instituciones que se encargan de darle atención a personas afectadas por el conflicto armado. Allí se atienden a más de 300 personas por día, según los funcionarios. La rutina para los usuarios muchas veces se convierte en una pesadilla.
FOTO: Felipe Useche.
Es común ver grupos de usuarios parados en frente de la puerta del CLAV de Chapinero. “Es que aquí todos los días nos toca comer mierda y humillación”, dice Jesús Alberto Castro en la entrada del CLAV de Chapinero. “En esta ciudad sólo hay futuro para la gente pudiente”.
Castro, de 47 años, se recuerda estando en los amplios y caudalosos ríos del Amazonas siendo niño, cuando se ganó el apodo de ‘Tarzán’ por su habilidad de surcar las selvas del sur del país con una destreza casi innata.
El panorama de ‘Tarzán’ hoy en día es muy distinto. Castro se levantó a las cuatro de la mañana en su casa en el barrio Santa Fe, donde los de ‘la olla’ lo tienen amenazado. Se puso una camisa azul a cuadros, un buzo rojo desgastado, un jean oscuro y una gorra azul. Alistó a sus tres hijos de 9, 8 y 6 años, respectivamente, para llevarlos al colegio que queda a media hora caminando, y emprendió su viaje. Se cruzó con los parques a los que no puede llevar a sus hijos por la cantidad de drogadicción, prostitución y delito que se ve en ellos. Esta localidad, a pesar de no ser tan grande, concentra el 4% de los asesinatos en Bogotá y la tasa más alta de homicidios por cada 100 mil habitantes, según el Centro de Estudios y Análisis en Convivencia y Seguridad Ciudadana (Ceacsc).
Después de dejar a sus hijos en la escuela, emprende un nuevo viaje hasta el CLAV de la Calle 63 con 17. Allí llega después de las cinco de la mañana para hacer fila entre las decenas de personas que solicitan ayuda de algún tipo.
La situación de Mario ‘El negro’ Borja es algo distinta, pero en algo coincide con la de Castro. Mario Borja estuvo durmiendo afuera del CLAV toda la noche, donde seguramente en lo profundo de sus sueños añoró las épocas donde vivía en el Bajo Cauca antioqueño, de donde es oriundo y donde vivió una sencilla vida de campo hasta que los grupos paramilitares lo desplazaron en 1991. Le dejó como recuerdo de la tragedia siete disparos en su cuerpo, de los cuales cuatro le impactaron en su rostro.
“El campo es sencillo, uno solo debe tener mucha paciencia”, dice Borja, mostrando tres granos de maíz que guarda en su billetera y una moneda de cien pesos. “Cuando el maíz crece y se multiplica da esto, da plata para poder vivir”.
Su rutina se convirtió en un viacrucis desde hace ocho días que lleva durmiendo afuera del CLAV, con un pantalón negro roto, una camiseta amarilla, un chaleco azul y una gorra de Pollo Frito Frisby. Sigue insistiendo en sus peticiones que como las de cualquier otro desplazado está en su derecho de hacer: apoyo psicológico, ayuda humanitaria y reubicación en el campo con algún proyecto del que pueda vivir con la calma que vivía antes de que la violencia le tocara la puerta.
Borja añora ese día que viene esperando desde hace más de diez años que entró al programa de desplazados, pero mientras tanto, seguirá llevando con la más férrea de las convicciones los papeles que lo certifican como desplazado y víctima del conflicto armado. Los llevará hasta que lo dejen entrar, así sea para ir al baño, cómo lo reclama desde hace más de tres horas.
Saliendo de la sala de espera del CLAV, Manuel Carranza mira de reojo los reclamos de Borja. Él sabe que también está en una situación similar. Era apenas un niño cuando los paramilitares de ‘Carlos Tijeras’ asesinaron a su padre en frente suyo en Ciénaga, saliendo de una fiesta de la institución a la que pertenecía. El agente José Luis Carranza era un policía ejemplar, había estado detrás de varias capturas. La tragedia llegó en una reunión oficial de la policía, una persona empezó a hablar de las capturas del padre de Carranza, lo cual alertó a algún infiltrado que avisó a los matones de ‘Carlos Tijeras’.
Hoy en día se considera afortunado a diferencia de Jesús Alberto Castro o de Mario Borja, ya que Carranza es cocinero en el parque Jaime Duque. Aun así, a pesar de trabajar y vivir lo suficientemente lejos, él va al CLAV desde las cuatro de la mañana a hacer fila. Hay días en los que sale de ese lugar a las once de la mañana; otros, hasta las seis de la tarde.
“Yo ya no quiero plata, ayuda, ni nada”, dice Carranza con una voz reflexiva, pero con una notoria furia intrínseca. “Yo sólo quiero que me reconozcan como una víctima del conflicto armado, porque hasta ahora solo me han aceptado como desplazado”.
Durante el día, el flujo de personas no se detiene. La gran mayoría lleva en su rostro errante una expresión de tristeza, muchos ya se resignan y tratan de recostarse en las incómodas sillas de plástico, aferrados en una mano a las acreditaciones y, en la otra mano, a un papel con el número de turno que les corresponde. Mientras tanto, los trabajadores del CLAV parecen vivir en una burbuja. Allí, las historias de miles de personas —como la de Castro, la de Borja y la de Carranza— se pierden en la indiferencia del recinto. Los trabajadores salen riendo, se les ve tomando tinto, comprando papitas o cantando desafinadamente Mi gente de J Balvin, mientras decenas de personas esperan atención sentadas en sillas Rimax sin que les ofrezcan siquiera un vaso con agua.
A medida que el día avanza, la cosa no mejora. Hasta altas horas de la tarde se ve que el recinto sigue con varias decenas de personas que, en medio de su resignación, siguen con la esperanza de que les den algún tipo de ayuda o les cumplan alguna petición que algunos buscan desde hace más de una década.
Jonathan Ruiz, coordinador del CLAV, da su versión sobre las varias quejas que tienen los usuarios en contra de la atención de sus funcionarios. “Es que la gente llega acá creyendo que este es el punto central y que podemos solucionarlo todo y no es así”, dice Ruiz con sus cejas inclinadas hacia abajo y un tono defensivo en su voz. “Es falso que nosotros tratemos mal a los usuarios. Violaría nuestros principios y nuestras leyes. Lo que pasa es que a la gente se le da información que no le gusta y según ellos eso es un atropello a sus derechos”.
Ruiz, a medida que habla acerca de su trabajo va bajando el tono de su voz y su postura se encorva en medio de una oficina gris e insípida en el fondo del CLAV, lejos del desastre y de la decepción de la espera de las más de cien personas que aguardan pacientemente ser atendidos.
“Pero es que la gente tampoco se ayuda, porque ellos siguen y siguen teniendo hijos y quieren que el Estado se los mantenga. Están es desangrando al país”, dice Ruiz mirando a una torpe luz blanca de un lámpara cercana. “También es que en este país hay más de ocho millones de víctimas. No hay presupuesto, ni atención para todas, toca como en un banco: hacer ‘la filita’”.
FOTO: Felipe Useche. Algunos usuarios del CLAV duermen afuera de las instalaciones esperando que sus peticiones sean escuchadas.
La falta de recursos es otro gran problema, Mario Borja manifiesta que tiene hasta cuatro ayudas humanitarias aprobadas sin cobrar. Con impotencia y con el rostro bajo, dice que no se las han dado porque el Gobierno no le ha invertido más plata a la Ley de Víctimas.
“Y va la doctora y me dice “siga haciendo chinos, que así va bien’”, cuenta Jesús Alberto Castro con rabia y furia. “Cómo una funcionaria pública me va a decir eso a mí. Yo solo tuve hasta tercero de primaria y nunca tuve educación sexual o nada parecido”.
Castro, muestra con gran orgullo y casi con lágrimas en los ojos el papel que le dieron esta mañana, después de cuatro horas. En ese documento, los funcionarios le dan el aval para salir de Bogotá, que es lo único que quiere hace años. Sólo falta una autorización de la Alcaldía de Pitalito, pero quién sabe cuánto pasará hasta eso.
Además de surcar como ‘Tarzán’ el Amazonas, Jesús Alberto Castro era desde los nueve años raspachin de coca en el Caquetá, después del abandono de sus padres. Sembró coca y amapola durante varios años. No se fue a la guerra por pura voluntad de ‘guerrero’, como él se define. Varias veces llegaron a su puerta grupos armados para reclutarlo, pero él nunca se quiso ir. Ha sido reciclador, vendedor ambulante, cocinero y pizzero. Siempre recuerda que impresionó a unos chefs holandeses con sus recetas.
“Yo no me puedo ni enfermar. Si me enfermo me jodo”, dice Castro. “Tampoco puedo estudiar. A mí me necesitan mi esposa y mis hijos, pero acá la gente no entiende eso y hacen lo que quieren”.
No entienden tiempos, esa es la otra gran queja de Castro, quien no solo tiene que cuidar a sus tres hijos en un barrio peligroso de Bogotá como el Santa Fe, sino que también tiene que cuidar a su esposa, darle sus medicinas a base de litio, llevarla a terapia o atender a los doctores. Ella está diagnosticada con trastorno bipolar con episodios maníacos, ya han sido varias veces en las que Castro encuentra a su esposa con los brazos tajados con cuchillas de afeitar en algún intento de suicidio. También, en medio de una crisis, ella ha agarrado un cuchillo persiguiendo a sus hijos o a él por toda la casa. Pero aclara que no la puede abandonar porque la ama, porque es su esposa y la mamá de sus hijos.
“Hágame el favor y me da el nombre completo de la doctora que no me deja entrar”, le grita Mario ‘El negro’ Borja al celador del CLAV. “Deme el nombre que mañana mismo voy a denunciarla en la Procuraduría”.
El celador Martínez, con una mirada despectiva, solo se atreve a decirle cuatro palabras “es la doctora Sandra”. Martínez acaba el diálogo de inmediato, cerrándole la puerta en la cara por enésima vez. Se supone que ella es la jefe de los celadores, la misma que no ha dejado entrar al CLAV a Borja a recoger sus cosas, a ir al baño o a hablar con el Defensor del Pueblo. El celador Martínez retoma el diálogo para decirle que el defensor no ha llegado, a pesar de que sí lo hizo desde hace dos horas.
‘La doctora Sandra’ fue la misma que hace dos días llamó a la policía del cuadrante. Cuando llegaron los uniformados, en su imponente moto verde, hablaron con ella en la puerta entrecerrada de vidrio del CLAV. Hicieron que Mario Borja tuviera que retirar sus cosas y su hogar improvisado, esto mientras él reclamaba ante los agentes sordos sobre los supuestos abusos de la funcionaria.
“¿Usted no me puede ayudar con una cosita?”, le pide Borja a Jesús Alberto Castro con su acento chocoano. “Cuando salga la doctora, dígame el nombre completo que tiene en la escarapela para poder denunciarla y hacerla sacar de acá, porque yo no me merezco este trato”. Castro, mientras tanto, solo se anima a asentir con la cabeza.
La doctora Sandra no sale nunca. Seguramente los guardias de seguridad habrán roto el silencio que los caracteriza y le habrán avisado que Mario no estaba solo. Poco después de una hora, un funcionario lo llamó para dejarlo entrar después de ocho días largos de espera. ‘El negro’ Borja se pierde entre la inconsistente lluvia de la Calle 63 y del casi centenar de personas que están dentro del CLAV.
“Estaría ‘tapao’ en plata, es que son casi cuatrocientos millones”, cuenta Manuel Carranza, ya casi con resignación sobre la indemnización que alega que le robaron. “Es que en 2006 fueron y me dijeron que ya habían retirado el total de la plata, pero nunca me han dicho quién fue el que la retiró”. Mientras que Carranza se fuma el tercer cigarrillo de la mañana, empieza a hablar con Jesús Alberto Castro, quien está comiendo un chicharrón que acaba de comprar.
—“¿Pero usted no debería tener pensión policial?” —pregunta Castro.
—“En teoría sí, pero nunca nos han querido reconocer nada, yo los tengo demandados hace años, pero aún nada” —responde Manuel Carranza.
Te puede interesar: Salud mental: un estado bienestar
En 2003 y en 2006 le fueron asignados 399 millones de pesos de indemnización por la muerte de su padre, pero Manuel Carranza dice que en 2006 fueron retirados y nadie sabe quién fue. Carranza también cuenta que le dijeron sin la menor delicadeza que se devolviera a Ciénaga, donde le despojaron su casa. El argumento que los funcionarios del CLAV le dieron es que en su tierra natal ya todo está bien. Carranza dice con las cejas inclinadas de ira y tristeza que allá está lleno de grupos ilegales como Los Urabeños y Los Rastrojos, que después de las siete de la noche no dejan salir a nadie con cuadrillas pequeñas en los barrios, y que a las diez de la noche pasan motos con parrillero casa por casa, tocando con fuerza las puertas con los puños o con las culatas de las pistolas, obligando a apagar luces.
“Bueno, yo me voy, pero igual me toca volver la otra semana. Si algo nos vemos en la fila o algo”, dice Manuel Carranza con su acento costeño. “Me toca un viaje bravo y ya me acabé el cigarro”. Acto seguido se va caminando rumbo a la estación de Transmilenio de la 63 con Caracas.
Jesús Alberto Castro es el último en irse. Tiene que ir a recoger un vestido de princesa que le van a prestar a su hija mayor para Halloween. Sale caminando rumbo a su casa, una caminata la cual es de más de una hora. Dice que no usa Transmilenio para no estresarse más de lo que ya lo estresan las largas jornadas en el CLAV.
Con una cierta felicidad en el rostro por tener la aprobación de poder irse por fin de la ciudad, Jesús Alberto Castro, antes girar por la Caracas, se toca su barba canosa, se acomoda la gorra y hace un último reclamo. No se sabe si lo hace a la gente del CLAV, a los de la Alcaldía, a los actores del conflicto o a la vida misma: “Estoy ya cansado de todos estos abusos”, dice. “Aparte de todo lo que uno ha tenido que sufrir, también se tiene que aguantar de todo; es como una doble cólera”.
¿Ya conoces nuestra sección Directo Cultura?
Comentários