Hay una cuerda templada y blanca, gruesa y áspera puesta en una plataforma elevada sobre el suelo. Hay un hombre que camina sobre la cuerda. Su cuerpo se arquea en disonancia con el golpeteo de las colchonetas del fondo, sus brazos se mueven como las alas de un cóndor en un aleteo indistinguible. Su mentón está firme, tiene la mirada en el frente, aún no sé si alcanza a ver a la mujer que se balancea sobre un columpio elevada a cinco metros del suelo.
Decir cuerda es una imprecisión, porque en realidad es un cable de hierro. Nicolás Tehusa es como se llama el hombre que se equilibra. Mide 1.70, pesa 55 kilogramos, tiene 19 años, es caleño. Estudia para ser equilibrista en la Escuela de Circo, el espectáculo más antiguo del mundo, que, en el año 3.500, ya tenía equilibristas y acróbatas a caballo.
El oficio del equilibrista, también conocido como funambulismo, consta de un hombre y un cable en una relación de utilidad mutua. En la Argentina del siglo XX, esta ocupación era llamada el arte del volatín. En Atenas fueron llamados danzantes de la cuerda. En 1770 cuando empezó el circo moderno por Philip Astley, los equilibristas fueron la principal atracción junto a los payasos.
La primera vez que Nicolás subió a la plataforma para caminar en el cable se cayó. Tres pasos y caía. Seis pasos y caía. Mientras conseguía el equilibrio sin dar pasos, caía. “Yo decía que eso debía ser muy fácil, si nadie podía pues yo lo hacía”, narra.
Antes de subir a un cable, él practicó parkour —actividad que consiste en desplazarse a través del entorno usando el cuerpo y los objetos que hay dentro de ese espacio— y caminaba en las barandas de los puentes, por eso para él, el funambulismo no era propiamente un reto en el sentido estricto de la palabra. Aun así, cada vez que ponía un pie sobre el cable caía.
“Lo entendí, el profesor me lo decía y yo lo entendí. El punto de equilibrio es diferente, además de que el cable se mueve y refleja mis nervios, el puente no, siempre va a estar quieto, aunque mueva mis pies” explica Nicolás.
El equilibrio es un delicado balance. Para que haya equilibrio, según la Primera Ley de Newton, las fuerzas que actúan sobre un objeto deben ser igual a cero; entonces, para que el cuerpo de 1,70 cm. de Nicolás mantenga el punto de equilibrio debe estar erguido sobre el cable, de tal forma que pueda contrarrestar las fuerzas que interactúan en sus lados, las vaharadas húmedas, los gritos, el olor, debe anular su entorno. En sus propias palabras, la descripción práctica de la Ley de Newton: “estoy en blanco, piso la plataforma, pongo el pie en el cable, estiro mis manos, busco mi equilibrio y cuando yo le entregó mi peso al cable, pongo el otro pie y ya estoy en el aire; entonces en ese momento sé que no debo pensar en nada más”.
Son las 11 de la mañana en un día de febrero. Diría que estamos a 20 grados debajo de la carpa en la Escuela de Circo. Afuera los árboles soplan, adentro los estudiantes corren entre cinco y siete pasos hasta que despegan sus pies del suelo, curvean su torso hacia el interior de su cuerpo para que su cabeza quede cerca de sus pies, y en una milésima de segundo sus pies salen de ese caracol que formaron con su cuerpo y aterrizan en el suelo. Así, sucesivamente, diez estudiantes del circo practican acrobacia, entre ellos el equilibrista.
“La acrobacia pone mis revoluciones corporales muy altas, empiezan a ser mis latidos muy fuertes” afirma Nicolás, quien también habla de las figuras que forma con su cuerpo en el aire y de la estética en los movimientos.
Los acróbatas existen desde los días de los mitos griegos, prueba de ello es la escultura del Acróbata de Osuna, una pieza del arte ibérico que data del siglo II a.c. Pero, para los estudiantes de la Escuela de Circo, la acrobacia no hace parte del portafolio de especialidades, es una complementaria de formación básica.
Para Alberto Carlos de Souza, académico argentino, el interés por el profesionalismo del artista circense empezó a finales de la década de los 70. Paralelamente a los circos ambulantes y tradicionales nacieron las escuelas circenses. En Francia, la primera Escuela de circo es la Escuela Nacional de Circo Annie Fratellini, que desciende de la mayor familia de payasos franceses, los Fratellini. Desde ahí, las escuelas fueron creciendo alrededor de las latitudes del mundo. La Escuela de Circo para todos en Bogotá, de carpa blanca y luz mortecina, nació en Cali en 1995, en ella estudia Nicolás.
Aquí, ahora en la carpa cuando termina de hablar de la acrobacia, mientras en el telón de fondo hay un coro de voces que balbucea frases como: Hágale, ya le perdió el miedo, buena esa; Nicolás cuenta que a veces llega tan cansado de entrenar que juega videojuegos y se termina quedando dormido. Pero, los otros muchachos que viven en la casa junto a él, quienes también estudian en la Escuela de Circo, prefieren armar un parche y jugar futbol.
“Ser artista requiere tiempo, es de tiempo completo”, sentencia cuando hablamos de las cosas que sacrificó por estar ahí. Amistades, estudios, raíces, diversión. Odia el trabajo en equipo. Explica que cuando trabaja solo, lo hace mejor, pues le permite mantener todo bajo control. Se refiere al trabajo mejor “siempre de una manera muy individual”, y respecto al egocentrismo afirma que no saber todas las especialidades a la perfección le impide serlo: “así se le quiera llamar egocentrista, yo no lo tomo así, pero si la gente lo quiere ver así pues bueno”.
Nicolás está acostado sobre el cable. Brazos extendidos, tensión en su rostro, labios juntos, cabello negro de puntas despeinadas. Mirada hacia arriba, pómulos prominentes. Junto a él, pirámides humanas están formándose, un hombre joven de rizos se arrodilla y otro hombre, igualmente joven, sube a sus hombros. Detrás, otro hombre calvo, de aspecto sagaz, piel blanca, dientes grandes sube por un tubo metálico de cuatro metros. Y él, el equilibrista, continúa en la misma posición: acostado sobre el cable.