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Lina María Vélez Restrepo //

Entre el ocio y el rebusque


Desde el año 1649, con la inauguración del Templo de Nuestra Señora de la Candelaria, el Parque Berrio se ha ido configurado como el sitio donde confluyen comerciantes, profesionales, venteros, estudiantes, amas de casa, jubilados, indigentes, intelectuales y prostitutas en la ciudad de Medellín.

Ubicado en el corazón de la ciudad de Medellín, el que se llama hoy ‘Parque Berrio’ era conocido como La Plaza Mayor: la antesala de la iglesia, sitio en el que confluían las familias más prestantes de la ciudad, antes y después de la eucaristía.

No había ni indigentes, ni prostitutas, ni venteros; solo la élite, poca, en una villa de 400 habitantes. Se reunía a conversar sobre negocios, la familia o cualquier chisme rondante.

Con el pasar de los años, La Plaza Mayor fue convirtiéndose en un punto central de la creciente villa, las familias más reconocidas vivían a su alrededor, las primeras calles se empezaron a extender hacia los diferentes puntos cardinales. El templo seguía siendo primordial para la ciudad, y poco a poco se convirtió en un punto de encuentro para toda la ciudadanía, que cada vez era más grande.

El tiempo pasó, Medellín, caracterizada siempre por ser una ciudad de apariencias, buscaba mostrarse como una urbe moderna, por esto, a principios del siglo XX se desató una oleada de demolición, construcción y transformación del espacio público. Con los incendios ocurridos desde 1917 se tuvo la posibilidad de terminar con casas campesinas y modernizar el espacio público.

Entre los años ochenta y noventa el Parque vivió una transformación trascendental con la construcción de la estación del Metro, esta permitió la unión del Parque Berrio con la Plazuela Nutibara, atrayendo así a más personas. Esto trajo consigo aspectos que afectaron negativamente el sector, y se configuró como un foco de inseguridad, ventas ambulantes, drogadicción e indigencia.

Entre el porno y el azar

Sobre el costado derecho de la Basílica de Nuestra Señora de la Candelaria, en lo que antiguamente era la Calle Real, que atravesaba la Villa de la Candelaria de occidente a oriente, y por la que circulaban los coches y la mercancía, hoy no transitan sino peatones, que transitan por en torno a los 13 puestos ambulantes que todos los días se dan cita allí. Se venden cds y películas piratas, a simple vista un negocio como cualquier otro.

María Jesús Giraldo de Quizeno es una mujer que ronda los 50 años edad, junto con su esposo llevan más de 12 años vendiendo películas, porno en su mayoría, en esta calle del Centro de la ciudad. “Shhh no ves que estoy atendiendo a los muchachos”, le dice María Jesús a su esposo, ante la interrupción de este para mostrar las nuevas películas pornográficas gay.

Ella dice que no le gusta el porno, pero que a la gente sí, y que ella vende lo que la gente compra, sobre todo gente mayor y jóvenes que pasan por ahí y se ven atraídos por la variada mercancía que esta mujer vende.

Al doblar por la esquina de la Calle Real, en dirección hacia la avenida Colombia, el panorama cambia, se divisa toda una zona repleta de mesas con billetes de lotería encima. Los vendedores, en su mayoría, son discapacitados. Fernando Ríos es uno de ellos. Él vende frente al Pasaje Comercial La Bolsa desde hace 20 años, Ríos ha visto los cambios que ha tenido el parque y manifiesta que es un punto en el cual se ve a la Medellín innovadora y moderna de la que tanto hablan pero que también la inseguridad es muy “brava”.

“Claro reina, acá le tengo los número que usted me pidió la semana pasada para que los juegue” , dice Claudia* a una clienta, mientras busca entre los cientos de billetes de lotería el que la otra señora solicita. Mientras lo hace, no pierde oportunidad para criticar la situación en la que se encuentra desde hace poco más de un año que lleva vendiendo en el Parque Berrio: “Vea, acá en este Parque no nos han sabido organizar, sí, pasa mucha gente y todo, pero es que también somos muchos los que vendemos lotería, a nosotros, ¡nunca!, nos han tenido en cuenta, vea a los de las frutas les hicieron caseticas y a nosotros nada… eso es la ley de la selva, el más fuerte sobrevive. Y eso que de nuestras ventas sale parte para la salud de Antioquia, qué tal que no (…)”.

Claudia, al igual que otros vendedores que llegaron hace poco, comenta que el Parque tampoco es la gran maravilla en cuanto a ventas, el flujo de gente es mucho, “pero realmente en Sucre es mejor porque acá la gente con afán no compra nada”.

Entre la formalidad y la informalidad

Falconery y Mónica son dos mujeres que llevan 12 años en el Parque, vendiendo desde chicles, papitas fritas y jugos hasta minutos y celulares, hace un tiempo el gobierno les dio ‘quioscos’ para que pudieran vender legalmente, y aunque tienen un lugar para estar, se deben enfrentar a decenas de vendedores ambulantes, que día a día hacen del parque un lugar muy comercial y competitivo.

Mónica es una mujer de pelo castaño y “rayitos” monos, es la dueña de las ‘Recargas de Martín’, un local de jugos que lleva más de 10 años en el Parque Berrio, y que poco a poco ha ido mejorando hasta convertirse en un referente del parque. Con un par de sillas y mesas, y una ayudante que hace las veces de mesera, esta mujer ha logrado sacar adelante a su familia. Mónica explica que “el Parque Berrio es el punto de encuentro obligatorio en el Centro de la ciudad y es, al mismo tiempo, donde hay más flujo de personas por la estación”.

“A mí me va excelente con los jugos desde que Espacio Público me dio este quiosco hace como tres meses. Aunque acá roban más que en ningún lado, el otro día había una niña comprándome un jugo, se lo vendí, se fue, y a los minuticos pasó llorando: que la habían atracado. Eso es lo único malo que tiene el parque, pues… y las putas esas, y por las tardes esos venteros”, comenta Falconery Londoño, trabajadora que ha logrado sacar adelante a su familia con mucho esfuerzo y dedicación, como dice ella “trabajando honradamente”.

Estas dos mujeres, que, por la mañana, en sus quioscos, son las reinas de las ventas en el costado oriental del parque; por las tardes tienen que hacerse notar ante la marea de vendedores ambulantes que llegan a invadir este espacio. Vendedores que, a pesar de que fueron retirados hace un mes por orden del alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, siguen ofreciendo cigarrillos, chicles, pomadas milagrosas, velas, imágenes, paquetes de comida. Todo lo que sea fácil de cargar y se pueda comer, ellos lo tienen.

La economía del rebusque se adueñó de los espacios públicos, tanto peatonales, como vehículares. Y esta problemática no sólo afecta la movilidad del día a día en Medellín y a vendedoras con quioscos, sino afecta a la ciudad en muchos más aspectos: “la economía informal no lleva un registro ante los entes del gobierno, puede tener relación con organizaciones delictivas, ya que el gobierno no los puede controlar, además, al no estar registrada, no tiene cómo pagar impuestos y estos genera pérdidas millonarias para el país”, explica Fernando José Restrepo Escobar, economista de la Universidad Pontificia Bolivariana.

La música de los viejitos

Todos los días, y durante todo el día, el centro del Parque se llena de gente que se detiene para escuchar a los famosos músicos: hombres de la tercera edad que tocan, más que nada para los demás viejitos del parque, música popular, de los pueblos, con carrasca y guitarras; canciones que hablan de mujeres, cantinas y aguardiente.

La mayoría de estos músicos, asociados por Asencultura, van al parque desde que eran pequeños, han visto cómo ha ido cambiando, muchas veces para bien, pero también para mal, pues deben competir con los altavoces de los locales que rodean el parque, con el griterío de las miles de personas que pasan y de los vendedores, que al igual que ellos, están buscando el dinero para poder sobrevivir.

Argemiro Olarte, de 73 años, es uno de muchos viejitos que llegan todas las mañanas desde distintos sectores de la ciudad al Parque, que, en muchos casos, se ha convertido en el segundo hogar de estos jubilados. Olarte llegó de Zaragoza cuando tenía siete años, iba con su familia los fines de semana, desde entonces, es para él un sitio obligado. “El tinto es barato y bueno, las mujeres son queridas, la música es pa’ bailar y están los amigos de siempre”, dice Olarte, mientras se escucha en el fondo la carrasca de una de las más de 20 agrupaciones de músicos que hay en el parque, según datos de Asencultura.

Estos viejitos son los más cercanos al parque y también sus mayores consumidores: consumen tinto, putas, putos, cigarrillos, lustran sus zapatos y lo visitan por largas horas, como cumpliendo una jornada laboral.

Los tintos pueden esperar

Calladas, rondan por todo el parque, con sus termos blancos con tapas de colores que mantienen el calor del tinto que cargan, por 400 pesos lo venden a los viejitos del parque y a cualquier transeúnte que desee comprar el negro y dulce líquido que estas mujeres venden. De un lado a otro, todos los días, y hasta las siete de la noche se pueden ver en el parque vendiendo y en algunos casos vendiéndose.

Carlos, un lustrabotas desde hace más de 10 años, se refiere a las tinteras mientras realiza su labor, este hombre manifiesta que las muchachas lo que están buscando es dinero fácil, que el tinto no es más que una fachada e incluso agrega “yo me he comido tinteras de esas, es que vea, si usted se quiere comer cualquier chimba de tintera, la llama, le pasa un billete y ella se va con usted, después vuelve uno al parque, ella a vender su tinto y uno a limpiar zapatos como si nada.”

"Yo trabajo de domingo a domingo para ganarme la comidilla". // Fotografía de la cuenta de instagram @pb_informal

Como Carlos, son muchas las personas del parque que saben lo que se esconde detrás de las mujeres que venden los tintos. Luz Dary, una mujer de unos 40 años, que atiende una de las cafeterías que se encuentran debajo del Metro comenta que constantemente sirve a los viejitos que van acompañados curiosamente de las tinteras y se pregunta “¿si lo que venden es tinto por qué vienen a comprarlo a la cafetería?”

El negocio no es muy complicado, las tinteras exhiben su mercancía mientras caminan por el parque, hablan entre ellas, venden sus tintos, hasta que aparece un potencial cliente, normalmente hombres mucho mayores; hablan, cuadran la tarifa, llaman a una compañera, le encargan los termos y se van con el hombre.

“Con los tintos son unas y con los hombres son otras”, comenta Sandra Rey, mientras señala, hacia el centro del parque, a una tintera de unos 25 años hablando con hombre de unos 70. Mientras van hablando se ve como el trato se hace más cordial entre los dos, el hombre comienza a tomarla del brazo y la acerca a él, baja sus manos y las posa en sus caderas; la mujer sigue hablando como si no pasara nada, le muestra su celular, el hombre asiente, ella le entrega los tintos a otra colega y sale escoltada por el hombre en dirección hacia el Escape una de las ultimas tiendas que queda al costado derecho parque antes de que termine, donde desaparecen entre la multitud de un viernes a las tres de la tarde.

Poco a poco, el parque dejó de ser el lugar para permanecer y para conversar en el centro de la ciudad y se convirtió en un lugar de tránsito y de flujo vehicular. Los venteros ambulantes también comenzaron a invadir cada espacio, y se convirtió en albergue de propios y extraños, un lugar donde el sexo y la religión conviven en la misma calle, donde en una esquina están los rieles del tranvía exponiendo su historia, y en la otra un pasaje donde se rumora se puede negociar hasta un asesinato.

El Parque Berrio es un emblema de la ciudad, un lugar de contrastes, de esperanza, de trabajo, de ocio, pero sobre todo de historia, que ha presenciado y sido protagonista, un pilar del avance y desarrollo de la ciudad, un lugar que a pesar del afán del día a día nunca va a perder su esencia.

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