El cerro de Monserrate, si bien es conocido por el entorno espiritual que depara, guarda, además, todo tipo de sensaciones despertadas que en este caso se disparan con el primer escalón subido. 16 millones de antigüedad influyen, sin lugar a dudas, en lo que será, desde la época colonial, una de las mayores tradiciones en la capital del país a tal punto, que quien no visite aquel místico lugar, se le puede considerar un extranjero más en tierra de nadie.
Parece un disparate que los 3.152 metros de altura, en vez de ahogar las emociones, exciten el aliento de todo retador que vence las limitaciones de todo tipo. Ciertamente, el Santuario del Señor Caído, con un enorme valor religioso, es la razón de la visita de miles de feligreses católicos, aunque no por ello, se da a entrever la exclusión de otro gran porcentaje de visitantes entre los cuales sobresalen turistas, deportistas, discapacitados y demás personas que, por una u otra razón, asisten a un lugar perpetuado.
A diferencia de lo que se podrían imaginar, quienes no han aventurado la experiencia, el escarpado camino no luce como un túnel sin salida, infinitas escaleras cuadriculadas y, mucho menos, como un parlante que reproduce desde la gran distancia auxilios de ayuda exclamados por aquellos que no pueden dar un paso más. Por el contrario, es un camino de pura vida, hallado en los paraderos de comestibles, en los miradores que instan a tomar el encuadre del ensueño, entre los portadores de cabellos rubios, ojos rasos y demás rasgos particulares de foráneos cautivados con la belleza del recorrido y, claro, las inolvidables experiencias de vida, siendo las más sobresalientes la de los mal llamados “discapacitados”. Sin más, las escaleras andariegas son el ascensor levantado a pedalazos humanos que, tal a como el teleférico o funicular, conducen a lo que en esencia es un volcán… de emociones.