Los fumadores son las brujas de la actualidad. Se ven como todo el mundo, pero son fáciles de reconocer. En vez de sombrero puntiagudo y verruga en la nariz, les sale humo de la boca y llevan su propia escoba moderna, que ahora se ha encogido y cabe entre dos dedos.
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El primer fumador del mundo occidental se llamó Rodrigo de Jerez, volvió a España luego del descubrimiento y trajo consigo el peculiar hábito de enrollar hojas secas de palma o maíz con tabaco dentro, encender uno de los lados y aspirar el humo que salía del otro. El Tribunal de la Santa Inquisición, los cazadores de brujas de la época, lo encarceló porque “solo el diablo podía dar a un hombre el poder de sacar humo por la boca”.
525 años han pasado desde que Jerez volvió a casa y las cosas no son muy diferentes. Durante muchos siglos, sacar humo por la boca dejó de ser un delito, los que lo hacían eran iguales a los demás y las asociaciones con el diablo desaparecieron. Pero el espíritu de la Inquisición ha resurgido. Se redujeron los espacios para fumar; se prohibió en los medios de transporte –y eso es fácil de entender–, pero también en las áreas comunes y hasta en los espacios públicos han empezado a aparecer vallas o avisos de “Prohibido fumar” que citan, además, la Ley 1335, una norma que promueve la muerte del cigarrillo. No falta mucho para que empiecen a construir corrales delimitados para fumadores, como las áreas para perros que abundan hoy en día en Europa. Ya no es raro que, si alguien enciende un cigarrillo, se convierta en el blanco de miradas que bien podrían ser las que recibían las mujeres acusadas de brujería, como si realmente tuviera una verruga en la nariz o un sombrero puntiagudo.
Ser fumador se ha convertido en sinónimo de suciedad, irrespeto y decadencia. Debe ser cierto que la sociedad moderna tiene memoria selectiva porque nadie recuerda que los fumadores y sus cigarrillos estuvieron presentes en momentos cruciales de la historia. El imperio inglés, el más rico del mundo a la muerte de la reina Elizabeth I, forjó su fortuna, en gran parte, gracias al impuesto de dos peniques por libra de tabaco cosechada. España y Francia siguieron esos pasos y la gente se peleaba por el derecho a cultivar. Napoleón tercero, en el siglo XIX, dijo que prohibiría la producción y la venta de tabaco el día que le presentaran algo que produjera un ingreso igual a los cien millones de francos anuales en impuestos que significaba ese negocio. Incluso el Vaticano, capital del catolicismo, heredero de los carceleros de Rodrigo de Jerez, abrió su propia fábrica de tabaco en 1779.
Llegó el siglo XX y el cigarrillo jugó un papel crucial en la emancipación de la mujer cuando Katie Mulcahey, con una ley que prohibía a las mujeres fumar en público en vigencia, encendió un cigarrillo y dijo: “Ningún hombre dictará lo puedo o no puedo hacer”.
A pesar de la historia, son muchos, muchísimos, los que han decidido continuar la labor de la Inquisición, persiguiendo a los fumadores y sus cigarrillos como si de brujas escapando de la hoguera se tratara.
No entienden ¿Cómo podrían entender?
Los indígenas, hace tantos cientos de años, decían que fumar los ayudaba a no sentir el cansancio. Cada quién lidia con el día a día a su manera, lo que pasa es que cada cierto tiempo la sociedad elige algo nuevo para dejar de tolerar, algo para demonizar. Es el turno del cigarrillo. La humanidad es adicta a debatir, a criticar y a poner en duda; y sigue sin entender que es más sencillo recostarse contra un muro o contra un árbol, sentarse en un parque, asomarse por una ventana o pararse en una terraza, encender un cigarrillo y dejar que el humo que sale de la boca se lleve todos esos problemas que no causan más que estrés.
Si no, que le pregunten a Ramoncita Rovira, esa española que tantos cigarrillos fumó mientras esperaba a su amante y que con sus versos de “quiero enloquecer de placer sintiendo ese calor del humo embriagador que acaba por prender la llama ardiente del amor”, comparaba el fumar con un placer sexual.