Por: Kambiz Felipe Dominguez // Periodismo de opinión
Las crisis sociales y la violencia son un fenómeno ambiguo en Colombia: nunca han dejado de existir, pero cada vez cobran nuevos matices que los complejizan y profundizan más. La siguiente es una reflexión sobre el significado de recordar y, sobre todo, de no olvidar en un contexto como el nuestro.
En Colombia amanece, y en alguna selva del Amazonas se escuchan gritos; en alguna llanura del Meta, balazos; en algún callejón del Valle hay manchas de sangre; en alguna plaza de Antioquia, cenizas de lo que antes era un banco, un árbol o un bus... Y en las calles, la gente marcha.
Si les pido, queridos lectores, que fechen mi relato, les aseguro que todos se equivocarían y acertarían a la vez. Los gritos, los balazos, la sangre, las cenizas y las marchas no son situaciones nuevas y excepcionales, pero tampoco son viejas y olvidadas. Son parte de la cotidianidad de un país que vive muriendo, infectado por la enfermedad más antigua de la humanidad. Somos un país sin memoria.
En Colombia se publicó la primera traducción completa de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en 1793; se trata de un manifiesto fundacional del que se desprenden todas las declaraciones y movimientos de derechos humanos del mundo moderno. Si hoy pudiésemos preguntarle a Antonio Nariño si valió la pena pasar 16 años en prisión por ser artífice del documento, seguro que se le haría un nudo en la garganta.
La verdad es que los grandes problemas de este país del Sagrado Corazón —las brechas sociales, raciales, económicas y de género— están enraizados en un extremismo ideológico estructural. Los colombianos nacemos con la cabeza cableada para pelear con aquel que difiera: el que difiera y punto, porque no importa si se trata de equipos de fútbol, actores de telenovelas, tendencias políticas, cuestiones de género, animales, religión o lo que sea. Enfrentamos las opiniones contrarias con una piedra en la mano, y ojalá la frase obedeciera solo al sentido figurado.
Se supone que tenemos sistemas para escucharnos los unos a los otros —para compartir puntos de vista, para dialogar—, pero eso no pasa de la teoría. Uno de los reclamos principales en cualquier protesta de la historia de este país es “no nos escuchan”, y de ahí pasamos al “nos vamos a hacer escuchar”. En la tierra del cuchuco y el sancocho, los puntos de vista opuestos son justamente eso: mezclas indescifrables de palabras y ejemplos que preferimos dejar de lado antes de hacer el esfuerzo de comprenderlos.
1812, 1815, 1839, 1841, 1851, 1854, 1860, 1876, 1884, 1895, 1899… No estoy escribiendo un código secreto, sino la lista de las guerras civiles colombianas desde el grito de independencia. Uno se cansa a estas alturas, y ni siquiera hemos entrado en el siglo XX, en el que estuvimos en guerra entre 1925 y 1958 por vestirnos de azul o de rojo, y dos años después el ejército de la República “puso orden” en Marquetalia…
Bien nos merecemos ser llamados esa tierra del olvido: un país que no ha conocido la paz ni ha entonado nunca un “himno de fe y armonía” porque no dura diez años sin gritos en las selvas, balazos en las llanuras, sangre en los callejones y cenizas en las plazas. Este es un país enfermo de mente, en el que no podemos elegir cómo vivir sino cómo morir.
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