Para mí nunca ha sido un problema leer, siempre me gustó. Aquí entre nos, leía porque en mi casa solo entraba un canal de televisión: RCN —ni siquiera Caracol—. Siendo hija única y viviendo en una finca a kilómetros del pueblo no se podía hacer gran cosa. A las vacas no les gusta jugar, y lo comprobé de la peor forma.
El bifet original // Fotografía de la autora
Vivo en el municipio de La Calera. La finca se llama La Autopista (debido al apodo de mi abuelito: ‘el Avión’). La casa está tras un gran barranco, por lo que no había buena señal. La antena de tapas de olla estaba en la copa de un gran árbol de donde mi tío casi no puede bajar cuando el árbol amenazó con derrumbarse encima de la casa. Tocó talarlo y decirle adiós a las noticias y a los programas que me permitían ver, o sea, las noticias.
Así comencé a leer desde pequeña, con las cartillas de Coquito y Nacho para colorear.
Me gustaría decir que mi papá fue un profesor que me leía cada noche, o que mi mamá, una distinguida dama que sabía de todo; pero no fue así. Al contrario, yo enseñé a leer a mi abuelito y aún trato de convencer a mi abuelita de que la televisión no es un demonio.
Adopté la costumbre y el gusto por leer sola, guiada por Gabriel García Márquez, Fernando Soto Aparicio, entre otros. Leía todo lo que había en el bifé (hoy, mi tesoro): los textos escolares y literatura de bachillerato de mis primas mayores: Homero, Miguel de Cervantes y Shakespeare; la enciclopedia temática estudiantil Visión, el gran diccionario que compró mi mamá a un señor que pasaba por la vereda el Rodeo, y las revistas que le regalaban mi mamá en el colegio donde trabaja (por ejemplo, alcancé a leer Cambio). El qué más amé fue un libro de ciencias sociales de 5° con todos los presidentes de Colombia y dibujos de la historia, pero mi mamá lo vendió por $1.000 a la chatarra, en mi ausencia. ¡Madre, nunca te lo perdonaré!
Luego pasé al colegio y pude entrar en la biblioteca, fui inconscientemente al género policiaco, Agatha Christie y, por supuesto, Sir Arthur Conan Doyle con Sherlock Holmes; transité por las ciencias forenses, pero sobre todo volví a la historia, aún más la egipcia y la de los dinosaurios. No leía tanto como Matilda a su edad, pero si lo hacía más que mi familia y mis compañeros.
Esta ha sido mi relación con la escritura y la lectura, una relación oscura, dramática pero también muy reconfortante. Oscura porque me sumergí en los asesinos seriales, en los casos sin resolver; dramática por las novelas de suspense como John Katzenbach, y también reconfortante al encontrar en las historias otros mundos imaginarios paralelos al mío, con personajes inigualables como los Aurelianos, Ana Frank y Sherlock Holmes, entre tantos otros, que me hicieron sentir que la vida era más apasionante en los libros.
Ahora mis oportunidades se han abierto, conservo mis libros en el viejo bifet, pero también tengo mi colección privada, algunos comprados por mí, otros por amigos que ya tienen identificados mis gustos, y otros tantos prestados de la universidad y de la biblioteca del pueblo.
Aún tengo las mismas ganas de leer, a pesar de mi trasplante de córnea y otros problemas visuales. Y aunque mi abuelito ya no está para enseñarle, me gusta sentarme a leer en la misma orilla del río.