Nos preguntaban si éramos hermanas: ambas somos morenas y de gustos extravagantes. Recuerdo su mirada severa, que de vez en cuando se ablandaba. A veces, rompía el silencio para comentarme: “Mi mamá nunca me abrazó”, “mi familia no recuerda mi cumpleaños”, “vivo sola aquí en Bogotá desde los 15”.
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Frecuentábamos sitios vegetarianos cuando almorzábamos. Con dificultad, me tragaba el gluten, saboreaba la quinua e intentaba descifrar el nombre del ingrediente exótico que tenía en el plato. Recuerdo pensar, “¿cómo puede alguien comer esto todos los días?”. Mi paladar infantil, amante de las carnes jugosas y los sabores dulces, de alguna forma, logró acostumbrarse al sabor de las verduras y el tofu.
Nuestra amistad se asemejaba a una uva pasa, de esas que vienen con el maní y que yo sin dudarlo dejaría de lado, ¿por qué sería ella la excepción?
Amigos en común la tachaban de amargada: “Debería mejorar su actitud”, decían. Yo estaba de acuerdo, no era fácil convivir con ella.
Un diciembre, me invitó a su casa. Su familia había venido a Bogotá y querían almorzar conmigo. Su mamá me trajo regalos, entre ellos, una manilla.
La recuerdo a ella, sentada en el sofá, ignorando mi presencia. Su mamá había cocinado, me sirvió de primera: “¡Come, come por favor!”. Ella, tras meterse la primera cucharada a la boca, empezó a toser: “¿Qué es esto? ¡sabe a carne!” se quejó. Su mamá sonrió nerviosa y mirándome dijo, “bueno, es que tu amiga no es vegetariana, ¿no?, entonces le puse un poco de sabor a carne a la comida”. A su papá y hermano no pareció importarles, pero ella estaba horrorizada.
Me sentí fatal.
No pasó más de un mes antes de que dejáramos de hablar. Fue una decisión que tomamos en silencio, sin consultarle la una a la otra.
Meses más tarde, organizando mis cosas, me encontré con la manilla que me obsequió su mamá aquel diciembre. Nunca antes la había usado. “Voy a ponérmela, qué más da”, pensé, y como si esta guardara una magia oculta me la encontré ese mismo día, o bueno, fue ella quien me encontró a mí. Para mi sorpresa, se acercó con pasos rápidos y una sonrisa de oreja a oreja.
Algo en ella había cambiado. Me sentí feliz de haberla podido ver por una última vez.
…
“¡Al fin puedo librarme de la comida vegetariana!” celebré cuando dejamos de hablar. No obstante, sigo yendo a los restaurantes donde solíamos almorzar juntas, ¿por qué será?