La calle alejó a Toño de la música. La música le ha dado una segunda oportunidad y Toño arremete contra su timbal para volver a ser, a punta de golpes, el timbalero que alguna vez fue.
Fotos: cortesía de Dairo Cervantes
Toño preparándose para tocar su timbal
Antonio Ortiz fuma un Marlboro Cool y dice que tiene hambre. Son las 4:30 de la tarde y no ha almorzado.
—Me imagino que en el escenario todo eso se olvida.
—No, no creas, eso no se olvida.
Toño habla como camina. Es sereno, imperturbable como un asceta. Está a punto de tocar junto a su orquesta, Son Callejero, en el Festival de Arte Callejero Boroló. Una plazoleta circular del Parque Nacional, en Bogotá, será el escenario de estas viejas leyendas de la música que hoy son habitantes de la calle, y que en esta orquesta han encontrado un atajo para regresar a sus días de gloria. Por eso Toño, que algún día hizo parte de grandes orquestas de salsa y que por sus malas decisiones terminó en la calle y en las drogas, hoy volverá a ser una estrella.
Fuma sin apuro y con las manos en los bolsillos. Afirma que no tiene nervios: “Ya todo está acá”, dice señalando su sien con el índice. Sobre su cabeza no hay mucho pelo: apenas unas canas se asoman. Su barba es aún más tímida, pero alcanzan a verse algunos pelitos blancos en su mentón pronunciado.
Al fin es el turno de Son Callejero. Toño se desajusta su bufanda, saca de una maleta las partes de su timbal y lo arma sobre el escenario.
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Hoy en la voz está Édgar Espinoza, ya ubicado en el centro del escenario. Es la estrella visible de la orquesta. Hizo parte del primer Grupo Niche, junto a Jaime Varela, y luego conformó la Orquesta Internacional Los Niches. Es arreglista, bajista, saxofonista y cantante. Y con el alma canta la canción inmortalizada por Héctor Lavoe: “Y nadie pregunta si sufro o si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo […]. Yo soy el cantante porque lo mío es cantar”.
Al lado de Espinoza está Roberto Echeverría en el bajo. Eche, como lo llaman, es también arreglista: les da música a las letras de las canciones. “Yo soy músico empírico. Aprendí a hacer arreglos de manera autodidacta. ¿Si ha escuchado esa canción que dice: ‘Sobre las olas del barco va’? —canta mientras con las manos imita el movimiento de las olas—. Bueno, en la producción de esa canción trabajé yo”.
Junto a ellos hay músicos que no han sido habitantes de calle, pero que también forman parte de Son Callejero. Y allá atrás está Toño con su timbal. Es el héroe silencioso de la función. Sin él no hay música. Toño levanta los brazos, marca el compás diciendo “un, dos, tres, cua…”, mientras golpea el mismo número de veces sus baquetas y justo al tiempo que flexiona y levanta su pierna izquierda el mismo número de veces. Solo entonces la música empieza. Toño enuncia el conjuro que da vida a Son Callejero.
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La vida musical de Toño empezó en Quibdó hace casi 60 años. Allí nació en 1958. Su inspiración fue su hermano mayor, Víctor Montaño Cuesta, que tocaba la percusión en Los Negros del Ritmo. “Yo lo veía tocar y se me metió en la cabeza que yo también tenía que aprender”. Desde niño se enamoró de la percusión. Y como todo amor, la percusión trajo con ella algunos dolores: “Yo cogía las ollas y las tapas de las ollas y, ¡juemadre!, me ponía a tocar… y esas eran unas pelas que me metía mi mamá porque yo acababa con las ollas”, cuenta entre carcajadas. Se divierte recordando sus travesuras. Su risa es flemática y contagiosa, aunque con cierto aire de solemnidad.
Cuando no hubo más ollas, le compraron un “tamborcito”. Su hermano nunca le enseñó a tocar. Todo lo que Toño aprendió lo hizo viéndolo y escuchándolo. Aún recuerda la primera vez que tocó con una orquesta. Fue un 24 de diciembre con una agrupación llamada Los Kunas. Tenía doce años: “Recuerdo tanto que tocamos hasta las 4:00 de la madrugada y mi mamá estaba ahí cuidándome. Nos pagaron de a un peso a cada uno. Ese peso me duró como una semana”, vuelve a estallar en risas.
Habla lento, pero no aburre. Solo hay que saber picarle la lengua.
—¿Y usted tiene novia? —le pregunto.
—Sí, yo tengo mis amigas por ahí —dice y ríe de nuevo.
Luego intenta recobrar la compostura: “Hay que estar acompañado, la soledad es mala consejera”. Toño siempre quiere que todo esté bajo control. Detesta que su orquesta desafine. Con algo de vergüenza y arrepentimiento cuenta que ha tenido problemas con algunos compañeros por ser muy directo en sus reclamos. A veces los ha corregido en público y todo el mundo se ha dado cuenta. Eche, que conoce a Toño hace casi 35 años y que lo ha acompañado en las buenas y en las malas, dice que lo estima mucho porque es sincero, pero que también “es una persona muy piedrera, muy malgeniado. Pero bueno, así somos todos a la larga”.
Por más ‘amigas’ que tenga Toño, su amada es el timbal: “Si no estoy tocando, me enfermo. Mi timbal es mi novia, mi mujer, mi todo”.
Un timbal tiene dos tambores con armazón de metal, un bloque de madera, una campana y un platillo. Así como Napoleón acompañaba a sus ejércitos con sonido de timbales cuando iban a la guerra, Toño libra sus propias batallas para aferrarse a la vida con su timbal. Dairo Cabrera, el director de Son Callejero, dice que Toño “es un tipo de pocas palabras, pero con el timbal dice todo lo que deja de decir con la boca. Ese es su modo de decir ‘Aquí estoy’”.
René Salas también toca la percusión en Son Callejero y es el encargado de la conga: “Toño es una persona muy humilde, noble y bastante reservada”. Toño es justo con las palabras. No las infla ni las usa para inflarse. Hablando sobre la relación con su instrumento, asegura que él es la extensión de su timbal; es él quien se rinde a los pies del instrumento musical que se lo ha dado todo y que hoy le permite regresar a los días de grandeza.
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Toño se inclina hacia el frente para tocar su timbal. Encoje sus hombros como en un espasmo repentino y con la misma rapidez los suelta. Su torso convulsiona levemente. Parece un niño jugando, pero con la apostura de un experto. Golpea con sus baquetas aquí y allá. Tran, pum, pam. Sus golpes son prolijos y variados: golpea el aro de los tambores, redobla en los parches, golpea la cáscara de metal de los tambores, golpea el bloque de madera, golpea el platillo, a veces golpea el aro y el parche al tiempo.
La sonrisa se le escurre por la boca. Está haciendo lo que mejor sabe hacer. Pero su rostro está tenso. Toño está concentrado. A veces mira su timbal, luego levanta la cara y se fija en sus compañeros, como cerciorándose de que lo estén haciendo bien. Otras veces mira tímidamente a su público. Sus brazos jamás titubean. Se agitan impulsados por una fuerza ingobernable. Parece un escultor cincelando aquí y allá, sacándole a su amada los mejores gemidos, haciéndole parir música a su timbal.
Las baquetas de Toño son puntas de lanza que anuncian los cambios de efectos rítmicos. Por eso antes de un cambio en el ritmo de la canción, Toño levanta su brazo derecho y con el índice estirado agita con suspenso la baqueta, anunciando la descarga musical que se avecina. Y entonces prrraaa prrraaa, Toño redobla y todos empiezan a tocar en un ritmo más acelerado. Los golpes de Toño son los alientos que hacen convulsionar la música de Son Callejero, que la convierten en una masa espesa de sonidos con colores y vida propia.
Toño prefiere el timbal sobre los otros instrumentos de percusión porque, como a una mujer que hay que seducir, el timbal le exige creatividad: “Para tocar el timbal hay que ser muy recursivo. Es más difícil tocar timbal que batería porque son apenas dos tambores y con esos toca hacer todo lo que se hace con una batería, que tiene seis”.
La percusión abarca todo sonido que nace de un golpe o de una agitación. Percutir es dar golpes repetidos. Con un acto de percusión nació el fuego: el chocar de las rocas sacaba las mismas chispas que parece estar a punto de sacarle Toño a su timbal. Es tal la fuerza con que Toño rebota sus baquetas contra el timbal, que las rompe. En medio de una canción arroja las baquetas rotas y toma con velocidad asombrosa otras que ya tenía listas, por si las moscas. Sigue haciendo las travesuras de siempre: antes rompía ollas y hoy quiebra baquetas. Estar en este escenario es, sin dudas, un retorno a la infancia.
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Toño ha estado en tantas orquestas que ya perdió la cuenta. Tocó como músico de planta en el Hotel Intercontinental y en el Tequendama. En Quibdó estuvo en orquestas como La Fantástica y La Auténtica. Y quizá la agrupación más importante en la que participó fue Washington y sus Latinos, en su momento una de las orquestas de salsa más reconocidas de Bogotá.
A la capital llegó el 13 de enero de 1982. Desde entonces no volvió jamás a Quibdó. Toño siempre mira a los ojos mientras habla, pero cuando recuerda mira hacia un lado: “Lo que más triste me tiene es la comida: el pescado, el plátano, el bocachico… aquí en Bogotá pues sí lo hay, pero es muy costoso. Y no hay dinero para comer lo que a mí me gusta. Pero por ahí a veces cuando tocamos y hay buena plata voy y busco comida del pacífico”.
Con el éxito y el dinero llegaron los problemas. La drogadicción alejó a Toño de la música y de su timbal. Le entristece recordar eso. De no ser por sus errores, dice que hoy sería uno de los mejores timbaleros del mundo. En el 2009, Dairo dictaba talleres de música en hogares de paso para habitantes de la calle y encontró a Toño. Lo oyó tocar y le dio la oportunidad que necesitaba para volver al ruedo: “La manera como le pegaba al tambor inmediatamente me hizo saber que este man no era ningún aprendiz, sino que era un tremendo músico”.
Entonces nació Son Callejero. Toño es uno de los pioneros de la orquesta. Llevaba cuatro años sin tocar cuando la vida le dio revancha. Cabrera dice que en lo artístico ya todo está demostrado: los músicos de Son Callejero han vuelto a tocar salsa de primer nivel y han recuperado su calidad de vida. Por eso el propósito de la orquesta no son las grandes giras, sino las campañas de prevención de drogas en niños y adolescentes, para que historias como las de ellos no se repitan.
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Llega el momento del solo de timbal. Toño está a punto de brillar. Da la señal de siempre, la que indica que va a haber cambio de ritmo: levanta su brazo derecho con el dedo índice estirado y, baqueta en mano y hace un movimiento que anuncia la apoteosis. Entonces la magia ocurre. Toño está absorto mirando su timbal. Lo arremete con violencia. Sus baquetas rebotan en las membranas de los tambores y no han acabado de rebotar cuando con la misma fuerza del impulso Toño ya las está estrellando de nuevo. Le sonríe a su timbal mientras el estruendo de sus golpes colma el aire. Su cuerpo se estremece. Sus compañeros voltean verlo y sonríen orgullosos. Toño ha vuelto a ser el gran timbalero que alguna vez fue.
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Hoy viste un blazer azul, unos pantalones negros de paño y unos zapatos también negros de cuero. Le gusta estar bien presentado. Mientras conversa agarra con todos los dedos de su mano la boca del vaso donde está tomando café y empieza a girarlo lentamente. Toño solo arremete contra su timbal. Con el resto del mundo aplica la parsimonia.
Tiene la maña de pasarse la mano izquierda por la ceja, como si estuviera quitándose una telaraña de la cara. Lo hace lento, desliza su dedo con calma. Sin que se le pregunte habla de su más grande inspiración: “Yo admiro mucho a un señor, Orestes Vilató, el mejor timbalero del mundo. Mejor que Tito Puente. Sin él saberlo, gracias a él tengo el nivel que tengo”. Toño dice que aún sigue estudiando, para no desactualizarse. Alguna vez estuvo en Alemania, en el Conservatorio de la Universidad de Colonia. Allí estudió pedagogía musical. Y hasta el día de hoy no ha dejado aprender: “En la música nunca se acaba de estudiar”.
—Y además de la música, ¿qué es lo que más le gusta hacer?
—Mmm… ¡el fútbol! ¡el fútbol! Me encanta ver fútbol.
—¿De qué equipo es hincha?
—De Millonarios. Aunque ahora el equipo está como flojo —dice cabizbajo— Y ¿tú?
—¿Yo? Del América, Toño.
—¡Ayyy, nooo!
Se desparrama en carcajadas con la respuesta. Entonces lo comprendo: Toño camina como habla… Y se ríe como toca su timbal.
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El concierto acaba. El público se deshace en aplausos. Tan pronto acaba la última canción, Toño pega un brinco como de felicidad. Por fin tiene tiempo de mirar bien a sus espectadores: gira la cabeza hacia todas partes y sonríe con pundonor. El espectáculo acaba. Toño agarra su timbal y lo guarda en la maleta.
Dairo Cabrera reparte el dinero que recogieron durante el concierto y le regala una cerveza a cada uno. Entre todos se felicitan. Toño guarda su cerveza para el día siguiente. Son las siete de la noche y debe ir a buscar un lugar en el que pueda dormir. Cada miembro de Son Callejero toma rumbos distintos.
“Tenías razón, cuando estoy ahí tocando mi timbal el resto se me olvida”, dice Toño y empieza a caminar. Se pierde en la noche. A paso lento. Sin apuro. El apuro es solo para hacer el amor con su timbal.