De la serie 'La Generación de la Polarización', estas columnas ofrecen una perspectiva ampliada y renovada sobre lo que significa la política colombiana para los jóvenes. ¿Qué ha significado para usted (nuestros catorce columnistas están entre los 20 y los 25 años) crecer en este ambiente de polarización?. Estas son las respuestas de futuros periodistas, que apuestan por mostrar la realidad de estar divididos desde la opinión. Los retratos que acompañan estas columnas fueron tomados por Juliana Abdala de la clase de Fotoperiodismo.
Yo tendría cuatro años cuando mis padres nos llevaron a mi hermana y a mí a votar con ellos. La cara de mi padre no expresaba mucha emoción, pero la rapidez poco ágil con la que se movía mostraba que algo lo tenía agitado. Yo no entendía por qué no podíamos entrar los niños al puesto de votación, ¿qué había ahí?, ¿era como en los casinos o las discotecas?
Con mi hermana nos quedamos sentados al lado de un árbol siguiendo las órdenes de mi mamá. Nos regañábamos mutuamente cada vez que el otro se ponía de pie y así nos distrajimos hasta que nuestros padres salieron. El afán de mi papá era mucho mayor para irnos. En el carro, no paraba de asombrarse de lo rápido y seguro que había sido todo. Era 2002 y, como supe después, mis padres acababan de votar por Álvaro Uribe en las presidenciales. Acababan de sumarse a los más de cinco millones de colombianos que estaban cansados del país en llamas que les tocó.
Así crecí, frecuentando puestos de votación, pues mis padres consideraban que es tanto un derecho, como un deber elegir a quien nos gobierna: “Si usted no fue a votar y después no le gusta algo, no tiene autoridad moral para criticar”, creo que le escuché decir un día a papá. A mí papá, como a la mayoría de colombianos, no les gustaba la guerra en la que estaban viviendo y terminaron votando por el pirómano disfrazado de bombero.
Mi abuelo paterno vivía en Sahagún, en Córdoba y siempre lo veíamos una o dos veces al año porque llegar allí desde Medellín era toda una odisea. Cuando nos mudamos a Barranquilla, a mis seis años, Sahagún era el destino de cada puente. A pesar de la cercanía, solo podíamos tomar la carretera a determinadas horas porque la cerraban y en cada paseo, azuzado por la curiosidad que me daba mi corta edad: ¿por qué cierran la carretera, le pertenece a alguien?, ¿por qué no podemos pasar si queremos llegar a nuestra casa?, ¿qué son los Montes de María?
De la nada hubo un día que pudimos ir a Sahagún en la noche. Nadie sabía explicarme por qué ya no cerraban la carretera. Ahora viajábamos los viernes y nos quedábamos todo el fin de semana. La salud de mi abuelo —que ya estaba delicada— agravó y pudimos estar con él por los días que murió. Pudimos ir a su entierro. Fui creciendo y vi apenas natural que mis padres votaran por Uribe en el 2006, ¿quién más si no él debía ser el presidente? Lo que me parecía extraño era que mis padres tenían menos afán para votar y su cara no mostraba agitación.
Llegué a Bogotá a los 11 años y me encontré en bachillerato con un profesor que criticaba a Uribe. Yo intentaba discutirle, pero él hablaba de masacres y de paramilitares, cosas que yo había visto en la televisión, pero de las que no sabía mayor cosa. Mis argumentos, en cambio, era los que mi papá repetía una y otra vez: “ahora podemos salir en carretera” o “la inversión extranjera ha aumentado considerablemente”.
Un día le pregunté a mi papá cuál era la diferencia entre guerrilla y paramilitares y me dijo que los segundos nacieron para protegerse de los primeros. Me contó algo sobre las ‘Convivir’. Me dijo que una tía que se había ido a Canadá lo hizo porque le estaban pidiendo mucha plata por cuidarle la tienda que tenía en el barrio. Me dijo que las Convivir eran una gran idea, pero se salieron de control y menos mal ya había un proceso de paz.
Cuando llegaron las elecciones de 2010 en el Colegio organizaron un debate y yo estaba convencido de que el presidente debía ser Mockus. La operación ‘Jaque’ estaba muy reciente y no era muy claro el grado de responsabilidad de Juan Manuel Santos en la invasión a territorio ecuatoriano. Mi argumento, a los 12 años, era que “por seguridad jurídica” debíamos elegir a un presidente sin investigaciones abiertas. Mi madre quería votar por Noemí y mi papá por Vargas Lleras, pero la acogida que tenía Santos los abrumó y se dejaron llevar.
Empezaron las negociaciones con las FARC y yo no dejaba de escuchar cómo todo no podía ser “perdón y olvido, como con el M-19”. Leí sobre este movimiento y entendí, como diría Freud, que los padres mienten. No lo hacen porque quieran, sino porque están intentando explicar el mundo desde lo que para ellos es cierto. Entendí que el M-19, el EPL, las FARC y el ELN sí tenían ideas. Entendí que nos cerraban la carretera hacia Sahagún porque en todo el medio estaban matando gente. Mucha gente.
Fue así como intenté persuadir a mi papá de que no votara por Zuluaga en el 2014. Intenté explicarle que los paramilitares no eran una buena estrategia de seguridad, que el proceso con las FARC tenía todas las garantías, que era mejor para la inversión extranjera una imagen de continuidad. No lo logré, pero su voto tampoco valió mucho.
Este año, estando todos en la casa habilitados para votar, mi padre nos sentó a la mesa. Dijo que en toda su vida nunca había visto al país tan dividido, que fuéramos conscientes de la decisión que íbamos a tomar, que él sabía de mis ‘inclinaciones’, pero que algo más grande estaba en juego. Le conté por quién iba e intentó persuadirme.
Días después, a una semana de las presidenciales, entre un par de tragos dijo: “el país está tan polarizado, que yo estoy peleando con mi propio hijo por política”. En esta ocasión su candidato ganó y el mío perdió, pero seguimos discutiendo con cada nombramiento y cada declaración. Estamos en orillas separadas y, aunque lo intentamos, no podemos anteponer lo que nos une a lo que nos separa.
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