En este relato se pretende ilustrar un recorrido realizado por algunos lugares de la ciudad de Bogotá. Este recorrido, realizado por la autora de día, y por el autor de los textos de noche, relata visiones diferentes de una misma ciudad. Busca de esta manera construir una narrativa de la ciudad, a partir de la visión de dos jóvenes (Michael Benítez y Arianna Ramírez) que se contraponen en opiniones a partir de sus experiencias sobre lo que en su vida se ha catalogado como el centro de Bogotá en la actualidad. Los lugares que se abordan principalmente son: la calle 19, Las Nieves y El Parque de la Independencia.
Llegamos en Transmi hasta la Jiménez, compramos algunas baratijas. Abro el libro. Veo el itinerario en mi cabeza: la 19, las Nieves, el Parque de la Independencia y, finalmente, el Planetario. “Bajando por la 19 con 19 horas”, me dice el libro. A esta hora no hay niños corriendo ni familias vitrineando, como cualquier domingo, con la penumbra en ciernes la 19, parece un mundo distinto de “carros que patinan en el asfalto encharcado de alcohol”.
Uno en el que la luz del sol ha sido reemplazada por la vaga luz de las farolas bajo la cual “3 amigos se resisten a que termine la farra, y si de retardantes se trata, para retener el mareo y las erupciones de vómito con zanahorias jamás comidas, no hay nada mejor que hacer las paces con el perico” o el Old John, que se les nota en los ojos. Bogotrash: como el nombre del libro.
Bogotá es una ciudad gris, sucia y desordenada, me dice Michael Benítez, autor del libro. Hay tantas cosas en el piso, se vende de todo: ropa usada, baratijas, libros que pueden ser joyas o que pueden terminar balanceando mesas. Todo esto, más la indiferencia de sus habitantes, crea una suerte de sentimiento de extrañeza. La extraña pertenencia: como de volver al lugar donde siempre debí estar. La capital en la noche cambia, la ciudad está viva, como una puta que se pone bonita para irse a trabajar: Bogotá en la oscuridad es una ciudad de piernas abiertas. Es una ciudad de puertas abiertas, pero nosotros nos enfrascamos en cerrarlas. Me gusta porque tiene cierta sensación de peligro y en cada esquina se puede encontrar la vida misma, la realidad que no me contaron, en la que han intentado “cuidarme” de la muerte o el amor de la vida.
Esas mismas calles que recorrieran en las noches tres borrachos al borde del trasboco, ahora las recorro yo. Y es como si siguiera sus pasos: “Compran un trago en Las Nieves” y yo, nosotros, nos tomamos fotos al frente de la iglesia y “al lado del hotel donde Luis Ospina grabó Soplo de vida”.
Hay contrastes de colores, la iglesia, por ejemplo, se me hace muy colorida, no había visto esta parte del centro tan detalladamente y la imaginaba triste y gris. En realidad, nunca había visto nada del centro detalladamente, pero hora que lo hago, en vez de gris pienso en ella en tonos de beige. Yo creo, que cuando lo que te han enseñado de tu ciudad es sólo miedo, eso es lo único que ves. Hoy, que el miedo no me nubla, veo mi ciudad perfectamente: encuentro que en la esquina más al norte alguien está dibujando a Jaime Garzón en una cartulina que probablemente colgará en un hueco a lado de donde tiene a Petro y a alguna actriz estadounidense que todos saben quién es menos yo.
Alguien está almorzando sobre los pies de la estatua del sabio Francisco José de Caldas porque por ahí no hay mesas para almorzar y pienso que es mejor que sirva para eso ¿no? Se debe cansar de que solo la contemplen. ¡Denle uso!
Yo crecí en el norte, con mi familia casi nunca vinimos al centro o a otras partes de la ciudad que no estuvieran entre la 170 y la 85. Y si vinimos, fue rápidamente, consiguiendo lo que necesitábamos para luego salir corriendo. Mientras que Benítez ha vivido sobre todo en las zonas periféricas, al sur, donde la población tiene muchas costumbres campesinas y los niños cuando juegan pueden elegir para divertirse entre un balón de microfútbol o un ‘carrazo’ de basuco. Una Bogotá distinta para cada uno.
Bogotá son mil ciudades en una (…) Hay unos fragmentos de ella muy ocultos, a veces me siento un mensajero que devela esas partes —que no son sólo marginalidad, violencia e ignorancia, sino que tienen una belleza y una magia que hay que atreverse a ver— a mis lectores: los grafitis, el olor a tinto de las tienditas y palitos de queso más grandes que mi brazo; el olor a gente que compra, y a gente que vende, y el murmullo de los turistas confundidos hablando inglés. Bogotá para mí aún es una ciudad desconocida, me gusta abordarla sin prejuicios. Para mí es requeté desconocida y la narro es desde la nostalgia que me producen estas calles que no he recorrido y estos lugares que no he visitado, pero que yo sé que mis padres, mis abuelos y mis tatarabuelos han vivido.
No puedo verla en blanco y negro y sé que todo juicio de valor es circunstancial. Mi hogar queda donde pueda tomarme tranquilamente un trago barato en la compañía de un pájaro copetón.
¿Qué es la literatura para el relato de las ciudades? Sólo sé que la narrativa, muchas veces, te da un testimonio más “veraz” del mundo que muchos otros discursos, sin tener —claro— esta pretensión. No es lo mismo leer un libro de historia, que recorrerla a pie. Y que tal vez la Historia y la Memoria son también relatos ficcionados de la realidad (…) Existen varias burbujas y la literatura es, muchas veces, una de ellas.
"Y otra vez al Planetario, como lunas ebrias dando vueltas en el centro de la ciudad. Sacan una guitarra, de un estuche negro y remendado, donde soñaba con la noche.” En la esquina alguien canta y en la mitad de la cuadra venden radios que suenan con música de Navidad. Quien me acompaña canta un poco, él, como el resto, no puede evitar moverse un poco cuando escucha estas canciones. Tan instauradas las tenemos desde la infancia. “Uno, dos, tres cigarrillos: porque cualquier gota de alcohol es suficiente para sumergir el acelerador de las ganas de fumar y que falte todo menos el humo en los pulmones.” O las gotas de lluvia que ya comienzan a correr bajo las nubes negras que se le plantaron de frente al cielo.
Con sombrilla en mano caminamos sintiendo el frío que nos recuerda que, si bien viajamos, aún seguimos en esta ciudad. “Dios se une a ellos por largos hilos de alcohol que bajan del cielo: se ríen, gritan, se suben en las estatuas del parque La independencia, las orinan, se toman fotos degollando con un bisturí a nuestros fríos héroes” mientras nosotros nos sentamos al lado de una de sus estatuas, para hablarnos lento el uno al otro. Cuando el hambre nos gana, cantan:
“Dancemos ebrios
a la orilla de la muerte
donde se ahogan nuestros prejuicios
al lado de colillas
de cigarrillos.
Dancemos ebrios
—y libres—
sobre botellas vacías
en un mar del alcohol.”
Y nos vamos caminando por la 7ma al norte para buscar dónde almorzar. “Uno de los 3” o de los cinco “—cualquiera, escoja usted— saca de sus bolsillos una manotada de cacaos sabaneros: quieren sumergir sus neuronas en el jacuzzi inconsciente de la escopolamina”. Y yo abro un paquete de Manimotos que compramos por el camino y los bajamos con la cerveza que aún nos queda. “Aquí, en Bogotá, se consiguen en cualquier potrero, o a precio de morita en cualquier olla. Se comen de a 1, 2, 3, 4, 5, 3, 6, 9… un perro caliente les ladra desde el carrito, un avión les caga encima: qué buena suerte tienen. Las estrellas, con dientes cariosos, les dicen que todo está bien, sigue tu camino y no te detengas amigo…" Nos despedimos del centro, almorzamos y luego bajamos al Transmilenio mientras cerramos el libro.
“Aquí, en este espacio, hay una pequeña laguna, báñese usted en ella.”
Agradecimientos: A Camilo y Michael, que me acompañaron en este recorrido y que se recorrerán más de esta ciudad junto a mí, o eso espero…
…y claro, no falta el ¡hijueputa!