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Tyla Kellogg Gleiser // tkellogg@javeriana.edu.co

[Diario de cuarentena] El lugar menos indicado


Cómo hemos vivido los días de encierro? Estudiantes de la clase de ‘periodismo digital’ narran un día de sus vidas tras la llegada del nuevo coronavirus a Colombia.

FOTO: Mi abuela me hace querer llegar a ser abuela. Tomada por Tyla Kellogg.

Ya no recuerdo en qué día comenzó todo esto. La situación se parece a esas películas raras que no tienen un orden lógico y que uno no comprende, pero no puede dejar de ver. Algo así como Pulp Fiction o Once Upon A Time In Hollywood. Las noticias fueron pasando pero nada nos indicó que todo había cambiado. Aunque sí hay una fecha que ha estado rondando en mi cabeza: el 16 de marzo, unos días antes del comienzo oficial de la cuarentena. Ese día fue un lunes rarísimo en el que entendí la magnitud del coronavirus y de lo que vendría para todos.

Mi abuela tenía un examen médico en la clínica Santa Fe, en el norte de Bogotá, y necesitaba que alguien la acompañara. Hoy pienso en que cuando se montó al carro estábamos muy tranquilas porque sentíamos que hacía parte de la cotidianidad en la que íbamos a un hospital, ignorando que lo hacíamos en medio de una pandemia. Llevamos un tarrito de antibacterial Purell para desinfectarnos las manos cada tanto.

Cuando llegamos a la clínica, el ambiente era extraño. La gente se miraba con miedo y caminaban lejos unos de otros. Creo que nunca podré sacarme de la cabeza la cara que hizo una señora al ver dos hombres de origen asiático. Se veía cómo los señalaba solo con la mirada. Me indignó tanto ese juzgamiento premeditado, creo que nunca voy a terminar de entender ese sentimiento de odio.

Seguimos caminando y llegamos a la sala de imágenes diagnósticas y, después de tomar el turno, nos sentamos en dos sillas un poco alejadas de las demás personas. Unos minutos después, mi abuela me miró con mucha preocupación y me dijo: “Es chistoso estar en un hospital con el coronavirus por ahí, ¿no? Bueno, chistoso no. Es miedoso. Dame un poco de Purell”.

Mi abuela me pidió antibacterial cinco minutos después de haberse lavado las manos. Ahí lo entendí todo. Ella y yo, como cualquier otro, queríamos evitar contagiarnos de un ‘bichito’ que aterraba al mundo. Pero, ¿en dónde estábamos? En una clínica llena de gente enferma y médicos y enfermeras que deben convivir con millones de gérmenes. Comencé a impacientarme un poco y sentí miedo de que alguien estornudara o tosiera. Hoy que lo pienso, ese día cambió todo en la forma en que me sentía sobre mi entorno.

Un rato después, una secretaria ingresó a mi abuela y yo me quedé sola. Mientras esperaba, miraba para todas partes porque quería asegurarme de estar a una distancia prudente de las demás personas. Pero el pánico ya estaba en mi cabeza. Se me acercó una señora a preguntarme la hora y me asusté. Quería que mi abuela saliera para volver a casa. Fue una espera muy angustiante. Era extraño pensar que, de un día para otro, no me sienta segura en un hospital, o cualquier otro lugar. Aunque solo pasaron 25 minutos, sentí que esperé dos largas horas. Apenas mi abuela salió, le di más antibacterial y nos fuimos.

La dejé en su casa y, sin pensar que era la última vez que la iba a ver en días, me despedí como siempre, aunque le dije que se cambiara de ropa y se lavara bien las manos. Llegué a mi casa, eché a lavar la ropa y me desinfecté las manos y la cara. Cuando me cambié, me sentí segura. Si mal no estoy, fue el último día que salí de mi casa. Qué lástima que gasté el último momento de normalidad asustada en una clínica.

 

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