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Laura Natalia Bohórquez //

En línea


¿Cómo es vivir un funeral a través de la pantalla de un computador? Laura Bohórquez nos cuenta su experiencia y reflexiona sobre lo extraño que es asistir a una ceremonia de este tipo en la virtualidad.

FOTO: Imagen de Jeyaratnam Caniceus en Pixabay.

Me pongo una camisa negra, un pantalón ajustado y sigo en sandalias. Arreglo mi cabello, retoco mi maquillaje y prendo la cámara de mi pantalla. Oigo a mi tía preguntando por el almuerzo, a mi primo gritando que el precio del papel higiénico había subido y a una voz que no reconozco, preguntando si el lulo se había acabado. La cámara se prende y la escena es impactante; a pesar de ello, la gente no callaba. El respeto era equivalente a cero.

Cuando veo el ataúd, pienso en la ironía de la situación. La gente dice que solo nos reencontramos con quienes más queremos en bodas y funerales, ya que son algunos de los eventos más concurridos en la vida del ser humano, pero esta vez lo único que se ve es un sacerdote con tapabocas, el ataúd a más de tres metros de distancia y unas velas alrededor. Llevaba guantes de látex. Abrió la Biblia con un cuidado casi celestial. Era la primera vez que veía que trataban con cuidado aquel libro.

Ahora, el olor del incienso en la sala es una ilusión, el último adiós solo lo pudimos hacer gracias a una conexión a Internet y el duelo se hace en línea. ¿Cuándo en la vida, nos imaginaríamos estar velando a un muerto vía Skype?

A pesar de que velamos a nuestros muertos y lloramos por un aliento que ya no existe, siempre encontraremos la calidez de nuestros seres queridos dándonos consuelo y apapachándonos momentáneamente en los momentos más difíciles, dando tranquilidad que probablemente dure lo mismo que el recuerdo del muerto, pues en este momento nos importa más cuánto vale el papel higiénico. Ahora, el único calor que recibo es del cargador del computador sobre mis piernas y la mayor cercanía que puedo tener con mi familia son unos cuantos pixeles que buscan recrear sus rostros y expresiones vacías.

FOTO: Imagen de My pictures are CC0. When doing composings: en Pixabay

El papá de mi tío había muerto hace unos días en Ibagué, por una enfermedad respiratoria que le había empeorado una ‘gripita’ que le pasaría –dijeron los médicos–. Pero al no haber sido el famoso COVID-19, le quitaron la corona de estar en la UCI y lo mandaron para la casa con una bala de oxígeno y un medidor de pulso, como ese que suena pipipi y muestra una línea de vida.

El tiempo con nosotros no fue tan largo como nos hubiese gustado, pero eso sí, su humor siempre fue implacable y hasta el último momento nos mostró que a pesar de depender de una máquina, la vida tenía todo el sentido del mundo.

El 26 de marzo el sonido del medidor del pulso del corazón cambió por el de una videollamada entrante desde una sala fúnebre en el Tolima, la cual nos conectaría a primos, tíos y amigos desde la distancia. Una distancia que se siente cada vez más lejana, a pesar de creer que la tecnología supuestamente podría unirnos aún más.

Cuando finaliza la ceremonia, el padre se despide y apaga la cámara. Como no sabemos qué tenía nuestro viejito, nadie pudo acompañarlo en sala de la funeraria y los Olivos se encargó hasta del último detalle. ¿Quién diría que una persona tan querida, moriría tan sola? Cuando la pantalla queda en negro, todos quedamos en un silencio tan sepulcral que hasta a un muerto le podría incomodar. Era uno de esos silencios que te decía: “¿Y ahora qué hacemos?”, hasta que uno de los hijos del finado comenzó a reír sin control: “No lo mató la pandemia, ¿sino un resfriado que le contagió mi vieja?” todos nos reímos. Reímos hasta llorar y no solo de la pena al final, sino por la situación tan aberrante en la que estábamos.

Es curioso y aún no nos explicamos por qué nos parece tan graciosa la situación. Tal vez porque todo se ve tan lejano. Estamos viviendo una realidad a través de una pantalla. Literalmente. ¡Habíamos vivido un funeral en línea! En estos tiempos, vivimos y morimos en línea.

 

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