Por: Óscar Eduardo Roa Moya // Jefe de enfermería - Hospital Universitario San Ignacio HUSI
Esta es la reflexión de un enfermero recién graduado que, ejerciendo su primer trabajo en el Hospital San Ignacio, fue asignado a la llamada “área dorada”. Este es el nombre de la zona de aislamiento de pacientes positivos para SARS-CoV-2, desde donde, como jefe de enfermería, ha intentado pensar mientras le gana la batalla al coronavirus.
Cuando llegué mi primer día de trabajo, sentí miedo, manifestado en un mar de pensamientos y preguntas —lo que en psiquiatría se conoce como taquipsiquia—. ¿Y si me contagio?, ¿si me convierto en la próxima víctima?, ¿si muero a causa de este asesino microscópico?, ¿si llevo el virus a mi casa y lo transmito a mi familia, en especial a mi abuelo, que, con sus ochenta años, es a la vez frágil como el cristal y fuerte como el roble? Sentía que jamás me lo perdonaría.
En realidad, no tenía otra opción. Era el momento de responsabilizarme de mi casa, y esto implicaba solventar todos los gastos de la familia, pues mi madre estaba desempleada a causa de la pandemia. Entonces, cada día me acostumbraba más al nuevo protocolo de atención a estos pacientes: al uniforme quirúrgico, las monogafas, la máscara con filtros, el tapabocas N95, el visor y la bata antifluido... Y de nuevo volvía a recorrer aquel pasillo de mis prácticas de medicina interna, realizadas en mi cuarto semestre de Enfermería en la Pontificia Universidad Javeriana.
Aunque la asignatura de Salud Pública me había acercado teóricamente a las pandemias, jamás imagine estrenar mi profesión durante este acontecimiento que ha marcado la historia. Y confieso que aún soy muy consciente de mi respiración en busca de algún dolor en mi pecho; aún mido constantemente mi temperatura; aún lavo las manos un sinfín de veces. Además, el tapabocas se ha convertido en una prenda más, pues lo cierto es que cualquier fecha del calendario puede ser el día cero de un contagio.
He sido testigo de momentos dolorosos, como la partida de muchos pacientes; he visto rodar lágrimas en rostros de hijos que han quedado huérfanos y ahora lloran a sus padres. He conocido a hijos que han perdido la batalla contra este diminuto malhechor, cuyos padres esperaban ser sepultados por ellos; a nietos que lloran a sus abuelos, y viceversa. El virus ha puesto al mundo al revés.
En esta segunda ola de contagios, me invadió la sensación del dejà-vú. En repetidas ocasiones he preparado infusiones de morfina, un potente medicamento derivado del opio y utilizado de forma terapéutica para paliar la enfermedad y ofrecer una muerte digna a todas las víctimas del coronavirus. A pesar de la repetida sensación de muerte, es a ellos a quien rindo homenaje en la memoria y a quienes ofrezco honrar luchando hasta el final.
He sentido impotencia, pues aún no me acostumbro a ver morir a mis pacientes, cuyos seres queridos han guardado una pizca de esperanza en sus corazones, deseando verlos regresar pese a las críticas condiciones en las que se encuentran. También he llorado en silencio, pues intento ponerme en los agobiantes zapatos de los cuidadores de los pacientes, quienes además de ser huéspedes del coronavirus sobrellevan los dolores físicos del cáncer y otras tantas enfermedades.
Cada noche de servicio parecía que la muerte danzaba de habitación en habitación y las pérdidas humanas aumentaban. Y lo cierto es que nadie está exento de morir, sea joven o anciano, por un virus o cualquier otra enfermedad: somos simples mortales y temporales. Nuestra vida es tan solo un instante en un tiempo que pareciera infinito. Somos microbios en la gran piscina bacteriana y universal.
A través de estas experiencias, interioricé la muerte como un acto humano, no solo desde una perspectiva biológica, sino también desde una dimensión ética. Lo anterior sobre todo cuando gran parte de los adultos mayores afectados por el COVID-19 no se benefician de las maniobras de reanimación, pues muchos padecen enfermedades crónicas, y si lo hacen están en la posición final de una lista que podría no tener fin dado el volumen de pacientes. Entonces vuelvo a recordar a mi amado y honroso Pío Quinto: mi abuelo campesino que lucha aún para adaptarse a este mar de cemento llamado Bogotá, tras verse obligado a abandonar su esmeraldero campo boyacense.
Por todo lo anterior he querido consignar mis memorias en tiempos de pandemia; de no hacerlo, me habría ahogado en un flujo de pensamientos. He descubierto que hacer memoria es uno de los aprendizajes más significativos que me ha dejado este acontecimiento que ha afectado a todos, sin importar la religión, la nacionalidad, la posición socioeconómica o el color de la piel. Solo hay una raza, frágil y vulnerable: la humana.
Definitivamente, este tiempo ha sido de lindos aprendizajes. La pandemia nos invita a replantear nuestra existencia respecto a la convivencia familiar y humana concedida por el universo; a regresar a la compasión hacia los otros que nos necesitan; a encontrar el amor en hechos,, y no en palabras, y, por supuesto, a abrazar a nuestra Madre Tierra, que nos enseña y recuerda nuestra pequeñez en este globo que destruimos cada día no solo con nuestros actos, sino con la palabra mencionada.
El tiempo es ese invento humano cuyos minutos contienen un abanico de posibilidades para demostrar el amor, el afecto y la compañía hacia los que amamos y acompañamos, con quienes compartimos la vida. Estamos diseñados para vivir en cercanía con el otro, y no en la individualidad, aunque hoy la soledad, la competencia que suprime al otro en el egoísmo humano, sea tendencia.
La actual peste demuestra cómo el tiempo no se adapta a nosotros, sino que somos nosotros quienes debemos adaptarnos y aprender a experimentar el tiempo en su plenitud y lentitud, asumiendo su afán ansioso. Demuestra también la necesidad del encuentro con nosotros mismos mediante la exploración de nuestra intimidad, para reencontrar nuestro sentido de vida y movilizarlo hacia afuera, de la mano del otro cercano. Mientras las fronteras y el movimiento de las sociedades se paralizaron, el aislamiento social refrescó, de alguna manera, la cotidianidad, transformando de paso nuestros destinos.
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