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Rembert y la vida

Por: Germán Danilo González Carvajal // Periodismo cultural


En la casa de cualquier persona es posible encontrar una planta, no importa si es una pequeña suculenta, un resistente cactus o unos blancos cartuchos. En esta nota ligera, Germán González retrata la vida de Rembert, un pino ciprés que ha cuidado desde hace años y hoy todavía lo acompaña.

FOTO: Imagen de TanteTati en Pixabay

Las ventanas son como cuadros colgados en la pared que pueden cambiar con el tiempo. Sin embargo, parece que ciertos elementos en su composición fueran inamovibles. Así es Rembert, un joven pino ciprés que posa en el antejardín de mi casa y se roba las miradas de más de un curioso. Lo compramos en un vivero al occidente de la ciudad. Era el pino más pequeño que había en el lugar y al igual que sus compañeros de especie, tenía un color verde intenso que con la luz del sol tomaba matices amarillentos.


Rembert estaba destinado a llamar la atención, pues el motivo por el cual lo buscamos era encontrar una planta que ocupara justo el centro del pequeño jardín de la casa donde vivía antes. El ciprés era la cereza del pastel. Todos habíamos estado trabajando en el jardín, que para entonces ya tenía un cerco de arbustos verde amarillos llamados comúnmente boneteros enanos. En los extremos, la monotonía cromática la rompían unas hermosas begonias rojas que por vicisitudes de la inexperiencia en botánica nunca murieron, pero tampoco progresaron.

Tras unos minutos de excavación, hice el hueco ideal para que el árbol pudiera sostenerse solo. Lo plantamos durante la noche, con el ansia de verlo expuesto al sol mañanero del día siguiente. Los resultados fueron muy satisfactorios y algunos vecinos y familiares comentaron que el nuevo pino que yacía en el jardín lucía bastante bien. Sin embargo, el toque final fue llenar la totalidad del jardín con piedritas blancas de río. El contraste variopinto de colores fue un éxito y Rembert hacía honor a su nombre, que habíamos puesto jocosamente y sin mucha discusión porque para el momento el protagonista de una novela de turno tenía un amigo fiel, leal e incondicional con ese mismo nombre.


Poco más de año y medio después mi familia y yo teníamos entre planes mudarnos de aquella casa en la que pusimos tanto empeño en su jardín. Tras varios meses de lidiar con un pino que había que cuidar de los excesos de agua, sol y viento, lucía mejor que nunca. Estaba dispuesto a llevarlo conmigo a mi nuevo hogar, aunque no contaba con otra de las vicisitudes de la botánica y la naturaleza: Rembert era la morada de una pareja de pichones que habían construido un nido justo en el corazón de sus pequeñas, pero frondosas ramas.

No había manera de desplantarlo sin afectar a los pichones. Así que esperamos y a diario revisamos el árbol hasta que un día los pichones no regresaron. Por fortuna, esto se dio el último día de nuestra mudanza. Tomé una pala y con cuidado formé un círculo profundo alrededor del árbol para poder sacarlo sin dañar sus ramas ni raíces. Rembert se llevó parte de la tierra que lo ayudó a crecer durante más de año y medio. Coloqué papel periódico en el tapete del asiento del copiloto del carro y el pino apenas cabía. En su nuevo hogar, lo plantamos en una matera acorde con su tamaño y lo abonamos. El árbol se adaptó sin problemas.


Hoy en día Rembert está en el garaje, ubicado cuidadosamente al borde de la reja que da hacia el exterior para que reciba el sol de las mañanas. Cada vez que cualquier persona se ubica en la sala, en el comedor o incluso en el patio trasero de la casa, es posible apreciar el pino posando tras el cristal de la ventana. Este ciprés se pavonea entre otro puñado de plantitas cuidadosamente ubicadas a su alrededor en sus respectivas materas. Incluso, en la base de su tronco, la tierra está adornada con algunas de las piedrillas blancas que alguna vez lo acompañaron en su primer hogar. Además, una matera diminuta en forma de Groot –el personaje de la película Guardianes de la Galaxia–, descansa bajo la sombra de Rembert con una plantita saliendo de su cabeza.


Rembert ya hace parte del paisaje. Incluso, es costumbre sentarse a tomar café o cerveza en una silla de madera pulida y marcos de acero que colocamos justo en frente de él, como si quisiéramos que cualquier vistazo hacia la calle estuviera interpelado por la silueta de un pino pequeño que se ha adaptado a los cambios tanto como nosotros. Lo observo, está dentro de una matera, luce pesado por la tierra que lo sostiene, inamovible, como si quisiera seguir siendo parte de la instantánea que se forma en la ventana de la sala de mi casa. Rembert necesita agua.

 

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