Por: Daniel Restrepo // Periodismo digital
Todos saben que en las noches salen a trabajar muchos recicladores en las calles del norte de Bogotá. Pero lo que muchos ignoran, sobre todo en aquellas zonas pudientes, son las condiciones precarias y difíciles que enfrentan estos hombres y mujeres. Esta es la historia de Andrés Páez, un caminante del reciclaje que carga con un gran peso.
Andrés Páez no solo carga con 60 años de edad, sino también con más de 300 kilos en su carretilla. Por más de 40 años se ha dedicado a este oficio, que le ha implicado caminar miles de kilómetros. Este hombre que recoge materiales reciclables en el norte de Bogotá, padre de tres hijos, siente hoy que se le acaban las fuerzas: no cesan las cajas de cartón, las botellas, las hojas de papel, el plástico y las baratijas metálicas. Pareciera que todo le va a caer encima.
Lo que más lo agobia no es esa carga que vende por pesaje en las bodegas del barrio Prado, abajo de la autopista norte, sino esos otros pesos invisibles que no van atados a su carreta. Por ejemplo: la envidia, pues hace unas semanas fue amenazado solo porque los comerciantes le regalan las cajas de cartón, y la pensión, tan esquiva y lejana (dice que llegó a esta edad sin tener un futuro seguro).
Pero existe otro temor: el futuro de sus hijos, preocupación mayor debido a que su mujer murió hace algunos meses. Según él, lo único que les ha podido dar es el legado del reciclaje: “Un caminar sin rumbo”, como él lo llama. Sueña para sus hijos un mundo lejos del reciclaje —del peligro que los acecha, del hambre y el frío durante las noches—; quiere para ellos un mundo diferente. Pero ¿cómo poder lograrlo?
El kilo de cartón se lo pagan a 300 pesos, y por cada guacal de madera que lleva a las bodegas de acopio son 200 (lo que vale una caja de chicles). Al día logra obtener entre 10.000 y 15.000 pesos, de los cuales 3.500 para el almuerzo y otro tanto, para el ayudante que se consiguió después de la amenaza. Lo que le sobra, cuando le sobra, lo usa para pagar el sustento de su casa.
Este hombre no se queja. Al contrario, sonríe y dice con orgullo: “Aunque es un trabajo duro, gracias a este ha logrado sobrevivir con mis hijos”. Su hija, Andrea, es quien vende los tintos, el pan y los huevos a los recicladores que van llegando en la noche a la 127 con autopista para clasificar los materiales recogidos durante el día. Su hijo Fredy trabaja en las mañanas en una panadería en el sur de la ciudad, y en las tardes recorre con su carretilla las calles del norte. En las noches también llega al puente de la 127, donde se encuentra con Andrés.
Cuando le pregunto si sus hijos le ayudan, él responde: “Antes yo les ayudo a ellos. Es que cada uno anda en lo suyo”. Entonces Andrés mira unos empaques de lociones que consiguió hoy y que, según él, son lo que mejor vende; si los empaques son finos costarían entre 10.000 y 20.000 pesos cada uno.
Andrés continúa separando los materiales que recolectó durante la tarde, y en un momento dice: “Estoy cansado, haré una pausa porque no aguanto el dolor en la pierna”. Me comentó que días antes una moto lo había atropellado y tenía una lesión. Descansó unos pocos minutos, se levantó y de nuevo empezó a trabajar: “Esa es la vida que me tocó, no puedo descansar. Esa platica me hace falta”.
Este hombre de piel morena, estatura baja, ropa sucia y manos fuertes y cortadas que dejan ver los 40 años en el oficio trabaja incansablemente bajo la luz de la luna y los primeros rayos del amanecer. Su jornada laboral comienza alrededor de las cuatro de la tarde en un parqueadero donde recoge su carretilla, y desde allí se dirige hacia los barrios del norte de la capital. Después de caminar muchos kilómetros, de recoger los materiales reciclables que la gente arroja a las basuras, se dirige hacia al puente de la 127 con autopista norte, para empezar, a las diez de la noche, a clasificar los materiales recolectados durante la jornada.
“Termino de separar los materiales hacia las dos de la mañana; saco unos cartones y cobijas, y me armo mi cambuche para dormir dos horas mientras llega la policía a levantarnos y a movernos”, relata mientras mira a su hija vender los tintos y panes debajo del puente. A las cuatro de la mañana inicia su camino rumbo a las bodegas del barrio Prado; allí diferentes comerciantes le compran sus “cositas” y así ya puede volver a casa a dormir por unas horas. Luego empezará otra vez con su rutina.
“Al inicio fue difícil, pero le cogí el tiro. Estoy muy agradecido con este trabajo. Después de terminar la jornada diaria le doy gracias a Dios por cuidarme”, dice Andrés. Hoy en día todo es más difícil, pues a todas estas dificultades se le suma lo que es trabajar en una pandemia: “Es muy duro; todo lo que está pasando es muy duro. Para nosotros es difícil porque se nos están llevando todo el material de trabajo y la gente no se acerca fácilmente a nosotros. [...] La policía no nos está dejando trabajar por temas del covid, y la alcaldía no nos ha hecho seguimiento. Nos toca cuidarnos, y cuando llegamos a casa, quitarnos la ropa. Nos bañamos y desinfectamos”.
De camino a las bodegas, nos revela las cosas asombrosas que se ha encontrado durante sus 40 años como reciclador. Lo que más le impactó fue ver a un recién nacido en un bote de basura: “Era un monito de ojos verdes. Llamé a la Policía para que viniera por él. No me lo podía creer”. Y antes de entrar a la bodega, desea mostrarnos algo. En lo que sería el parqueadero hay una huerta, allí justo en el barrio Prado. Crecían maíz y papa, y había un cultivo de abono para las flores que estaban empezando a nacer. Cinco gallinas ponedoras de huevos caminaban tranquilas. Había, además, una especie de fogata donde algunos habitantes de calle o recicladores como Andrés van a cocinar y a pasar las noches de vez en cuando.
La bodega era oscura, pero espaciosa, y estaba atiborrada de residuos: papel, cartón, vidrio, metal, materiales de PVC, electrodomésticos, ropa… Pero, sobre todo, botellas: miles y miles de botellas. Casi no se podía caminar por el lugar. Las montañas de “basura para nosotros” llegaban casi hasta el techo. A un costado de la bodega, un hombre reventaba botellas de vidrio contra la pared, mientras que una anciana les quitaba las etiquetas. Un gato flacuchento paseaba sobre las cimas del cartón.
Andrés describe en este audio la importancia del reciclaje y las duras experiencias que ha tenido que vivir en una ciudad que cada día lo sorprende más. Se trata de Bogotá en la noche.
A esta bodega o centro de acopio llegan diariamente unos 20 recicladores a vender lo que van encontrando por las calles de Bogotá, una de las ciudades que menos recicla en el país. Si es un mal día, 8.000 pesos pueden ser su recompensa, pero si están de suerte pueden llegar incluso a obtener 60.000 pesos. Alexandra, una de las seis personas que trabajan ordenando el material en este lugar, corrobora su importancia: “En esta bodega le compramos a todo el mundo, sin importar si tiene dientes o no o si viene sucio o limpio. Casi 30 familias se benefician de este centro de acopio”.
Comments