El portal web de El Espectador ha reproducido algunos de los artículos publicados en la edición 56 de la Revista Directo Bogotá. Esto como reconocimiento al excelente trabajo de nuestros periodistas.
Desde esta caótica capital, donde hace más de 10 años dicta su excepcional cátedra en el Colegio Italiano, Isaías Román no deja morir sus tradiciones.
// Fotografía tomada por Nicolás Marín Navas
Isaías parece una ventana. A pesar de llevar siempre una gruesa chaqueta, en su pequeño pero macizo cuerpo, basta escucharlo para respirar un mundo diferente.
En los 16 años que lleva viviendo en Bogotá ha aprendido el español, que le ha permitido transmitir sus saberes y vivir como cualquier ciudadano. Sin embargo, su historia es muy diferente. En el internado donde estudió, en el corregimiento de La Chorrera, Amazonas, le pegaban constantemente por no entend
er a los curas, monjas y profesores. Y para acabar de confundir a los indígenas, les daban la misa en latín. Estudió hasta segundo de primaria, para luego irse con su abuelo a Araracuara, un estrecho rocoso que se ubica entre Caquetá y Amazonas. Allí también se encontró con sus padres, ambos indígenas uitotos, pero de diferentes familias lingüísticas. Su abuelo fue cacique por derecho natural, a diferencia de los que en tiempos más recientes son nombrados políticamente, y supo transmitirle esa cultura ancestral a Isaías durante su juventud, especialmente los conocimientos de medicina.
“Mi padre siempre decía: ‘Si usted quiere a la mujer y a los hijos que va a tener algún día, entonces aprenda la medicina, porque ¿cómo los va a curar?’. Allá a todo el mundo le toca aprender medicina, pero yo le puse más cuidado a eso, porque no había hospitales y teníamos que sobrevivir en la selva”. También aprendió la arquitectura típica, los rituales,
los cantos, los bautizos, la cerámica, la astronomía, la astrología y la escultura. Todo esto porque para los uitotos el conocimiento es la riqueza. El hombre rico es el que más sabe y es aquel que puede casarse y sostener una familia.
Después de haber estado un tiempo en Brasil, para escapar del servicio militar obligatorio, volvió a Araracuara, donde se casó y comenzó una familia estable.
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Isaías tiene tres hijos vivos, pues uno murió hace nueve años. Precisamente gracias a su hija mayor emprendió su viaje por Colombia, buscando un mejor futuro para su familia. Esto ocurrió en 1996, cuando ella ganó una beca para estudiar en Santa Rosa de Cabal, Risaralda. Una de las cosas que notaba Isaías en toda la población indígena ganadora de becas es que los estudiantes, por una u otra razón, no lograban terminar sus estudios, ya fuera por falta de dinero o de interés. El problema de fondo que veía era que no había un acompañamiento real de los padres. Por eso tomó la decisión de apoyar a su hija y vivir cerca de ella.
“Cuando terminó el bachillerato nos tocó meterla aquí, en Bogotá, a la Universidad Pedagógica. Yo dije: ‘Pues claro, nos tocó estar juntos’. Así que me sacrifiqué y llegué a Bogotá”. Divagó por la ciudad, con un conocimiento limitado del español, buscando trabajos donde pudiera mostrar sus esculturas y sus artesanías. Cuando parecía encontrar algo, le decían que debía volver a su lugar de origen para que lo pudieran contratar. Y eso no le servía, pues debía mantener a su familia unida. Gracias a las charlas que comenzó a dar en el Jardín Botánico empezó a defenderse con el español.
En el 2004 fue invitado a dar una conferencia en el Planetario, organizada por Ecoturismo, para contar un mito de la creación. No sabe quién lo recomendó para que fuera al evento, pero a partir de ahí la vida le cambió. Entre los espectadores estaba Mauro Naletto, profesor del Colegio Italiano Leonardo Da Vinci, quien al finalizar la conferencia se acercó y le dijo que lo quería para dar charlas a sus estudiantes. Isaías, sin dudarlo, aceptó.
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“Me gustó su conferencia y además me gustó una palabra que usó: ‘El canasto del conocimiento, el tejido del conocimiento y de la palabra’. ¿Por qué usted habla así, si eso es muy de los griegos? Yo soy investigador y filósofo, me interesa estudiar estas cosas con usted. Esta es mi dirección, trabajo en tal parte, allá llega a darle charla a mis alumnos. Así pude llegar al colegio”, recuerda Isaías.
Entonces iba a hablar con los estudiantes de la clase del profesor Naletto, sin ningún contrato formal, donde ganaba $30.000 que salían del bolsillo del filósofo. Trabajó un bimestre del 2004 y el 27 de agosto de ese año fue citado para comenzar a familiarizarse más con el colegio: reuniones, manual de convivencia y horarios de trabajo para formalizar su vínculo con la institución.
Desde el 2005 trabaja oficialmente en el Colegio Italiano, donde encontró un espacio para enseñar y hacer crecer la selva, al menos una hora a la semana en cada curso de bachillerato. Y es que desde siempre ha tenido una predisposición a trasmitir conocimientos y consejos. La clase de cultura indígena rompe los esquemas de cualquier clase tradicional del sistema educativo.
Para Nelson Ramírez, profesor de ciencias sociales, “la experiencia de trabajar con Isaías es excelente porque nos amplía el panorama ya que siempre estamos hablando de cosas muy occidentales, muy nuestras, y él llega a rompernos esos esquemas. Y lo otro es la visión completamente diferente del mundo”.
Evidentemente, el choque de culturas es difícil, pero profesores de otros lugares de Colombia y profesores italianos conviven con Isaías sin ningún tipo de problema. Además de estas tres culturas también se aprende de un profesor proveniente de Uganda, John Mary Buwule, que enseña la clase de religión (no católica, sino general). Esto les da a los estudiantes una opción de comparar realidades y, sobre todo, de aceptar las diferencias que existen.
“La cosa que me gusta más es que cuando Isaías cuenta sobre su cultura hay muchas cosas que se parecen a mi cultura de Uganda, y eso me encanta. Una de las cosas más valiosas de Isaías en este colegio es que él tiene una relación directa con su cultura, donde la gente vive de manera sencilla, mientras muchos estudiantes de la ciudad no viven como Isaías vivió en el Amazonas, ni saben del ahorro del agua o del medio ambiente”, dice John Mary sobre su colega.
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Con ese afán de enseñar, además de sus clases en el Da Vinci, Isaías también tiene un pequeño espacio donde puede poner en práctica su conocimiento y sus costumbres, ya sean rituales, artesanías o esculturas.
Toma aire y exhala lentamente. Su cuerpo se contrae, quedando como un antiguo y grueso roble que preserva un pedazo de historia, volcado inmóvil hacia adelante. Silencio. La tenue luz de la pequeña bombilla ilumina la polvorienta habitación de unos diez metros cuadrados. Todo el foco de la atención lo tiene Isaías, que en ese momento experimenta los efectos de la hoja de coca molida que recorre todo su organismo, en medio de una atmósfera espiritual y sagrada propia del ritual. Cuarenta segundos después de la ingesta del polvo de coca, los músculos de los ojos lentamente se relajan. Isaías vuelve a la habitación, vuelve a su taller, a su porción de selva que la ciudad aún no logra destruir.
Si Bogotá se mirara desde arriba, ese pequeño cuarto sería un punto verde, rodeado de grises edificios y de humo. Para el que quiera encontrarlo, se debe adentrar en el barrio Siete de Agosto, en un segundo piso, que se encuentra entre un concesionario de carros y una panadería.
El grupo de tres lo mira, inmutable, respetando el momento, dejándolo sentir todo lo que tenga que sentir para poder comenzar a soltar las palabras, primero algunos balbuceos, pues la coca no se traga inmediatamente, sino que se mantiene dentro para disolverse lentamente con la saliva; luego salen las primeras frases: “Noviembre es un mes de fuego, de ácido, de retorcijón. Hay gente que va a sufrir calores extraños, porque la onda del verano está encima”, dice Isaías.
Está sentado en un tronco alargado de al menos un metro de largo por 40 centímetros de alto, que contrasta con las sillas blancas Rimax, lo cual le indica al grupo que no está en el mismo plano. Esto no sorprende, es la manera tradicional en que los uitotos aprenden: no estudian durante el día, sino por la noche. Originalmente, el grupo de estudiantes debería ubicarse en medialuna alrededor del sabio, en posición de cuclillas para no ser vencidos por el sueño, y simplemente escuchar. El ritual del aprendizaje debe hacerse bajo los efectos de las dos hojas sagradas: la del tabaco y la de la coca, pues la primera inspira la mente para hablar, y la segunda, el alma para sentir.
El colibrí es la fuerza del equilibro para los uitotos. Es el único animal que no necesita apoyarse en nada, ni para comer, ni para beber. Es el espíritu del tabaco, que en uitoto nüpode se llama pitido. Isaías habla de la palabra, mientras mira la pequeña planta que se encuentra en una matera de arcilla, justo contra la ventana y explica que para ella se han escrito numerosas canciones. Se detiene y se queda mirando hacia abajo, se estremece —cuento 15 segundos de silencio—, junta las manos y empieza a mover únicamente sus dedos meñiques. Levanta la cabeza, dejando brillar a la luz de la bombilla su oscura y curtida piel, interrumpida por las dos finas rayas que quedan cuando cierra los ojos. Canta. Nadie se mueve, vale la pena dejarse llevar por la arrítmica melodía y la quebrada voz que no terminan de encajar en los oídos del “hermano blanco”. Termina y mira al suelo de nuevo. Se estremece. Silencio.
En ese momento saca un pliego de cartulina blanca en el que hay un calendario circular de cuyo centro nacen los radios suficientes para ubicar todos los meses en dibujos pintados a mano. El asombro es general. Federico, Daniela y Mónica observan con ganas de entender la distribución de los dibujos, de saber qué significan en su vida, y yo, involuntariamente, comienzo a conocerlos a través de los ojos de Isaías.
Por momentos parece como si estuviéramos lejos de la ciudad. No hay frío ni sueño, la selva nunca duerme y siempre arropa. En diez metros cuadrados se ha generado una atmósfera nueva, pues a ninguna de las tres personas que escuchamos a Isaías parece importarnos el polvo acumulado, los escombros de pared en las esquinas, el olor a humedad o los restos metálicos de herramientas viejas amontonadas por ahí.
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La vida de Isaías, como indígena uitoto, no ha sido fácil, pero sí feliz, porque su actitud con la vida es un reflejo de la paz que siente por dentro. A pesar de haberse encontrado con el conflicto armado, de haber tenido parientes desplazados de sus hogares, Isaías es un ejemplo en Bogotá de cómo perdonar y olvidar.
“La guerra afectó a los que no tienen nada que ver con el conflicto porque nosotros no sabemos qué es la guerra. ¿Qué tengo que ver con esa guerra? ¡No tengo nada que ver! No le debemos a nadie, pero somos los que sufrimos más: el indígena y el campesino. Por eso para nosotros es importante la paz que, aunque no va a ser definitiva, sí va a ser mejor, toca aceptarla”.
Además de estas palabras, Isaías dice que el corazón de su comunidad está libre de odio, pues este es noble y fuerte. De pronto la selva limpia lo malo y, en cambio, en las ciudades las personas se pierden en tanto gris.
Parece como si Isaías fuera construyendo puntos verdes en los lugares a los que va, como si fuera con un martillo tumbando los gruesos muros de las personas que lo rodean para que se empiece a asomar la selva.