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  • Daniela Quintero Díaz // Revista Directo Bogotá

Un día en el páramo del Verjón, a 30 minutos de Bogotá


El portal web de El Espectador ha reproducido algunos de los artículos publicados en la edición 56 de la Revista Directo Bogotá. Esto como reconocimiento al excelente trabajo de nuestros periodistas.

 

Por la vía que conduce del Distrito Capital a Choachí, se encuentra sobre la fachada de los cerros orientales el Parque Ecológico Matarredonda, a través del cual se puede conocer el páramo del Verjón. El parque cuenta con 2.375 hectáreas y diversos recorridos de entre 7 y 19 kilómetros para disfrutar de la naturaleza.

Viajeros extranjeros conociendo el Paramo //Fotografía tomada por Daniela Quintero Díaz

No hay gallinas

Para llegar al Parque Ecológico Matarredonda de la forma más económica, debo tomar una buseta intermunicipal que sale de la calle 6, media cuadra abajo de la avenida Caracas. Al llegar me encuentro con un terminal de transportes a escala (taquilla pequeña, tiendas pequeñas, baños pequeños, buses pequeños). Compro un pasaje a Choachí, y abordo de una vez, casi es hora de salir.

A las nueve de la mañana, al subir a la buseta tuve una sensación de alivio. Me la imaginaba mucho peor, con gallinas y cabras a bordo, como alguna vez viajé en Santander. Pero esta no tenía nada de eso, solo nueve personas, además del conductor. Nueve, que pensé que pronto serían ocho al notar que había perdido mi pasaje, ese que acababa de comprar.

Me ganaron los nervios. Revisé la chaqueta, la maleta, los bolsillos del pantalón, el piso, una, dos y tres veces… Nada, había desaparecido. Y estaba a punto de bajarme cuando una voz grave, proveniente del señor al lado me dice: “No se preocupe, no lo piden. Ya pagó y ya está aquí”.Entonces respiré, me burlé de mi torpeza y me volví a acomodar.

“La salida es galletuda”, afirma el conductor una vez arrancamos. Pero más adelante me daría cuenta de que el problema menos grave era la salida, y el mayor, el camino culebrero. Solo pensaba en la señora que había abordado cuando empezábamos a subir los cerros. Iba en un puesto improvisado, sentada en el piso sobre dos cojines, de espaldas al conductor. Intentaba no moverse mucho, respiraba por la boca, despacio, mirando sus pies. Si yo estaba mareada, no me imagino ella cómo estaría.

Durante el recorrido me distraje con los ciclistas, el paisaje y los aprendices de conducción que toman esa ruta. Pronto, las fincas y las vacas se entremezclan con los frailejones, típicos del ecosistema del páramo. Tras 35 minutos de recorrido y una curva más, allí estaba, un letrero artesanal hecho de ramas que anuncia “Parque Ecológico Matarredonda”. Llegamos.

Fotografía tomada por Daniela Quintero Diaz

“El páramo es vida”

Una casona de madera, un par de perros y la sonrisa de Víctor, que resalta bajo su bigote y su sombrero, me reciben.

Víctor Julio Sabogal Mora es descendiente de una familia campesina de la región que, según él, en 1989 decidió suspender las actividades agropecuarias y convertir el terreno en un espacio de conservación natural. “El páramo es una parte primordial para la sociedad porque ahí es donde nacen los recursos naturales primordiales para la vida; el páramo es vida”, afirma mientras conversamos.

La casona de madera es, a su vez, un restaurante donde se cocina con leña y se ofrecen comidas típicas de la región. Aprovecho la ocasión y pido un combo, con arepa, cuajada y agua de panela humeante, para calentarme y recargar energías antes de salir a caminar.

El parque cuenta con varios recorridos, los más cortos se encuentran señalizados para que puedan explorarse sin necesidad de guía, y tienen una extensión de 7 kilómetros aproximadamente. Los más largos son de casi 19 kilómetros, y es necesario recorrerlos acompañados de un guía.

Primer camino: laguna Teusacá

A las diez de la mañana inicio el primer recorrido. El día está despejado y el sol se refleja imponente sobre la cordillera de los Andes. A lo lejos se ven casitas de campesinos de la región, y uno que otro frailejón.

Algunos metros más adelante, me encuentro con un sendero de piedras, rodeado de un tapete de paja amarillo y naranja, que contrasta con el cielo despejado. Gran parte del recorrido es sobre este camino real. Según la Fundación Senderos y Memoria, “Los caminos reales fueron en la época de la Colonia las arterias de comunicación entre regiones”. Interconectaron el municipio de Choachí, la sabana de Bogotá y los Llanos Orientales, y permitieron el intercambio de alimentos y diversos recursos desde hace más de 500 años. Hoy estos siguen intactos, y yo camino por ahí pensando en las miles de historias de las que han podido ser testigos.

A lado y lado del camino hay mariposas, varias especies de frailejones y arbustos pequeños de flores rojas, naranjas y moradas, característicos del bosque alto-andino. Hay mucha, mucha agua por todas partes, incluso colándose por entre las piedras del sendero, donde me veo entre el juego de golosa y malabares saltando de piedra en piedra para llegar al otro lado sin ensuciar mis zapatos. Pero de embarrarse nadie se salva, y unos minutos más adelante tengo barro hasta la rodilla, mucha risa, y el arrepentimiento de no haber llevado unas botas pantaneras o, tal vez, una muda de cambio.

Leí tarde lo que había publicado Mariano Ospina, de la Sociedad Geográfica de Colombia, sobre el terreno de los páramos: “Hay traicioneros tremedales llamados chupaderos o chucas donde el inexperto en esos andurriales puede perecer, pues la superficie cubierta de una vegetación plana, no permite suponer que debajo del aparente prado haya un profundo lodazal”.

Finalmente, había llegado a la laguna de Teusacá, hoy llamada del Verjón. Laguna sagrada para los muiscas donde realizaban algunos de sus ritos, como el de “correr la tierra”. Según narra el cronista Juan Rodríguez Freyle en El carnero (1638), entre los diversos ritos que practicaban los muiscas el de “correr la tierra” consistía en recorrer el territorio de cinco lagunas sagradas: Guatavita, Guasca, Siecha, Ubaque y Teusacá. Muchos morían en la travesía, intentando llegar a los distintos santuarios y sitios sagrados que se encontraban en la ruta.

Grande, imponente, ubicada a 3.400 metros sobre el nivel del mar. El cielo se ha nublado, la brisa helada acompaña el canto de los pájaros, que hacen para mí de ese lugar, en ese momento, el más tranquilo del mundo. Me siento a descansar, y me quedo ahí, inmóvil, totalmente absorta por el paisaje. Un tiempo después, nunca sabré cuánto, aparece Hernán, otro caminante, de ojos cafés y barba poblada. Anda con bermudas, dos sacos y una gorra, y de equipaje lleva su cámara. Él hace un inventario de las aves de la región, y visita el páramo buscando especies endémicas, y la llegada de algunas migratorias, como los patos canadienses. “Uno no cuida lo que no conoce, y me parece rico que la gente conozca un poquito de lo que tiene. Ese es el mensaje que quiero llevar con mi trabajo”. Tras 20 minutos de charla interrumpida por el canto de algunos colibríes, una rápida clase de fotografía de aves en vuelo y la llegada de visitantes extranjeros a la laguna, Hernán sigue su camino.

Los visitantes vienen de Francia, España, México e Inglaterra, acompañados por su anfitrión colombiano. “It’s as cold as the sea in Europe”, afirma el mayor de ellos, de pelo y barba largos y canosos, al meterse a caminar por la laguna. Los demás sonríen, y a algunos parece agradarles la idea, por lo que deciden acompañarlo. Las más jóvenes, por el contrario, prefieren sentarse a comer algo, tomar fotos y observar. Luego de un rato me despido y me voy pensando en los patos canadienses que no pude ver, y en que nunca quiero ir al mar en Europa.

Sendero Colonial // Fotografía tomada por Daniela Quintero Diaz

Segundo camino: las cascadas de la abuela

La temperatura en el páramo varía drásticamente, por eso uno tiene que ir preparado para todo, por si hace sol, por si hace mucho frío, por si llueve, por si acaso. Entonces, el cielo se topa de nubes grises, la temperatura baja y la brisa corre más fría que antes. Es hora de usar la chaqueta, los guantes y la bufanda que estaban guardados en la maleta.

En esta ruta hay mucha más vegetación, y también mucho más barro. Los frailejones, que crecen un centímetro por año, llegan hasta los 160 centímetros de altura. A medida que avanza el recorrido y subo la colina, se puede ver cómo el bosque alto-andino, lleno de arbustos y flores, se va convirtiendo poco a poco en un ecosistema de subpáramo, donde la vegetación anterior y la del páramo empiezan a mezclarse. Me llama la atención la cantidad de musgo que hay por todas partes, y cómo todas las especies están adaptadas para retener la mayor cantidad de agua. Entiendo en este momento que todo el ecosistema funciona como una gran esponja que absorbe y retiene el agua de la lluvia para ir liberándola poco a poco en los tiempos de escasez.

Esa es la gran importancia de los páramos, como menciona Jair Preciado, ingeniero ambiental y antropólogo: “La gente no conoce mucho, pero este ecosistema sirve como amortiguador en los procesos de cambio climático. Y en el caso de Bogotá, es un espacio de producción de agua no solo para el Distrito Capital, sino para todos los municipios que hacen parte de la sabana, y para la región de la Orinoquía”. Por esto le gusta llevar a sus estudiantes a conocerlo: “El páramo es el mejor aula de clase, es hermoso, aprende uno a replantear su propia vida, a escuchar el silencio en esta locura de ciudad”.

Y sí, ahí estoy yo aprendiendo a disfrutar del silencio frente a un tapete de frailejones, un puente de madera que atraviesa el páramo, la neblina a ras de piso y los pájaros alrededor, que ponen en escena un paisaje que parece de otro planeta. Empieza a llover, las gotas son diminutas, casi ni se sienten al tocar la piel, y quedan posadas como perlas perfectas en el pelo, las gafas y las hojas de las plantas. Nunca pensé ver algo así, a tan pocos minutos de la capital.

Finalizando el recorrido, después de haber descendido un poco, llegamos a las cascadas. Pequeñas, ruidosas, cristalinas. Provocan meterse de cabeza en ellas, de no ser por el frío. Una mujer que se encuentra en el mismo lugar, se acerca y toma agua.

Nuevamente, la naturaleza se muestra imponente, maravillando a quien pasa por su lado. Y tras 19 kilómetros de caminata me siento agotada, pero al mismo tiempo recargada, con unas ganas infinitas de volver.

Tapete de Frailejones // Fotografía tomada por Daniela Quintero Diaz

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