Perfil de Tomás Ochoa
Tomas Ochoa // Candelaria // Fotografía tomada por Carolina Rodríguez
Un rayo de luz se asoma por el mar mediterráneo, ¿o será el mar egeo? no hay forma de saberlo, el pie de la foto solo dice “Grecia. En la casa de mi hijo Julián”.
Por casa Tomás se refiere en realidad a una mansión de dos pisos rodeada por una piscina de un azul oscuro e inmaculado.
Ahora estamos en su taller. Hemos llegado luego de haber recorrido el centro en su camioneta. Orgulloso y humilde, el artista me muestra el patio: plantas apiladas dentro de masetas se mueven silenciosamente a merced del sol. En una de las paredes hay una pintura colorida de una chica con letras en chino.
“Soy un ecuatoriano enamorado de Colombia. Siempre he sentido una fascinación hacia este país: por su paisaje, por su gente. He estado viviendo en Europa por mucho tiempo pero cuando volví a las raíces, Ecuador me quedó chico. Decidido a vivir en Colombia me quedé acá. Es un país que me hace sentir en casa”.
Estudió Lengua y Literatura en la Universidad de Cuenca y Artes Visuales en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Vivió en Estados Unidos, luego en Argentina -desde donde partía con frecuencia a Suiza para ir a visitar a su hijo Julián-, pasó una temporada en Madrid, volvió a Quito y luego decidió a venir a explorar “el corazón” de Colombia.
“Colombia es como Ecuador pero más desarrollado. La gente es muy querida —se pasa la mano por la barbilla y frunce el ceño—: Los bogotanos, más bien. Porque los costeños de acá son iguales a los costeños de allá. Deberían crear su propio país. Esa gente es la misma no importa en donde estén”.
Algo similar me había dicho cuando estábamos en su Volvo. Con las manos fijas en el timón conducía con prudencia. Sin embargo, no dudó en aventársele a un bus del SITP cuando este intentó cerrarlo. Con sus gafas Ray Ban de lentillas anaranjadas concentra la vista siempre al frente. Le baja a la radio y se queja: no soporta el tráfico de Bogotá. Critica la arquitectura de la ciudad, asegura que es muy plana y muy fea: y suelta un elaborado discurso sobre en qué sentido se debieron haber construido las calles.
Devuelta al taller, Tomás se niega a cambiarse a su humilde (pero igualmente glamuroso) overol negro. Tiene que trabajar y decide hacerlo con su chaqueta de cuero, su camisa blanca impecable, sus pantalones claros limpios y sus zapatos de gamuza. Por mucho se quitará las gafas pero no esperen más de él. Pregunto si puedo tomar una foto y como buen artista me señala los puntos más apropiados desde los cuales la cámara captaría mejor la “esencia” del lugar. Le pide a su compañero, Jaime, quitar las cosas sobre la mesa. Luego, me pide hacerle un retrato: relaja la expresión en su rostro y con una mirada fresca, sonríe. Me hago a la derecha y él protesta “mi lado es el izquierdo” con una voz dominante y algo tímida. Me hago a la izquierda y le tomo la foto. Chupa su cigarrillo con elegancia, no dura más de 5 minutos con él en la boca y lo apaga. Trae una silla y apoya los codos sobre la mesa. No posa, solo quiere salir bien.
Jaime Quijano, su compañero de trabajo, un hombre mucho más joven que Tomás llega y sonríe al verme “¡al fin algo de compañía femenina!” exclama alegre.
Tomás le ordena pintar unos lienzos y este se pone a trabajar.
“No haremos mucho” se disculpa Tomás.
“¡Tienes que venir cuando le prendamos pólvora a todo esto! ¡Te encantará!”
Tomás se muestra impasible ante aquel comentario, silencioso.
Jaime me muestra un vídeo: una sopladora levanta el humo que sale de las pequeñas llamas sobre la tela.
“¿Una sopladora?” pregunto.
“Lo hacemos a modo performance” me aclara el artista.
Se hacen en la puerta y hablan de trabajo. Siento los ojos calculadores de Tomás en mi espalda por lo que me limito a no ojear mucho.
Salgo y él, pensativo se me queda viendo y sentencia un “eres un signo de aire”.
Niego con la cabeza, soy un signo de tierra.
Y me pregunto a qué se debió aquel comentario porque luego me enteraría que el señor Ochoa resultaría siendo un hombre científico y racional.
“Me recuerda a mi hija” sonríe y al hacerlo los hoyuelos de sus mejillas se hunden con tristeza.
Jaime entra al taller y yo me quedo con Tomás afuera.
“¿Podemos sentarnos?”
Es increíble pero la vida de Tomás oscila entre lo ostentoso y lo simple: su taller, ubicado en La Candelaria, se reduce a una habitación de paredes y mesas blancas. Lienzos secándose cuelgan del techo. Es todo un espectáculo: lo que inspiró Paraíso Línea Negra está aquí.
Colombia es aquí.
Tomás Ochoa en las fotografías lucía alto, de piel acaramelada y simpático. Como si fuera un hombre que recién y llega de la playa. Su voz por teléfono sonaba más animada y juvenil:
“¡Llámame y avísame! ¡Avísame un día antes y ese mismo día que se me olvida!”
Pero ahora que lo veo en persona me parece más un académico sobrio.
“He llegado a un momento de mi vida en el que ya no puedo crecer más. Sobre mí solo queda el techo. Desde joven he ganado tantos reconocimientos que en Ecuador me di cuenta de que ya no podía crecer más profesionalmente”.
En sus palabras no hay ni un rastro de modestia pero bueno, a lo mejor si yo también fuera artista y hubiera ganado la Feria Internacional de Arte de Bogotá ARTBO 2016, premios en México, Estados Unidos y demás países; si mis exposiciones hubieran llegado hasta Osaka (Japón), si hubiera venido e ido, hecho y deshecho, también estaría orgullosa de todos esos méritos.
Después de todo, no fue fácil. Este camino lo decidió él, por cuenta propia, “no es como si tuviera otra opción tampoco” asegura.
Le pregunto sobre su infancia y sin rodeos confiesa: “Fue una infancia miserable. No es que no haya habido felicidad, claro que la hubo, es solo que siempre sentí el abandono muy cercano a mí”.
Y en sus obras lo noto, cierta soledad, cierto misticismo, cierto rastro de indiferencia al dolor ajeno.
“Soy huérfano. Ahora puedo decirlo son serenidad, pero en su momento fue jodido”.
Le pregunto por su abuela y sus tías, quienes lo criaron y dice:
“Ellas están allá en Ecuador. A veces voy y las visito, claro”.
Como buen artista, Tomás percibe su propia vida como una película, como una historia secuencial en la que él es el protagonista.
Le pido que comparta una anécdota y sin pensarlo dos veces, como si tuviera una cámara lista para rebobinar, le da play a sus recuerdos:
“Uno memorable navidad del 2011. Mi hija se quedó en la universidad estudiando y yo regresé a Madrid para pasar noche buena con ella. Éramos solo los dos. Mi hija y yo que no teníamos familia fuimos al cine, a ver una película de culto. La función termina y le comento a mi hija: Ve, solamente 6 pelagatos como nosotros que no tenemos familia estamos viendo esta película en el cine. Las luces se prenden y entre las pocas personas presentes veo a Almodóvar (Director español ganador del Óscar a Mejor Película Extranjera en el 2003 por Todo sobre mi madre). No era la primera vez que lo veía, él siempre está acompañado por un séquito de personas pero esa noche de navidad estaba solo —y en este momento de la historia Tomás guarda silencio y sonríe, maravillado— como nosotros, viendo una película sin nadie a su lado. Luego sale y desaparece en una calle desolada de Madrid. Jamás olvidaré esa escena”.
¿Padre e hija es estar sin familia? al hablar, finas arrugas marcan la esquina de sus ojos. Su mirada es pensativa y melancólica como quien se esfuerza demasiado en hilar recuerdos con pensamientos y pensamientos con palabras.
Y es que de por sí la mente de un artista puede llegar a ser demasiado abstracta, demasiado creativa. El mensaje de Línea Negra también es así. Metafórico, simbólico, fascinante: fotografías de paisajes afectados por el conflicto armado. Pero no son simplemente imágenes. Sobre la fotografía, se pone pegante y se prende pólvora. El resultado final son cenizas. El rastro esencial que deja el fuego, la violencia, la agresiva intervención del hombre.
Es aquí donde entran los indígenas Arhuacos, quienes en pequeños grupos recorren La Sierra Nevada de Santa Marta para delimitar su territorio simbólicamente. El recorrido que realizan, las huellas de sus pasos en la tierra son la Línea Negra. La obra de Tomás Ochoa, titulada con el mismo nombre, exalta la violencia de estos grupos armados desde el silencio, sin mostrar un solo muerto. Paisajes desalojados por el conflicto. La interminable guerra que sufre nuestro país y tiene que ser un ecuatoriano el que nos lo muestra. Un artista que hace política con su arte, no imponiendo verdades absolutas sino al contrario, dejando preguntas abiertas. Tomás logra ver algo que solo a pocos les cabría en la cabeza:
“La violencia ha permitido la preservación de bosques y paisajes primarios. Es decir, algo que es negativo ha producido algo positivo que es la preservación de los nichos ecológicos, entonces, ¿cómo va a cambiar esto en el futuro? es una paradoja, algo negativo como la violencia ha producido que se mantengan esos paisajes. Entonces en el futuro si el proceso de paz se consolida posiblemente bien entre las nacionales y llenan eso de fábricas o de explotaciones mineras, que de hecho ya está ocurriendo, eso da lugar a que nos planteemos hacia dónde vamos, hacia dónde va Colombia en ese sentido. No tenemos las respuestas, yo no tengo las respuestas. Posiblemente nadie las tiene pero son temas que tenemos que abordar y creo que la sociedad colombiana debería apoyar”.
Es así como la naturaleza no entiende de conflictos políticos ni de hombres armados: La realidad nos abofetea con fuerza en la cara.
Quijano, el ayudante de Ochoa me manda un vídeo: un Indígena Arhuaco se muestra humilde y poderoso. Trae una manta tejida en lana de oveja que lo cubre desde los hombros hasta los tobillos. En la cintura lleva una faja, una Cuyina, y en la cabeza un toczuma (una clase de sombrero alto y sin forma). El recorrido es largo por eso trae una mochila y tendrá que soportar el dolor en los pies: calza unas alpargatas con suela de caucho. En el grupo no son más de cinco personas, todos vestidos de la misma manera. El indígena habla con una voz lenta y agotada:
“Un sitio sagrado implica un conocimiento, una relación. La vida es un movimiento circular. La naturaleza funciona y es eficiente, el ser humano tiene que conocer los límites para no afectar esa eficiencia. Nuestra manera de abordar eso hace que por defecto los demás empiecen a sentir respeto. La guerrilla dice no, ustedes son pobres, hay que matar a los ricos”.
Arrepentimiento.
Culpa.
“Campesinos y guerrilla es producto de una misma sociedad” concluye el Mamo Arhuaco.
…
Es curioso cómo Tomás para definir su relación con Colombia habla de un enamoramiento. De amor a primera vista. A los 12 años en un viaje escolar vino a Popayán. Es un hombre racional y escéptico pero asegura que en ese momento sintió una magia, algo que lo atrajo.
“Cuando tenía 20 años tenía la ilusión de venir de mochilero a Colombia… También tenía la ilusión de ir a Paris y me equivoqué porque fui a Paris”.
Si hay algo de lo que se arrepiente es de no haber venido antes, ¿no será el destino? Tomás prefiere llamarlo magia:
“Para mí Colombia tiene una energía femenina. Yo la represento así y entonces de esa representación que yo hago, de ese enamoramiento, atraigo todo lo bueno hacia mí, lo positivo, entonces conozco gente, le transmito lo mejor de mí y esa gente absorbe esa energía y seguramente me devuelven lo mismo que es lo contrario que me pasaba en Ecuador que vivía en un estado neurótico y un poco cansado de la gente y de la mediocridad en ese país donde no te perdonan el éxito. Ningún lugar me brinda la misma energía que Colombia. Entonces para mí eso es maravilloso, es mágico, esa es la magia: la predisposición que tenemos hacia un contexto favorable que se convierte en un círculo virtuoso”.
Inclusive agrega que si tuviera una máquina del tiempo le diría a su yo del pasado: “Ándate a Colombia, ándate porque de lo que me arrepiento es de no haber venido antes”.
Que Tomás diga que Colombia le inspira una energía femenina es un gran paso porque él, al haber sido rodeado siempre únicamente por mujeres asegura haber adquirido también ese sentido, esa fuerza, esa agudeza femenina. Inclusive asegura que tanto con su esposa del primer matrimonio, la ecuatoriana, como con la del segundo, la suiza; es como si hubiera sido más que un padre, una segunda madre para sus hijos. Y no lo dice con vergüenza, para él la mujer no representa delicadeza ni debilidad, al contrario, es todo sobre lo que él y su mundo podrían sostenerse. De hecho menciona a El Principito, su relación con la rosa y ese amor contra natura. Si se identificaba con algo era con eso. Finalmente ha encontrado su rosa y se llama Colombia, y al igual que El Principito estar solo en su pequeño planeta ya no le da miedo, ha encontrado un hogar aquí.
“El reto más grande ha sido poder aprender a vivir solo, lejos de la gente a quien quiero, eso ha sido… no sé si el reto pero lo más difícil de mi vida ha sido separarme de mis hijos. Lo otro difícil ha sido lidiar con la idea de la muerte, le tengo mucho miedo. Mi vida ha sido ese enfrentamiento permanente entre la vida y la muerte y ese hecho de sabernos mortales. Entonces si el arte es también como un antídoto a la muerte, vivimos con esas ansias siempre insatisfechas de inmortalidad. De alguna manera el arte te permite curar de mortalidad”.
La muerte y el arte producen ansiedad. Tomás asegura que al partir de este mundo lo que muere es la autoconciencia, nos volvemos un éter flotante que vuelve a ser parte de un todo. No tener conciencia sobre la individualidad, eso es la muerte.
Medio en broma, medio enserio promete:
“Dicen que en estas casas de La Candelaria hay fantasmas. Yo la verdad estaría feliz si viera alguno. Estaría feliz porque tendría la certeza de que hay vida después de la muerte o hay una conciencia más allá y entonces me convertiría a todas las religiones, me volvería la mejor persona”.
Es así como el arte cura, cataliza y da sentido a lo inexplicable.
“El artista lo que tiene que hacer es generar metáforas” y es cierto.
Tomás tiene una percepción de la vida auténtica y fugaz. Para él una persona inteligente es aquella que es capaz de renunciar a sus convicciones para aceptar el nuevo conocimiento que te puedan brindar los demás.
“Querer que el otro piense como nosotros es lo que ha generado tanta violencia” reflexiona con pesar.
Le pregunto qué clase de persona es ahora y sin reservas admite:
“Creo que por primera vez en mi vida soy una persona feliz —y lo dice con toda seguridad, con toda ímpetu —yo sí me arrepiento de no haberme permitido ser feliz y ahora que estoy soltero de nuevo y en el país en el que quiero estar, haciendo lo que quiero, con una aceptación y un reconocimiento de mi trabajo proporcional a mi esfuerzo, creo que sí estoy muy feliz de vivir”.
Volvamos a Grecia: Julián tiene 7 años ahora. Vive con su madre la suiza, una turista que fue a Ecuador y se enamoró del artista divorciado que luego también se separaría de ella. Este “mocoso” —como Tomás se refiere a su hijo con cariño— a su corta edad ya habla suizo, español, inglés, griego y alemán. A sus dos hijas del primer matrimonio les prohibió ser artistas. Dice que se necesita de mucha valentía y que siempre darse a conocer es difícil. Pero Tomás en su hijo no descarta la posibilidad “él puede hacer lo que quiera”.
Tomas Ochoa //Taller Tomas Ochoa Candelaria // Fotografía tomada por Carolina Rodríguez
Tomás por su parte ya desde la escuela dibujaba.
“La gente creativa viene con alguna falla, el arte está lleno de ausencias, de carencias. La gente que tiene un tipo de disfunción siempre encuentra unas formas alternativas de hacer sinapsis, de haces conexiones neuronales y creo que eso nos lleva a tener una actitud creativa frente a todo lo que percibimos. Creo que eso es determinante para que nos comprendamos. Un artista es un agente que está alrededor de la creatividad”.
Es así como Ochoa cree firmemente en que el arte también es un medio desde el cual se puede hacer algo. Llevando a la reflexión, el arte abre preguntas, apela, altera y saca a luz. Por supuesto, siempre hay algo de subjetividad allí, el arte surge de un impulso personal, sin embargo, siempre puede fundirse con la conciencia colectiva.
Línea Negra sustituye pixeles por granos de pólvora y violencia por ausencia.
“Los artistas venimos a ser una especie de filtros de la sociedad, que absorbemos lo bueno y lo malo entonces podríamos desarrollar pensamientos tóxicos. Entonces a veces nos volvemos gente neurótica o nos aislamos. Ese enfrentamiento con nosotros mismos nos puede llegar a torturar. Pero al mismo tiempo el arte tiene esa capacidad catártica de llevarnos hacia la revelación, la epifanía, a descubrir conocimiento, analizar algo inédito, y todo lo que no ha sido explorado. Esas son las formas de conocimiento a las que accedemos y creo que valen la pena”.