DJ, tornamesa, mezclas y fiesta psicodélica marcan las noches bogotanas de techno. Una periodista visitó un bar y le tomó el pulso a una rumba underground en la que el sonido, el baile y las drogas marcan la pauta de un mundo que despierta cuando el sol no brilla.
Caricaturas: Laura Camila Escobar
Esta noche debo interpretar un papel diferente, saco del armario lo esencial para hacerlo correctamente. He de vestirme de negro de pies a cabeza, usar una camisa con transparencias, nada llamativo; aspiro a mezclarme bien, no llamar la atención. Me dirijo a Klan 31, un bar del que nunca había escuchado hablar, no porque sea desconocido, sino más bien porque no concuerda con los sitios que frecuento, las personas con las que me relaciono ni los géneros musicales por los que siento afinidad.
La historia del club parece sacada de un video de YouTube para automotivarse: comenzó como el capricho de un grupo de jóvenes dentro de los que estaba Luis. Al principio se llamaba La Clandestina, pero, como todos los caprichos, se transformó en un dolor de cabeza por los problemas económicos y el poco entendimiento entre los socios; así pasó por múltiples cambios desde su ubicación hasta el nombre, para llegar a convertirse en Klan 31.
El lugar está a unas cuadras del Centro Internacional de Bogotá, rodeado de edificios que adornan el paisaje nocturno capitalino. Cualquiera, aun conociendo la ciudad, podría perderse, no solo porque la calle en la que se encuentra puede parecer un callejón solitario entre oscuridad, sino porque la noción de club no concuerda con lo que sucede aquí: la entrada se asemeja más a un parqueadero, no hay largas filas y el único indicio de que es un bar es un pequeño letrero de madera a un costado de la puerta.
Son las diez de la noche y es raro ver una entrada tan vacía. Pienso que tal vez me equivoqué, que el evento era otro día, reviso en el celular la invitación: “Bang It!: A techno story 100 to 200 BPM (Sonico’s Farewell)”. Es la fecha, la hora correcta y el lugar correctos. Y ¿si la incorrecta soy yo?
Me recibe el staff de seguridad con trajes que contrastan con su actitud; el esmoquin y las palabras comunes, la postura cómoda y la jerga popular son disonantes. “Ven, dale, sigue”, me dicen mientras me piden el bolso y me requisan superficialmente. Son $20.000 y aunque sé que puedo pagar menos porque estoy en la lista de invitados, la chica que los cobra me mira tan despectivamente que siento algo de miedo y prefiero dárselos.
El piso está en desnivel, es una montaña pavimentada. Hay unos cuatro carros afuera y justo al lado se ubican algunas mesas cilíndricas con sillas de metal duro y frío. Me siento sola, nunca antes había estado en una fiesta así. Me invade la incomodidad, saco media cajetilla de cigarrillos mentolados y prendo uno. A esta hora no hay casi nadie, por mucho 15 personas que interactúan en grupos de cuatro o cinco. ¡Qué curioso!, muchos de ellos parecen superar los 30 años, tienen barba, chompas oscuras, piercings, continúa la incomodidad.
La primera parada es el patio, donde la gente se reúne para hablar de sucesos anteriores, ríen, se quedan fumando —Marlboro, Belmont, porros—. El olor a yerba ardiendo impregna el lugar.
Mientras hago un paneo del lugar, me encuentro con una cara familiar: Santiago, el viejo amigo que me invitó a este lugar, llegó para decirme que debe irse de inmediato.
—¡Ahh, parce, qué pena! Tengo clase mañana y no me alcanza la plata para irme en taxi, solo pasé a saludar.
—Fresco, no pasa nada. ¿Quieres un cigarro?
—No, parce, no tengo. ¿Qué?, ¿cómo así?
—Te estoy diciendo que si quieres, no que si tienes. ¿Estás turro? —le aclaro.
—Uy, sí, parce… Gracias… Reeeesto.
El lugar es una especie de casa de un solo piso, rústica pero acogedora; al entrar hay una barra y un sofá, que invitan a tomar cerveza y a hablar. Apenas nos ubicamos y todo allí se ilumina de rojo. La pista de baile es una goma gris, los techos con vigas de madera le dan un aspecto de finca que me agrada, tan solo hay tres personas en la pista moviéndose levemente, veo un par de lentes y unas rastas que sobresalen ¿A los rastafaris también les gusta esto? Veo a Sonico mezclando, se ve diferente de noche, más serio, más concentrado.
—Bueno, Nati, me tengo que ir.
—Tu tranqui, algo haré —respondo a mi amigo, pero reconozco que no estoy tranquila.
—Bueno, bye.
Los ritmos que resuenan son aburridos. “Qué rico estar bailando salsita con mis amigos”, pienso. ¿Será que no va a llegar nadie? Santiago regresa de la nada.
—Ven, salgamos que me encontré con la novia de Peter, ella es una chimba —dice él.
Al salir nos acogió un grupo de siete personas. Santiago le dice a Jenny: “Mira, te presento a Natalia”. Me saluda muy amorosamente y me dice: “Obvio, te puedes quedar con nosotros y parchar”, me siento profundamente aliviada. Es una chica delgada, de te z blanca, tiene lentes rectangulares, cabello largo y lacio, trata a todos con mucho cariño. El resto de ellos, por el contrario, saluda con una corta mirada, sin pronunciar palabra, y luego del silencio incómodo continúan hablando de sus experiencias.
En ese instante se me acerca Jota, un chico alto cuya edad no puedo intuir por mucho que intente, tiene el físico de alguien de 30 años, chaqueta de cuero, barba, la vestimenta darks de los ravers, pero su actitud es fresca y juvenil.
—Pero ven, mi amor, por qué tan calladita, cuéntanos algo —me dice mientras Santiago se despide y se va.
—Bueno, ¿vamos a prender ese bareto o qué? —sugiere uno de los integrantes del grupo.
Otros dos chicos terminan de enrollar el cuero y sellar el cigarrillo de marihuana.
—¿Alguien tiene un ‘brico’? —pregunta Jota, casi gritando.
Mientras comienza la intensa búsqueda del encendedor, Jota hace un recorrido por la memoria grupal, recuerda aquella ocasión en que tal o cual se drogó demasiado. Otro, el chico del capul, lo interrumpe:
—Jota, no hable, acuérdese de esa vez que estaba tan ‘empepado’ que se levantó después del remate y ya habían pasado dos días.
Todos se ríen, las historias continúan.
—¿Se acuerdan cuándo era dealer? —rememora Jota, se ríe—. ¡Ushh! Era el peor del mundo, compraba 100 pepas y cuando me daba cuenta habían desaparecido 50.
Me asombra el dato: cada pepa de éxtasis vale alrededor de $30.000.
—Y ¿dónde las consigues? —le pregunto.
—Mi amor, por ahí —me evade.
El más callado del grupo enciende por fin el anhelado porro, el humo se extiende en la noche congelada y las bocanadas que carburan la marihuana son tal vez tres o cuatro por cada integrante. Jota pregunta mi nombre y cosas por el estilo, pasan unos 10 minutos y se exaspera:
—Bueno, rótelo, que lo tiene monopolizado —reclama.
La conversación se disipa, todos se van apagando hasta el silencio. El del capul se saca de la chaqueta una caja de ron pequeña, le abre un agujero y todos beben a hurtadillas, ocultándose contra la pared, haciendo ademanes para no ser vistos. El ritmo de la conversación regresa.
—¿Qué tanto escribes en el celular, amor? —me pregunta Jota. Le sonrío y continúo observándolos.
Jota alza su voz y retoma su protagonismo en la conversación grupal:
—Parce, ¿usted qué hace cuando no tiene cómo fumar? Juan Carlos hacía una pipa con un pedazo de panela y luego se la comía —todos ríen.
—¡Uyy! O como el man que hacia una pipa con las cáscaras de limón —recuerda el del capul.
—No, no, no, güevón, eso se llama ser vicioso —responde Jota, con risa pícara.
Mientras más explican, más me sorprendo. Hablan de elementos realmente sofisticados para cualquiera que no consuma drogas, como el wax, una cera que simula la miel de abeja, pero que en realidad es un aceite de hachís butano que pasa por un proceso especial para concentrar hasta un 80 % de cannabinoides.
También cuentan experiencias colectivas e individuales. Es como estar en un programa de ‘Hágalo usted mismo’:
—¿Sabe qué hacía yo cuando no tenía cómo? —pregunta Jota—. Andaba con macarrones, claro, uno tiene que estar pendiente de que no se le rompan, pero llega, los taca y se los fuma.
A nuestro lado hay una pared con una pintura psicodélica, las pirámides de Giza, otros elementos extraños, pero lo más bello es levantar la mirada y ver a Bogotá: rígida, inmersa en las construcciones alargadas con luces que titilan y sentirse en un pequeño rincón donde nada de lo que pasa allá afuera importa, un oasis de música en medio del desierto gris de la ciudad.
—Bueno, qué, ¿quieres bailar, linda? —me pregunta Jenny. Entramos y el lugar ya está mucho más lleno que antes, pero aún no alcanza su clímax. Según Jota, el local se llena a eso de las dos o tres de la mañana, hora en la que las fiestas crossover, a las que estoy acostumbrada, apagan las luces y espantan a los últimos borrachos de los sofás con canciones de Juan Gabriel.
No sé cómo actuar, pero sé lo que veo: movimientos corporales de toda clase; los hay expresivos, que marcan el tempo con los brazos a los costados, de dedos que persiguen los beats y sus variaciones, de pasos recatados y desenfrenados, mientras que yo me balanceo buscándole un sentido al sonido, pensando si todos notarán cómo desencajo, extrañando los bailes amacizados a los que acostumbro.
Sónico continúa tocando, haciendo rotar un antiguo vinilo. No comprendo lo que hace, pero, aunque el ritmo es repetitivo, ya no me resulta fastidioso. En cualquier momento pasa de pianos a fortes y consigue que el cerebro explore cada sonido; los agudos van deslizándose por los pensamientos y los bajos retumban en las pulsaciones.
La pantalla detrás del DJ refleja una serie de imágenes diversas: geométricas, psicodélicas, coloridas y monocromáticas, que iluminan el escenario y le dan un efecto especial al pinchadiscos. Sobre la gran mesa reposa lo que parece más la base de comando de una nave espacial que las consolas de sonido. La gente está lista para dejarlo todo en la pista. En la camiseta negra del artista brilla la frase “Underground resistance”, mientras en uno de los parlantes un letrero advierte: “Warning dj at work”.
En la barra hay tres sillas, nadie se sienta en ellas, las usan para dejar su chaqueta a un lado mientras bailan. Suena la voz de una mujer: “You wanna love me, you wanna hug me, love me”. ¿Seré muy estúpida al preguntarme de quién es la voz? Continúa el baile, los ojos cerrados, las bocas secas, el Bon Bon Bum endulzando los labios.
Mientras escribo en el celular, llega Jota con un vaso de ron.
—Bueno, mi amor, deja ese celular ya y tómate esto más bien. —Le digo que prefiero no tomar—. ¡Ayyy!, no seas aburrida —insiste. Bebo un sorbo, finjo beber otro y le doy las gracias—. Bebé, ¿vamos por un cigarrillo? —propone Jenny.
Todos toman sus chaquetas de la gran montaña sobre la silla, salimos y subimos a un pequeño balcón que da hacia el patio, Jenny me dice que está muy trabada, que tiene sueño.
—Jota, ¿tienes perico?
—Claro que sí, amor —le responde.
—Bueno, voy al baño y ya vengo.
—¿Necesitas? —dice Jota, extendiéndole unas llaves.
—No, bebé, yo lo hago con las uñas.
***
El pulso de la fiesta va por cuenta de Sónico, el ritmo cardiaco lo marca el tempo que él desee; el escenario es suyo, pero las sensaciones son de todos los que nos encontramos allí. Él, entre los parlantes, parece dirigirlo todo sin siquiera notarlo.
Extasiados por la música, las manos continúan agitándose, y el DJ, de facciones rígidas y mirada inexpresiva, continúa haciendo de las suyas. La colección de vinilos que tiene a su espalda cuenta los años que lleva formando parte de esta escena. La música repetitiva habla de sus días de adolescencia en Nueva York que lo llevaron a escuchar trance y que finalmente fueron guiados por su mentor, Black Mills.
Luis Vargas es el verdadero nombre de Sónico. Cuando no está tocando parece alguien más social, aunque no sonríe demasiado; aparenta unos 25 años, tal vez tenga 12 más, saluda a todos en el club, parece preocuparse por cada uno de ellos.
—¿Tu eres la de la entrevista?, ¿cómo estás?, ¿dónde quieres que hagamos la entrevista?, ¿esta luz te parece bien? —me bombardea con preguntas que no sé responder, está buscando dónde tengo la cámara, pero yo solo llevo mi celular para grabar un audio.
—Donde te sientas cómodo está bien —le digo.
Cuenta que la primera vez que tocó un tornamesa ya era un fanático de la música, pero nunca se imaginó haciéndola. Tenía 15 años, ya vivía solo en Bogotá y un vecino suyo —del que toda la cuadra se quejaba— dedicaba su tiempo libre a hacer girar los vinilos y producir mezclas básicas, hasta que su madre se cansó de tanto ruido y le prohibió tener esos equipos en la casa. Como buen vecino, Luis se ofreció a guardar los equipos temporalmente, a cambio de que le enseñara a tocar.
Así empezaron sus reuniones semanales. “Cuando lo pienso, tocábamos mal, pero a nosotros todo nos sonaba una chimba”. Fue en esas tardes de uso a escondidas de esos equipos cuando Luis se fue transformando en Sónico. Allí empezó la pasión.
Cuando el novato DJ recién se encontraba con la música y empezó a asistir a raves, todo era diferente; la música y las personas que se reunían entorno a ella se movían en escenarios clandestinos. “Íbamos a un lugar que se llamaba Cinema, era una casa muy cerca de la Zona T de Bogotá; no tenía letrero, simplemente era una casa en la que se hacían fiestas y solo quienes asistíamos sabíamos lo que pasaba allí. Éramos una familia de unas 200 personas, todos nos conocíamos”.
—¿Había filtro? —le pregunto.
—Sí, lo había, pero era muy diferente a los de ahora, no se medía el nivel socioeconómico que alguien aparentaba tener, era más un filtro intelectual en el que se veía el estilo. Lo que el filtro quería probar consistía en saber si eras un verdadero raver.
La contradicción es latente, el punto diferencial que Luis dice tener en muchas de sus respuestas y en su vida como músico es la facultad democratizadora de llevar lo que era oculto a un plano en el que todos puedan acceder a ello: el techno saliendo del underground y situándose a la luz, donde todos puedan escucharlo sin discriminación alguna. Sin embargo, la vestimenta, la manera de hablar y qué tan raver se es, parece mostrar que el círculo se vuelve estrecho de cualquier manera, así las preguntas que se hacen a las puertas del club para determinar quién entra y quién no suenen mejor en una o en otra época.
***
El bar está lleno y parece que mucha gente se conoce entre sí. En ese enjambre sobresale un grupo de extranjeros, una rara manada que se toma en solitario una de las esquinas.
No solo son extranjeros quienes vienen de otro país, también lo somos quienes venimos a descubrir otro universo que, aunque se encuentre a unas cuantas calles de los ruidosos bares donde el reggaeton y la bachata son ley, parece construir una barrera profunda entre quienes gozan de la “superioridad” musical y quienes no lo hacemos.
Dejo el celular a un lado, decido sacar de mi mente toda obligación de conocer para escribir y entonces comienza la verdadera fiesta para mí, ¿el sorbo de ron me habrá hecho efecto? No lo creo, tengo total conciencia, tanta como para permitir que se pierda entre los sonidos exquisitos, constantes. “Cierra los ojos, Natalia, nadie te está mirando”, me aconsejan mis pensamientos, ninguno de los aquí presentes se interesa demasiado por comprender los movimientos, los gestos ni la belleza de otros; el espacio es plural, pero el momento está escrito en singular.
El vinilo tiene un signo de división blanco en la mitad, gira sin cesar, es el motor que mantiene en pie este viaje hacia sí mismo. Me duelen los pies, pero quiero seguir, me he contagiado de la euforia de este lugar, el cielo ya tiene sus primeros rayos de luz, el día comienza a apoderarse de la ciudad.
Lo que no había logrado entender hasta ese instante era que para disfrutar el techno hay que dejarse poseer por él. No ha de existir nada más que la música y la intención de descargar todo bailando.
Sónico me dijo en alguna ocasión que el auge en el que se encontraba la escena se debía a que, como todos los géneros musicales, este tenía su momento de masificarse. Le encuentro total sentido, es la plena representación de la época, jóvenes hastiados de pensar hasta el cansancio van en busca de un momento de liberación para su cerebro, un respiro que los libere de la sobreinformación, de la inconformidad. Perdidos entre los comentarios y los likes, olvidamos quiénes somos. Estamos aquí para reencontrarnos con nosotros, absortos en nuestro delirio.
Me acerco a quienes estuvieron conmigo durante la noche, les doy las gracias, un beso en la mejilla.
—Que te vaya bien, mi amor —dice Jota—.
Camino hacia la puerta y en cada paso pienso: “¿Qué es lo que acaba de suceder?”. Sentí que transcurrieron apenas un par de horas, pero ya casi son las cuatro de la mañana. Al alejarme me percato de que algo de mí se queda allá y algo de este lugar quedará en mi memoria, en mis sentidos, en mis ansias de regresar. Veo el carro que me espera a lo lejos, pongo un pie fuera de Klan 31, vuelvo a la realidad.