Cultivar y cosechar en espacios pequeños y dentro de la ciudad es una tendencia que no solo propone una manera distinta y más económica de producir alimentos, sino también de preservar el medio ambiente. La agricultura urbana se convierte en una opción para algunos restaurantes, colectivos y particulares.
FOTO: Karen Guerrero
“Todos en el fondo somos campesinos, eso está dormido en nuestra mente y se despierta cuando tenemos contacto con la tierra”, dice Elena Villamil, de cabello blanco y delantal de cocinera, guardiana de semillas que decidió enverdecer su casa en Bogotá. Así como ella, Alejandro Gutiérrez, chef de Salvo Patria, también le apuesta a sembrar en la ciudad y decora sus platos con plantas que el mismo restaurante cultiva; algo similar a lo que hacen Juan Carlos Santana y José Camilo Rodríguez, de la organización Casa B, quienes fusionan el cultivo, el cine y la pedagogía. Conciencia y cuidado forman el punto de encuentro entre iniciativas distintas de la tendencia de agricultura urbana en Bogotá.
“Es la misma agricultura de siempre, la de toda la vida, pero se está reiniciando. Se trata de recuperar la agricultura familiar, tradicional y acercar el campo a la ciudad”, expresa Juan Carlos, quien también es biólogo y docente. Para él, la agricultura urbana es una respuesta a la revolución verde de la década de 1970: “Con el boom de la agroindustria y la modificación genética, se empezó a deteriorar el medio ambiente y empezamos a envenenarnos”.
La agricultura urbana surgió en Europa en la primera mitad del siglo XX, cuando se animó a los habitantes de las ciudades a producir alimentos para su consumo y para apoyar la alimentación de las tropas en las dos guerras mundiales. Luego, en los años sesenta, este tipo de agricultura resurgió con la contracultura hippie y hacia los años ochenta se empezó a popularizar en todo el mundo.
Sin embargo, solo fue en 1999 cuando la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) acuñó el término “agricultura urbana y periurbana”, para nombrar las “prácticas agrícolas que se llevan dentro de los límites o en los alrededores de las ciudades de todo el mundo” y que tienen especial valor para la seguridad alimentaria en los países en desarrollo.
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A Colombia llegó por la iniciativa de varios particulares que quisieron imitar lo que sucedía en otros países, pero también se amplió tras la ola de desplazamientos que el conflicto armado trajo consigo, pues las familias campesinas que se ubicaron en la capital y en sus periferias acoplaron sus conocimientos agrícolas para cultivar y subsistir en el nuevo entorno que habitaban. Más adelante, este hábito pasó a ser parte de programas gestionados desde entidades distritales y del gobierno nacional.
La agricultura urbana se institucionalizó en Colombia en 2004 mediante el programa Bogotá sin Hambre, cuando el alcalde era Luis Eduardo Garzón. Junto a este surgió el Proyecto 319, liderado por el Jardín Botánico José Celestino Mutis, mediante el cual se estableció un proceso de capacitación, asistencia y acompañamiento por parte de dicha entidad a los pequeños agricultores. Desde entonces, y pese al cambio de administraciones, el acuerdo establecido con el Jardín Botánico se ha mantenido, y este se encarga de prestar capacitaciones gratuitas.
Además de las iniciativas formales, la agricultura urbana es también una respuesta de resistencia y conciencia individual y colectiva, como lo afirman sus protagonistas; por ello, abundan las iniciativas informales.
Un restaurante
En la esquina de la calle 54A con carrera 4 se esconde una casa. Árboles y enredaderas en sus rejas impiden ver su interior. Pero arriba, en lo alto, un letrero informa qué hay allí: Salvo Patria.
Juan Manuel Ortiz y Alejandro Gutiérrez han buscado transmitir una imagen de cocina fresca, amigable y alternativa. Por eso, un letrero pintado con aerosol blanco sobre los ladrillos de la primera pared guía a los clientes. La huerta es hacia la izquierda.
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Es un jardín grande y vigoroso, propio de esas casonas del sector de Chapinero de la capital. Hay charcos y pequeños barriales y todos esos verdes lucen radiantes. Plantas, árboles, arbustos y flores abundan hasta llegar al fondo: las camas donde duermen algunos ingredientes de este restaurante.
Hay un árbol de tomate de árbol. Sus frutos están próximos a madurar y, según Nicolás, un cocinero del lugar, solo les resta un poco de temperatura ambiente para que estén listos. En las camas reposan, principalmente, germinados, cilantro, tréboles y rábanos que se utilizan para decorar los platos y preparar ensaladas. Y en el suelo están los que “salvan la patria”: los oxalis, pequeñas hojas cítricas que usan cuando el plato está muy dulce.
El cuidado de la pequeña huerta es una responsabilidad compartida de todos los que hacen parte de Salvo Patria. Por eso, al ingresar, el trabajador recibe una pequeña capacitación para que reconozca que la vida no está solo adentro con los platos. “Incluso, a veces, los meseros nos avisan qué ven desde la ventana y nos dicen: ‘¡Oye, el rabanito ya va a salir!’”, cuenta Nicolás entre risas.
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Y aunque la producción de sus cultivos no sea proporcional a las ventas del restaurante, hace que la apuesta de su servicio sea diferente, pues producen parte de sus ingredientes de una manera más artesanal y limpia y reducen los costos y la contaminación que implica el transporte de los productos.
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Como lo afirma Nicolás: “Esta ya es una insignia de Salvo Patria; puede que el cilantro de otros lugares tenga los mismos nutrientes que este, pero este está cuidado y lavado a nuestro gusto. Es más bonito servir un plato con algo que hemos cultivado nosotros”.
Incluso, más allá de la excepcionalidad de los platos, para Salvo Patria esta tendencia agroecológica hace parte de la conciencia. “Los cultivos son como bebecitos: hay que cuidarlos para que crezcan, hay que cuidarlos porque son vida, vida para todos”, concluye Nicolás.
Incluso, más allá de la excepcionalidad de los platos, para Salvo Patria esta tendencia agroecológica hace parte de la conciencia. “Los cultivos son como bebecitos: hay que cuidarlos para que crezcan, hay que cuidarlos porque son vida, vida para todos”, concluye Nicolás.
Una casa
Una callejuela empinada y solitaria conduce a un bello dormitorio. Un portón negro esconde un sendero. Este es curvo, empedrado, de paredes pequeñas y con materas que hacen calle de honor; es el camino que lleva a la puerta principal: otro portón negro, tan solo que un poco más pequeño. Chapas y pasadores pesados anteceden a más de seis “camas” donde hortalizas de varias especies duermen en calma. Hay verde, con diferentes tonos y matices, pero mucho verde. Elena no es una mujer de campo. Es una cocinera, residente del barrio San Martín, en el centro de Bogotá, que acató el consejo que alguien cierto día le dijo: “Si usted tiene restaurante, ¿por qué no cultiva?”. Desde entonces su vida cambió.
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Gracias a la gestión que realizó con el sacerdote de La Perseverancia, consiguió que el Sena le brindara una capacitación durante dos años, y los siguientes cuatro años hizo parte de programas de la Alcaldía que incluían más espacios de aprendizaje. Así ya lleva once años desde que tocó la tierra y la albergó en el patio de su casa. Una estructura con bolsas transparentes y bordones de madera presenta la Huerta Santa Elena. Una sábana de bolsas negras protege el inferior de cada una de las camas. Están separadas con pequeños caminos transitables y señalizadas con tableros escritos con una delicada letra cursiva. Una que otra flor se mezcla entre tanto verde. Hay acelgas, brócoli, coliflor, espinaca, perejil, ocho tipos de lechugas y muchas más hortalizas.
Elena trabaja todos los días en su huerta en compañía de algunos voluntarios que la conocen y se interesan en ayudar. Semanalmente, hay que remover la tierra para ablandarla y evitar que la raíz quede apretada; hay que rociar, fumigar, fertilizar y recoger la maleza, aunque, como dice Elena, “está mal llamada porque todo es ‘bieneza’”.
FOTO: Karen Guerrero
La cocina es la esencia de su vida, pero enseñar agricultura es algo que también la apasiona y con lo que sueña trabajar siempre. De modo que mezclar sus dos pasiones le ha permitido sembrar, cocinar y transformar. Con los cultivos ha hecho mermeladas, tortas, ponqués, panes con quinua y sin levadura y helados de lechuga. Todo lo que cultiva, lo lleva directamente a su cocina; una que otra vez, recoge verduras en bolsitas para algunos de sus clientes, pero asegura que son pocos.
Esta mujer, rola de pura cepa, se ha impregnado tanto del verde que incluso ha cambiado sus hábitos alimenticios y con la huerta le basta, porque para ella esta es una forma de resistir. “Todos deberíamos practicar la agricultura urbana, tener nuestra comida para hacer una presión de no consumir todo el veneno que nos dan y cambiar un poco el sistema”, concluye Elena.
Un colectivo
Belén es un barrio popular y tradicional del centro de Bogotá que acoge personas de distintas comunidades del país. En medio de casas coloniales y calles empinadas está Casa B, un colectivo de construcción comunitaria y cultural que trabaja con niños, jóvenes y adultos de la localidad. Justo al lado, un portoncito esconde la Cine Huerta, donde de la pared y hasta el fondo del lugar cuelgan en bandejas negras unas plantas suculentas. En el centro, hay una estructura de guadua de la cual se desprende una pantalla y frente a ella un espacio libre, porque para sus fundadores esa es la necesidad que su proyecto busca suplir: un espacio de encuentro.
FOTO: Karen Guerrero
“Bogotá necesitaba puentes de comunicación. Este es un proyecto desde las relaciones de confianza, un espacio multidisciplinar e intergeneracional”, dice José Camilo Rodríguez, cofundador de la organización. En el año 2013, la Cine Huerta se construyó en conjunto con miembros del barrio, especialmente con las señoras que, confiando en las bondades medicinales de las plantas, se animan a cultivar.
Este engranaje de cine, comunidad y huerta es un trabajo que se complementa desde la permacultura, que busca la sostenibilidad. “Es como un estilo de vida, en el cual hay una armonía entre la naturaleza y el ser humano. Hay una reciprocidad entre yo siembro y obtengo el beneficio del alimento, pero yo le aporto a ese espacio, lo cuido. Todo es un sistema y hacemos parte de él”, explica Juan Carlos Santana. Por ello, las suculentas de las bandejas limpian en el aire y en el rincón, justo al lado de las bandejas, la planta —alta, fuerte y elegante— de tabaco repele los insectos, atrae polinizadores y da sombra a las demás.
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Es un sistema integrado por plantas aromáticas, como la mejorana y la ortiga; por frutas, como la mora, el lulo, la uchuva y la papayuela; por legumbres, como el fríjol y las habas; por hortalizas, como la acelga y el apio, entre otros. Es también un sistema integrado por miembros de la organización, voluntarios para el trabajo comunitario, personas de la comunidad y todo aquel que desee aprender y aportar, como lo asegura José Camilo.
Es un sistema pedagógico y no comercial. “Este es un proceso de construcción y coparticipación. No tenemos ningún fin lucrativo, el cultivo es para nosotros o para regalarlo. Lo que se busca es que la gente entienda, sea consciente y también haga huertas en sus casas. Que disponga de una sala cultural, un lugar de encuentro para tener un diálogo de saberes”, explica Juan Camilo.
FOTO: Karen Guerrero
Según Juan Carlos, también considerado guardián de semillas, la agricultura urbana y este tipo de iniciativas en espacios informales son, además, respuestas a la falta de respaldo estatal frente a la protección de lo nativo. “Si hay leyes que atentan contra el patrimonio, es necesario hacer estos cultivos para protegerlo”, expone. Con esto se refiere a la Resolución 970 de 2013, en la que se establecen requisitos para la producción de semillas, así como para su exportación, importación y almacenamiento. Desde el punto de vista de Juan Carlos, esta legislación se encargó de favorecer las semillas certificadas; es decir, aquellas intervenidas genética y tecnológicamente.
Por otro lado, para el cofundador de Casa B, la conciencia sobre el buen comer, la seguridad alimentaria y el cuidado parte también de cuestionar la forma cómo se está educando. En ello coincide Juan Carlos, para quien mantener el legado indígena y recuperar los saberes nativos debe trabajarse desde la educación.
—Soy docente de ciencias naturales, y para los niños los alimentos vienen del supermercado. Desconocen todo lo que hay detrás. Así que, para poder apropiar estos saberes, es importante una modificación del PEI [Proyecto Educativo Institucional] porque desde los lineamientos del Ministerio de Educación y la escuela formal el cultivo no es importante.
—¿Por qué es importante la agricultura urbana?
— Porque sembrar una planta es una cura.
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