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Ana Paula García García -

Combinado: historias de vida


En una esquina de la plaza de San Victorino se vende el “combinado”: un almuerzo económico que lleva varios ingredientes en un mismo plato. Allí no solo se sirven alimentos, sino que se construyen esperanzas mediante el arte de la comida callejera. El combinado es y será la comida por excelencia del sector y la oportunidad de trabajo para personas con ganas de salir adelante.

FOTO: Ana Paula García. Tras una larga jornada de trabajo, Rosalba vuelve a su casa empujando su carrito.

Al costado oriental de la escultura de hierro La mariposa, de Negret, en la plaza de San Victorino, se encuentra uno de los puntos más conocidos por los transeúntes, no por el comercio mayorista ni por la afluencia de personas y palomas, sino por el olor a comida recién hecha que inunda el lugar. Basta con preguntarle a cualquiera por el “combinado” ―como comúnmente se le llama a ese plato económico, callejero y bien cargado que venden en la zona―, y una mano extendida siempre apuntará hacia el mismo sitio.

El combinado suele costar entre $2000 y $3500, todo depende de la porción. “¿Cuál es la diferencia entre un billete de $5.000 y uno de $10.000? Pues el tamaño”, dice uno de los hombres que anuncian la comida de los puestos ambulantes. Hay combinados para todos los gustos, pero “algo que nunca puede faltar es el principio”, asegura Óscar, el vendedor más antiguo del punto.

El menú cada día es diferente. Las sopas varían entre caldos, sancochos, cuchucos y otros. El seco suele ser arroz, pasta, papa o yuca; lentejas, garbanzos o fríjoles; ensalada y una porción de carne, pata sudada, hueso de cerdo o pollo frito. El jugo es adicional. Aunque también hay algunos combos: sopa más seco o seco más jugo, cada uno por $3000.

FOTO: Ana Paula García. Óscar mueve su carro para que la Policía piense que ya se va.

En la plaza permanecen fijos ocho carritos que ofrecen esos almuerzos apetecidos por su precio y balance nutricional. Roberto, uno de los comensales, menciona que opta por venir hasta acá porque, además de invertir poco, recibe un plato muy bueno que lo llena y lo alimenta. Y aunque pareciera que la competencia es ardua entre los vendedores de combinado, cada uno tiene sus clientes fijos. Hay días de ventas altas y otros más pesados: es cuestión de temporadas.

A pesar de los altibajos, la comida es un negocio que les permite tener lo del día a día y cubrir sus principales gastos. “A mí me quedan entre $20.000 y $30.000 diarios, después de haber pagado las compras y de ahí me sale para pagar lo del arriendo y mandarle dinero a mi mamá”, menciona Rosalba Ramos, una cocinera hecha a pulso que, huyendo de la violencia y la pobreza, salió de su tierra cartagenera y vino a parar a Bogotá. “Llegué sin un peso y aguanté hambre hasta que pude conseguir trabajo”, cuenta mientras camina regreso a su casa.

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En el barrio Las Cruces, en una pequeña cocina al final de un corredor que tiene varias piezas en arriendo, con ollas relucientes, que a falta de gabinetes están colgadas en la pared, surge la magia de Rosalba. A las 3:30 de la mañana enciende sus dos estufas: una de gas y, otra más rápida, de gasolina. Allí, en ese lugar, Rosalba prepara con esmero cada bocado, porque de eso se trata su éxito, la clientela la distingue por su inigualable sazón. A las 11:30, cuando el menú parece estar listo, monta las ollas en sus carros de mercado ―cuya tecnología de cilindro de gas a bordo le permite mantener la comida con la temperatura adecuada― y sale acompañada de su hija rumbo a la plaza de San Victorino. Con pasos firmes, en quince minutos ya está en su lugar de trabajo.

FOTO: Ana Paula García. Rosalba, sirviendo un plato a sus clientes.

Durante el día, atiende con dedicación a cada persona que decide comprar en su puesto. Rosalba pregunta los deseos de los clientes y consiente cada paladar. La jornada puede variar dependiendo del número de ventas, que a su vez están relacionadas con la temporada del año o el día del mes. “En temporada alta o cuando es quincena o domingo, todo se vende mucho más rápido. En esos días puedo estar terminando a las dos y media, más o menos”. Sin embargo, cuando las tardes son más lentas y quietas, su jornada se extiende hasta las cinco y media, para esperar a esos transeúntes lo suficientemente ocupados que no pudieron almorzar antes, o tan despistados como para olvidar haber ido a medio día. En todo caso, al final de la tarde emprende su caminata por toda la carrera décima hasta la calle tercera, allí sube a su casa, descarga sus implementos de trabajo y vuelve a salir.

Luego sube unas cuantas cuadras y un poco más adentrada en el barrio, llega a la tienda que le surte la materia prima de sus comidas. Quizás por precios o quizás por cercanía, en todo caso, rara vez cambia de lugar de compras. Hace el mercado para el día siguiente que, aunque le toma tiempo por la cantidad de ingredientes que necesita, es prácticamente automático porque conoce la ubicación exacta de cada producto. Después, vuelve a su casa con unas cuantas bolsas. Antes de dormirse o de quitarse su uniforme de trabajo, Rosalba deja listas las cosas que se pueden alistar para el día siguiente: el jugo, el picadillo y los granos en remojo. “La cocina es esclavizante”, añade.

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Rosalba vino hace quince a Bogotá en busca de oportunidades, “mis conocidos, que se habían venido antes, me decían que aquí pagaban tres veces más que en otros lugares”. Sin embargo, recién llegada, no tenía hoja de vida ni mucho menos una carta de recomendación, por eso le fue difícil encontrar trabajo. “Un paisa y su esposa, que tenían un restaurante, me dieron la oportunidad. Al principio me pusieron a lavar platos, pero poco a poco fui ascendiendo hasta que llegué a la cocina. Siempre estaré agradecida con ellos”.

FOTO: Ana Paula García. Clientes de Óscar almorzando.

Después de un tiempo trabajando en aquel negocio, Rosalba renunció para conseguir mejores ingresos y así fue como resultó en otro restaurante. “Era pequeño, pero con mi sazón les hice crecer la clientela, la gente lo decía y mi patrona estaba feliz”. Su siguiente empleo fue en un puesto de chorizos y arepas, hasta que un día se le pasó por la mente emprender para conseguir esa anhelada libertad de ser su propia jefe. “Caminaba por San Victorino y veía cómo vendían esos almuerzos, hasta que un día dije: ‘Y ¿yo por qué no hago eso?’. Ya estaba cansada de ser la empleada, la gente aquí es muy ‘humillativa’”. Esa misma tarde, con su último pago, salió directo a comprar ollas, utensilios de cocina, un carrito de mercado e ingredientes. A la mañana siguiente se aventuró a inaugurar su propio negocio: se paró en ese sitio que, después de casi diez años, sigue siendo su puesto de trabajo y empezó a rebuscarse el dinero del día. Nadie la conocía, pero poco a poco el olor de su comida y la experiencia que brinda su sabor le llevaron clientes fieles. Ha sido un proceso agotador que, a pesar de todo, le ha permitido seguir adelante.

Pero, más allá de la técnica culinaria, el servicio al cliente o la extensa rutina, lo más difícil de la labor es el trato con la Policía. En Bogotá, la lucha contra los vendedores informales es pan de cada día, pues la preocupación de la ley ha estado encaminada a recuperar el espacio público y desmantelar posibles mafias que puedan operar en puestos ambulantes. El problema es que justos pagan por pecadores: “A mí ya me han decomisado tres carros e incluso una vez me regaron toda la comida”, comenta Rosalba mientras mira el camión de la Policía que está llegando a la plaza.

El agente Ricardo Seña, uno de los que transitan por San Victorino, se dirige a los puestos. Argumenta que, además de ocupar el espacio público, los vendedores ambulantes generan un ambiente propicio para la delincuencia. “Detrás de estos carritos se esconden los ladrones y uno no se da cuenta. Además, cuando ven que están robando no nos avisan”. Ante esto, Rosalba contesta: “Yo hago mi trabajo, que es vender comida, no cuidar a las personas. Si sapeo a los ladrones, la Policía no me va a venir a proteger de una puñalada por soplona”. Cada quien defiende su posición. El camión de la Policía se estaciona cerca de Transmilenio y empieza a pitar para que desocupen. Óscar, el vendedor que se ubica diagonal a Rosalba, toma su carrito y hace el amague de que ya se va, pero cuando la Policía se despista, se vuelve a situar donde estaba. “Usted ya sabe cómo es la autoridad”, dice.

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¿Qué tal está el almuerzo? —preguntan.

¿Qué mamá dice que su hijo es feo? —responde Óscar Martínez, el más antiguo del punto.

Óscar lleva diez años vendiendo combinado. Es imposible no notarlo, pues su risa se oye a distancia y el anuncio de su comida es el sello de su marca:

“¡Almuerzos!”, grita mientras golpea una olla. Todos lo conocen por sus fríjoles infaltables y por su tomadura de pelo que a cualquiera le alegra el día. Junto a su carrito de mercado con parasol colorido, tiene un par de bancas para sus clientes; el servicio es completo.

FOTO: Ana Paula García. Carrito con tecnología de cilindro de gas incorporado, ollas y bolsas.

Se levanta a las seis de la mañana para iniciar su rutina. “Mi estufa es de gasolina, entonces no me demoro tanto cocinando”, dice. A las 10:30 sale de su casa, junto al Batallón Guardia Presidencial, empujando su carrito de mercado repleto de bolsas, cantinas, baldes y ollas calientes con el menú que alistó para el día. Camina quince minutos, recorre unas cuantas cuadras y cruza hacia la plaza de San Victorino. Se instala en el mismo lugar de siempre y anuncia con pasión sus almuerzos.

FOTO: Ana Paula García. Combinado con arroz, pasta, papa, fríjoles y pollo sudado.

Su jornada también depende del número de comensales y de si se agota o no su producto. Al final de la tarde, apoya su cuerpo sobre el carro de mercado y se devuelve recogiendo sus pasos hasta llegar a su punto de partida. Toma una siesta de quince minutos, recupera fuerzas y sale a la tienda del barrio a hacer las compras para el día siguiente. En temporada alta va hasta la plaza de mercado, porque necesita mayor cantidad. Al igual que Rosalba, alista lo que puede la noche anterior: los cortes de la carne y los fríjoles en remojo. También aprovecha para lavar ollas. A la mañana siguiente repite lo mismo con su permanente sonrisa bajo el bigote.

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Más que vendedores ambulantes, Rosalba y Óscar son héroes valientes que cambiaron los antifaces por los tapabocas, que se dedican a velar por la prosperidad económica de sus familias. Y para la clientela, son quienes los salvan del hambre del mediodía con recetas cotidianas que tienen excelente sabor. ¿Qué sería de San Victorino sin ellos? Quedarían los almuerzos en restaurantes a $2000 o $4000 más y, por ende, muchos no podrían pagarlos, o la fritanga, que también se comercializa en el lugar, pero la sensación de estar comiendo como en casa se esfumaría. “Aquí ya saben lo que me gusta, entonces siento que me atienden con cariño”, comenta Liliana, una clienta frecuente.

FOTO: Ana Paula García. Combinado con arroz, pasta, papa, fríjoles y pollo sudado.

A pesar de los problemas, de la persecución policial e, incluso, del mal clima, ellos se levantan día a día para llevar su talento a la calle y ganarse con esfuerzo todo lo que tienen. “Yo estoy esperando mi subsidio por ser desplazada para montar una cafetería”, comenta Rosalba, pero mientras eso sucede, sigue llenando barrigas y contentando corazones con sus platos. Por medio del combinado, no solo se juntaron ingredientes, sino anhelos y esfuerzos, que se materializaron en una vida más digna.

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