Secretos del Mar es un restaurante en La Candelaria que ofrece platos de la gastronomía del Pacífico. Para los bogotanos comer pescado es probar algo diferente, para quienes provienen del Pacífico es regresar a casa.
FOTO: Michael Steven Bolaños
El humano primero fue pez; luego, hombre.
La tribu mandé, del sur de Mali, cuenta que al principio no había nada en el universo, todo era oscuro y solo existía Mangala. Él creó dos semillas, una femenina y una masculina, que luego se transformaron en peces. A una de ellas le dio forma humana y la envió en un arca a la Tierra con los primeros ancestros, animales y plantas. Ellos sembraron semillas y de allí salieron los primeros humanos.
“Yo siempre he dicho, a mí me salen escamas o me salen plumas, pero más pelo no me sale”, dice Bolívar Riascos, un médico cirujano de la Universidad del Valle que nació en López de Micay, al noroccidente del Cauca.
Él está sentado en una silla de madera con un espaldar de cuero desgastado. Le queda pequeña en proporción a su tamaño. En frente tiene una mesa de madera. Se sienta con las piernas abiertas porque no le caben dentro de la mesa. Está esperando su almuerzo. Cuando viaja a su tierra come pescado todos los días; en Bogotá, solo dos veces a la semana. Antes era un asiduo cliente de Secretos del Mar, pero como viaja constantemente por su trabajo, ahora solo visita de vez en cuando el lugar.
Jesús Alomía, ‘Chucho’, es el dueño del restaurante. Tiene dientes grandes que se asoman cada vez que sonríe. También nació en López de Micay. En 1986 empezó su negocio en un pequeño lugar del centro de Bogotá. Solo cabían tres mesitas y una barra. Seis meses después se mudó a un local más grande, el actual. Está en la Carrera 11 con calle 4.ª. No tiene un aviso vistoso ni una entrada llamativa. Encima del marco de la puerta hay un letrero de madera pintado a mano con el nombre del restaurante y el dibujo de un pez vela de color azul, el mar, unas palmeras y un atardecer rojo.
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Adentro el techo casi se puede tocar levantando la mano. Muchas cosas son de madera: las mesas, las sillas, la parte inferior de las paredes, el balcón, la barra, el techo y los estantes. Todo cruje. Unas paredes son azules, por el mar, y otras, anaranjadas, porque ese color abre el apetito, según Chucho. Hay un cuadro de Marcus Garvey, un activista por los derechos civiles a inicios del siglo XX que propuso el retorno a África. El Che Guevara también decora el restaurante. No tiene nada que ver con la comida del Pacífico, sino con la ideología de Chucho, quien perteneció a la Juventud Comunista.
Chuco llegó a Bogotá para terminar su bachillerato porque lo habían expulsado de todos los colegios donde estudiaba. El último fue el colegio San José, en Guapi. Junto con 25 compañeros se tomaron el lugar durante una semana porque les dictaban clases personas que no eran licenciadas. Al final de la semana entró la policía. Chucho logró escaparse y se montó en un barco que iba a Buenaventura. Luego le informó a su papá que venía para la capital a terminar de estudiar.
Al inicio tenía pensado montar un lugar de comidas rápidas, porque estaba en una zona universitaria. El día de la inauguración ofreció sancocho y arroz de coco. Tuvo tanto éxito con esos platos, que dejó de lado su idea de vender hamburguesas, salchipapas y perros calientes para empezar a hacer comida del Pacífico, su comida. Lo hizo también por sus paisanos. Pensó que ellos también estaban teniendo dificultades para adaptarse a la oferta gastronómica de la ciudad.
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Cuando empezó con el restaurante, viajaba en bus cada ocho días hasta Buenaventura para traer, en una nevera de icopor, el pescado que se iba a preparar en la semana. Cada trayecto duraba doce horas, al igual que el regreso. Ahora le traen los pedidos desde Tumaco y Buenaventura en camiones refrigerados.
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Son las 11:30 de la mañana y empiezan a llegar los comensales. En la barra hay dos paisanos de Chucho que saludan a todos los que entran, sean afros o no. El menú corriente en Secretos del Mar es el mismo todos los días: de entrada, sancocho de pescado, y el plato fuerte es pescado sudado o frito con arroz blanco o de coco, patacón y ensalada de lechuga con zanahoria.
—¿Qué va a pedí mi dotó? Hay alguacil sudado o mojarra frita. Pida el sudado que está mejó —ofrece Mincho, uno de los dos hermanos de Chucho que trabajan en el restaurante.
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Para un cachaco, comer pescado es variar la dieta; para alguien del Pacífico o del Caribe es volver al origen. El paladar bogotano está acostumbrado a los recatados sabores del ajiaco santafereño, que de vez en cuando busca ser atrevido y decide ponerle un toque ácido con alcaparras. En el Pacífico no escatiman. Su cocina es como la personalidad de sus habitantes: llena de sabores fuertes.
Para un cachaco puede ser escandaloso ponerle queso a la sopa. Más aún si esta lleva pescado y el caldo es de color naranja, como la sopa de queso del Chocó. En Secretos del Mar la preparan todos los lunes, miércoles y viernes. Hoy es lunes, y Jafeth viene a almorzar únicamente esos tres días porque es una de sus comidas favoritas. Él es chocoano.
Al norte del Pacífico utilizan el queso para casi todas sus preparaciones. Al sur sucede lo mismo, pero con el coco. “Yo les digo que allá echan queso hasta en el jugo”, dice Bolívar Riascos. La sopa de queso lleva papa, ajo —dos dientes por plato porque es lo que le da el sabor—, pasta en forma de conchitas, cilantro, cebolla cabezona y larga, atún —tan suave que se deshace al probarlo—, caldo de costilla, leche de coco —que le da un sabor dulzón muy disimulado en el fondo de la garganta—, color, queso costeño picado en cuadritos, un huevo —que se cocina en el caldo, como en la changua— y poleo —una hierba aromática que le da un olor casi mentolado a la sopa—. “La esencia de la comida nuestra son las hierbitas típicas del Pacífico y el coco. Ese es el ‘sesapil’ de la comida”, dice Chucho.
El menú del día cuesta $13.000, y con sopa de queso cuesta $1.000 más. Son pocos los comensales que la piden, como Jafeth, quien de plato fuerte pide pescado frito. En la cocina ya saben que le gusta con salsa del sudado encima. Así lo preparaba su mamá cuando era pequeño para que no se espinara cuando comía. “El pescado es muy nutritivo, además siempre lo tuvimos a la mano desde que estábamos pequeños”, explica luego de recordar cuando le pegaban por irse solo o con sus amigos a jugar y a pescar al río.
Él llegó a Bogotá hace un año y medio para trabajar con la Comisión de Seguimiento de los Acuerdos de Paz. Es politólogo. Unos amigos de su universidad lo llevaron donde Chucho a almorzar y desde ese momento nunca come pescado si no es en Secretos del Mar. Jafeth cuenta que el primer día que comió donde Chucho estaban debatiendo sobre qué término deberían utilizar los mestizos para llamarlos, si afros o negros. “No es una cosa que necesitemos nosotros, los afros, porque uno tiene un nombre. Lo primordial para llamarlo a uno es el nombre. Esto es más sobre cómo nos debería llamar la gente mestiza, los no afros”, dice mientras le da un sorbo a su cerveza. Hace calor. Es imposible no sudar luego de comer sopa de queso.
FOTO: Michael Steven Bolaños
Cuando se cruza la puerta del restaurante deja de ser Bogotá. La temperatura se sube 10 °C. Todo huele a pescado, a mar. Se escuchan acentos de Guapi, Quibdó, Buenaventura, Tumaco. Es un refugio. Chucho dice que Colombia es un país racista a morir y que lugares como Secretos del Mar contribuyen para que las nuevas generaciones limen asperezas. “Esa segregación por parte de los otros nos afianza una hermandad; cada vez que uno ve un afro dice: ‘Ese es mi hermanito, esa es mi hermanita’. Entre las cosas que despierta el racismo aquí, está la solidaridad entre la gente afro”, explica Jafeth.
La comida une porque se comparte con el vecino. Por eso todo el que entra al restaurante se saluda, así no se conozca. “Nosotros sí tendemos a una cosa: que cada uno quiere conocerse”, dice Jafeth. Él cree que los restaurantes de mestizos son un negocio nada más, en cambio lugares como Secretos del Mar son puntos de encuentro. Todos los paisanos que entran al restaurante se sienten en su tierra. Afuera, la ciudad; adentro, el Pacífico entero. Chucho dice que todos venimos del océano, por eso todos llegan a Secretos del Mar.
De hecho, venimos del mar: según una teoría del Laboratorio de Propulsión a Chorro y el Instituto de Astrobiología de la NASA, la energía eléctrica producida de forma natural en el fondo del mar pudo haber originado la vida hace 4.000 millones de años. Antes de ser humanos fuimos peces.
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—Buenas tardes, tía Minga. ¡Buenas tardes, mi gente! —grita alguien desde la entrada.
—Buenas tardes mijo —responde Dominga desde la cocina.
A ella le dicen que tiene cantidad de sobrinos e hijos. Todos le dicen “mamá Minga” o “tía Minga”, aunque no sean parientes. Dominga es de Buenaventura. Habla muy poco, pero al dar sus recetas se emociona bastante. Es delgada y pequeña. Tiene unas cuantas arrugas que se asoman tímidamente en su frente y algunas alcanzan a ser cubiertas por una pañoleta azul claro que lleva en su cabeza.
Dominga llega todos los días a Secretos del Mar a las once de la mañana. Sus otras dos compañeras de cocina —ambas se llaman Esther— están desde las ocho de la mañana encendiendo los fogones y preparando el pescado sudado y el caldo. Las dos son robustas y altas. Por su tamaño pueden cargar las ollas enormes que utilizan. Dominga no podría.
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A la tía Minga no le gusta el pescado. Nunca le ha gustado, pero lo prepara todos los días. Su papá era pescador y vivía con su familia a la orilla del río en el barrio Unión de Vivienda, de Buenaventura. Los pescados abundaban en la casa. Su mamá le preparaba jaiba, su plato favorito. Ella iba a la cocina y veía cómo su mamá le sacaba la carne al cangrejo y le hacía un guiso para luego meterla al ‘carapacho’ y rallarle plátano maduro antes de cerrarlo. Luego lo ponía en un fogón de leña metido en la tierra y lo tapaba con hojas de plátano.
Mientras su mamá le hablaba, Dominga fingía que prestaba atención y por debajo de la mesa iba arrastrando los ingredientes que sobraban de la preparación. Después se iba corriendo con las manos llenas de tomates pelados y cebollas para ponerlos en sus ollitas de juguete, que estaban sobre sobre un fogoncito que había hecho con ramas. Otras veces cogía conchitas de zángara —redondas y de color negro— y echaba ahí lo que encontrara. Así aprendió a cocinar. Sus comensales dicen que su mejor plato es el tollo ahumado. Para ella el pescado es la esencia que viene de los ancestros. Un chigualo o gualí, que es un canto del Chocó, dice sobre la cocina:
No cocino con chamizo
sino con leña rajada
yo canto con mis amigos
que me saben la tonada.
Dominga no extraña Buenaventura. Las dos Esther tampoco, pero dicen que extrañan el pescado porque el que hay en Bogotá no sabe igual. “No es como el de Buenaventura, que es recién pescadito. De vez en cuando uno se come aquí cualquier pedacito, pero no con el mismo gusto”, dice la Esther más joven, que llegó a Bogotá cuando tenía 14 años —hoy tiene 30—. Cuenta que cuando se va de viaje le hace falta Bogotá, porque lleva casi toda su vida aquí. Además, la mayor parte de su familia vive en la ciudad.
El restaurante cierra a las nueve de la noche. Dominga es la última en irse. Deja los fogones encendidos hasta las siete, porque aún aparecen personas para comer a esa hora. Durante el día llegan algunos mestizos a almorzar, pero desde las cuatro se reúnen ahí únicamente los paisanos a tomar cerveza y jugar parqués o ajedrez. Hablan sobre las circunscripciones de paz o el problema con el nuevo gobierno. Antes se reunían muchas más personas, ahora vienen entre seis y ocho. Años antes, hacían ‘viernes culturales’ y todos se sentaban a contar historias mientras tomaban cerveza. Después se iban a Bamboleo, una discoteca que montó Chucho al lado del restaurante.
FOTO: Michael Steven Bolaños
Aunque en la capital encuentran trabajo y mejores oportunidades de vida, siempre van a estar atados a su tierra. Es algo que los persigue. Por eso cocinan alguacil sudado, tollo ahumado, burique o jaiba, en lugar de papas a la francesa, perro caliente o hamburguesa. Viven en Bogotá, pero toman jugo de borojó con el almuerzo o viche en las fiestas. Ellos habitan en la ciudad a su manera. “Toda la cultura gira alrededor del recuerdo del territorio. Siempre viven enterados de lo que pasa. Viven aquí muy bien, se adaptan, pero su alma cultural sigue estando allá”, afirma Ángel Perea, un periodista cultural que visita asiduamente Secretos del Mar.
Por eso todos los diciembres la tía Minga va a Palenque, porque su esposo nació allá. Chucho viaja a Buenaventura; Bolívar Riascos, a López de Micay; Jafeth y Ángel, a Chocó. Las fiestas son sagradas para pasarlas en familia. En el centro de todo está la comida, porque entre vecinos salen a compartir sus platillos, así todos preparen el mismo arroz con papa o un pescado en viuda. Cocinan, comparten y conocen familiares nuevos. Nada sobra, porque, según Bolívar Riascos, es mejor perder sangre que pescado. “Uno intenta llevar cosas del territorio, pero lo que más hace falta es la familia y las amistades. Si uno no tiene la familia, aquí la añora”, cuenta Jafeth.