Por: Manuela Cano Pulido // Revista impresa
Los adultos mayores en todo el mundo son los más afectados por la pandemia, pues no solo enfrentan la posibilidad de graves complicaciones para la salud por la enfermedad, sino también las restricciones de movilidad más severas. Soledad, olvido y marginación son las condiciones que muchos de ellos encaran en medio del aislamiento.
De pronto el significado de su puerta fue otro. Antes anunciaba el principio del camino hacia la libertad o la entrada de compañía. Por ella ingresaban sus nietos, sus hijos, su hermana y sus amigas. El timbre era un augurio de la llegada de sus seres más amados. Pero desde que se decretó primero el simulacro en Bogotá y luego la cuarentena nacional, este dejó de sonar. Y desde entonces María Antonieta Busquets permanece en el silencio profundo de su apartamento, a la espera de que todo retome la normalidad para volver a mimar, abrazar y hacer las demás tareas que constituyen lo que ella considera su labor como abuela y madre.
“Extraño oír el timbre cada día, para saber quién llega, quién viene, quién está. Abrazarlos a todos, el abrazo me hace mucha falta”, cuenta María Antonieta con una voz que tiene un quiebre de nostalgia.
Pero esta no es una historia aislada: por todo el mundo se decretaron estrictas medidas de distanciamiento social, aún más radicales para las personas de la tercera edad. En la calle Francoli de Barcelona, España, uno de los países que han sido foco de la pandemia, se encuentra Nurieta Babot. Ella tiene 82 años, vive con su esposo, Jordi, y aprecia día a día el privilegio de la luz que entra en su apartamento. Sin embargo, la nostalgia se le acumula cuando habla del aislamiento en el que viven desde el domingo 15 de marzo.
“Todo esto te da una especie de malestar. Me siento como una uva pasa, que se está quedando encogidita. Acá en casa, cada día es más de lo mismo, las mismas puertas de todos los días, las de siempre, pero antes me marchaba por ellas”, dice con una risita un tanto nerviosa.
Es así, en el mundo del coronavirus las puertas cumplen la misma función que los barrotes de las cárceles. Permanecen frías, sin contacto alguno. Las llaves ya no sirven para abrir, solo para cerrar, y las chapas están estáticas como un guardián que vigila que nadie salga ni entre a la celda donde se pasa la cuarentena. Quizás esa sensación fue la que llevó al reconocido periodista y escritor colombiano Daniel Samper Pizano, a titular una de sus columnas más recientes como La jaula de los abuelos, en la que escribió: “Nuestros protectores más cerebrales nos enjaulan para que no acabemos ocupando una cama de la UVI [unidad de vigilancia intensiva] que merece un joven con mejor futuro”.
Los estudios sobre la Covid-19 han mostrado que los ancianos son los más vulnerables frente al virus; sus efectos pueden conducirlos más fácilmente a la muerte. De hecho, la tasa de letalidad de las personas de entre 70 y 79 años es del 8 % y la de personas de más 80 años es del 15 %, esto es casi 40 veces más que las personas entre 40 y 49 años y 75 veces más que las personas de entre 10 y 39 años. Por esta razón, las puertas se les cerraron a millones de adultos mayores a lo largo de todo el mundo.
En este sentido, las medidas tomadas sobre los adultos mayores no son gratuitas. En Colombia, el mismo día en que Iván Duque decretó el aislamiento obligatorio, anunció que los adultos mayores debían quedarse en sus hogares hasta el 31 de mayo. Es decir, un mes más que toda la ciudadanía colombiana, que en un principio debía permanecer en sus hogares solo hasta el 27 de abril. De la misma manera, Diego Molano, director del Departamento Administrativo de la Presidencia, dijo en una entrevista con El Tiempo, refiriéndose a la situación de los ancianos en Colombia: “Esta población puede tener las mayores complicaciones y mayor riesgo. Es [el aislamiento] una medida fuerte, restrictiva y una apuesta social de protegernos a nosotros protegiendo a nuestros abuelos”.
Sucede en todas partes: en el Cono Sur, una de las primeras acciones de los Gobiernos fue suspender las visitas a las residencias de ancianos; en México se redactó un paquete de sugerencias específicas para las personas de la tercera edad; en Grecia se han promovido campañas para tranquilizar a dichas poblaciones y hacer conciencia de la necesidad de quedarse en casa; en España hay horarios específicos en los que solo pueden salir ancianos; en Italia se tomaron medidas drásticas, como el Plan de Emergencia de Máxima Afluencia, en el que se preveía un colapso de los respiradores y se especificaba qué criterios debía cumplir una persona mayor para poder acceder a uno de ellos y cuáles, por el contrario, lo excluían de dicha posibilidad.
Estas medidas muestran que el virus afecta a todos los ancianos del mundo de la misma manera, todos son igual de vulnerables. Sin embargo, según el lugar en el que se habite, las posibilidades de hacerle frente al virus son totalmente diferentes. No es lo mismo afrontar el monstruo del coronavirus en un país como Japón, en el que hay 13 camas de cuidados intensivos por cada 1.000 habitantes, o en España, donde hay 2 camas para la misma población, que en un país como Colombia, en el que solo hay 1.7 camas por cada 1.000 personas. Tampoco es lo mismo el peligro que representa afrontar el virus para los adultos mayores del norte y del sur de una ciudad desigual como Bogotá. Y menos aún lo es vivir la amenaza de la Covid-19 en lugares tan desprotegidos como el Amazonas.
Allá los casos aumentan todos los días, sin parar. El flujo de personas por unas fronteras porosas y muy transitadas, genera una mayor propagación del virus. Y al contrario de la cantidad de los casos, las medidas para afrontarlos no progresan. Cuentan solo con dos camas de cuidados intensivos y ya tienen más de mil contagiados. Es una situación pavorosa. José Aureliano González vive en Leticia, tiene 77 años y ve cómo la realidad empeora con una rapidez extrema. Le preocupa la inacción del Gobierno frente a una situación que parece salírsele de las manos. También extraña su rutina cotidiana en la que podía visitar Perú o Brasil con tan solo desplazarse unos cuantos metros y con plena tranquilidad.
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“Vivíamos aquí en una libertad tremenda, por la naturaleza y el medio ambiente, vivíamos superbién. Pero el encierro ahora es muy tremendo”, afirma José Aureliano. Y esa libertad se diluyó desde el momento mismo en que comenzó el confinamiento. Los comercios cerraron, el turismo desapareció de un día para otro, las conversaciones entre amigos en la calle se silenciaron y solo resurgió el ruido de la naturaleza. Todo parece una mala broma, por eso José Aureliano intenta burlarse de la situación.
“Comimos pierna-pernil de codorniz al almuerzo y de comida tenemos pincho de costilla de camarones”, dice serio y luego se ríe estruendosamente. Entonces le pregunto si maneja la situación con humor, y muy seguro me responde: “¿Qué más hago? Si me pongo a llorar, es peor, y si me salgo, me encierran”.
Esa misma actitud ha definido la forma en que Ana Isabel Babot, catalana de 70 años que vive en Barcelona, ha manejado la cuarentena. A pesar de que extraña a sus nietos y a sus hijos, se mofa de la situación y de sí misma. Mientras habla a través de la cámara de su celular, en medio de risas, dice frases como: “Los viejos dentro de todo tienen la vida solucionada, así que si la palmas [mueres]… Uno menos”.
Sin embargo, es difícil no caer en la desazón al ver las condiciones que sufren los adultos mayores en muchos lugares del mundo. En Colombia los datos hablan por sí solos: de todas las muertes, el 27,7 % han sido de personas entre 70 y 79 años, no hay ningún otro grupo poblacional con mayor número de decesos que en dichas edades. Cada día aumentan las denuncias por la falta de abastecimiento de medicamentos para los adultos mayores, como el caso conocido por La W Radio, en el que Ana Beatriz Guevara, una señora de 81 años, enferma de alzhéimer, lleva casi dos meses sin recibir los medicamentos necesarios para cuidar de su salud. Y esto no es todo, quizás uno de los dramas más aterradores vividos durante esta crisis sanitaria es el de las residencias para ancianos.
La misma Ana Isabel cambia su tono animado cuando se refiere a dicha situación: “Ver todas las desgracias en las residencias de gente mayor aquí ha sido tremendo. Se han muerto como moscas, terrible. Y se siguen muriendo”. Es tan preocupante la crisis de los hogares geriátricos en España, que casi 18.000 adultos mayores han muerto dentro de dichos establecimientos. Según la BBC, la proporción es tan alta que uno de cada tres fallecidos en dicho país vivía en una residencia de este tipo. “No han estado bien protegidos desde un principio”, concluye Nurieta con una voz que parece denotar frustración cuando le pregunto sobre dicha coyuntura.
Quizás por esa razón en Colombia se hizo el intento de tomar medidas tempranas en dichas residencias. Ese fue el caso del Centro Gerontológico Acarí, en Bucaramanga. Allá se encuentra Carlos Otálora, el abuelo de Sara Manrique, una estudiante de comunicación social de la Javeriana. Ella cuenta que se tomaron las precauciones necesarias a tiempo: “Aislaron completamente a los 22 abuelitos una semana antes de que se decretara la cuarentena nacional, prohibieron la entrada a los familiares de los residentes, de las enfermeras se quedaron solo las más jóvenes y no pueden salir [los ancianos] a menos de que sea un caso médico”, afirma Sara.
Además, lo más indignante de las muertes en las residencias es que no se están teniendo en cuenta en las estadísticas de muchos países. En el Reino Unido, varias organizaciones de la tercera edad denuncian que estos decesos no se están reflejando en los reportes diarios sobre la situación del coronavirus en su país. Afirman que solo se incluyen aquellas personas que mueren en los hospitales, pero no a quienes lo hacen en esas residencias o en sus propias casas. Parece ser que los adultos mayores están siendo ignorados hasta en las estadísticas y, en cambio, reciben una especie de “extremo cuidado” que esconde muchos tipos de marginalización.
Esa marginalización se refleja en que al aislar severamente a los ancianos no se han tenido en cuenta muchas de sus necesidades en términos de salud, nutrición e, incluso, estado de ánimo. Para miles ha sido un martirio conseguir sus medicinas, para otros más ha sido casi imposible abastecerse de comida por su propia cuenta, y otros se sienten solos porque en sus casas no hay nadie, y cuando salen, la gente se aleja por temor a contagiarlos. Salir se ha vuelto un peligro, pero quedarse en casa para muchos que no tienen un sustento asegurado no es una opción.
Muchas de estas situaciones las comunicaron Rita Duarte y Julieta Rodríguez —madre e hija, fundadora y directora, respectivamente— de Provida, fundación para adultos mayores que lleva 45 años de funcionamiento, en los que nunca habían tenido que afrontar a una emergencia como la actual. “Los que están solos y no pueden producir son los más vulnerables, pero también hay unos que están acompañados y están siendo maltratados”, comenta Julieta. Y las dos hacen ver que la situación de cada adulto mayor frente a la crisis sanitaria es diferente. Rita, quien también es abuela, cuenta: “Hay mayores que están viviendo con sus hijos y estos quieren que se vayan a otra parte. Eso es muy duro para ellos porque los quieren sacar. Hay otros donde las familias son muy duras, hay casos como el de una señora que puede pasar todo el día y la nuera no le da de comer”.
Estamos presenciando una situación que toca a los adultos mayores de una manera sin precedentes, en la que el cuidado marginaliza, la compañía de la familia es peligrosa, los abrazos son vías de contagio y donde están condenados a permanecer por mucho tiempo en sus casas, a pesar de su vitalidad. Para muchos es como si se les estuviera quitando el tiempo que les queda de vida. Así lo cree Nurieta: “Uno va viendo que la vida pasa de una manera muy tonta, como perdiendo el tiempo”. También María Antonieta relata que muchas de sus amigas le han comentado esa misma preocupación y sentencia a modo explicación: “Cuando piensas que el tiempo es más corto, sientes que te están quitando tiempo”. Pero más allá de eso, tanto Nurieta en Barcelona como María Antonieta en Bogotá concuerdan en que esta crisis ha deteriorado la imagen de la sociedad sobre los mayores, pues estos son vistos como extremadamente vulnerables, como un grupo homogéneo, con las mismas características, que no son las mejores, a pesar de lo distintos que son.
“De repente con en este cambio de vida, que es un cambio total, decretan que nadie se acerque a nosotros, como si fuéramos el peligro más horroroso, porque contagiamos y nos podemos contagiar. Los viejos somos un drama”, dice Nurieta con una voz que da cuenta de su consternación.
De la misma manera, María Antonieta expresa su indignación con toda esta situación, que, aunque respeta, a veces la lleva a la desesperación, a pesar de ser muy calmada: “Me ha cambiado mucho el pensar de la vejez. Yo llegaba a vieja y no me importaba, me parece que es bonito haber vivido. Nunca he sentido la necesidad de quitarme las arrugas porque me parece que son bonitas y son indicios de que se ha vivido. En mi caso, me siento llena de vida. Pero han tratado esto de una manera equivocadamente cariñosa, de decirnos ‘abuelitos’, pero en el sentido de que el ‘abuelito’ es una persona frágil, que si se mueve se rompe, que tiene que estar quietito. Lo hacen ver de una forma peyorativa, aunque sea cariñosa. No es que me moleste, pero es una manera de repetirnos que somos en cierta forma inútiles, aunque la verdad es que nos están cuidando”.
Esa sensación parece ser compartida por muchos adultos mayores por todo el mundo. En Nueva York vive Olga Morales, colombiana de 78 años, junto con su esposo, Steven. Los dos decidieron ir a pasar la cuarentena a un pueblo a dos horas de “la capital del mundo”, pues allá la propagación del virus ha sido impresionante. Ya pasaron los 200.000 casos y la curva no se aplana. Olga debe ir a Nueva York una vez a la semana y le impresiona ver tan vacía la ciudad que solía ser tan transitada. Pero más que vivenciar esa extraña sensación, le preocupa el estado de ánimo de los mayores en estos tiempos: “Si uno se pone a verse como un peligro, se siente culpable. Están bien esas reglas, pero yo creo que podría haber un poquito de flexibilidad”.
A pesar de todo esto, de la marginalidad, la incertidumbre, la nostalgia, las muertes por montones, la soledad, el cansancio y el miedo, para algunos adultos mayores este tiempo ha sido una forma de reinventarse y, como dice Rita: “muchos se han dado cuenta de que son más capaces de lo que creían”. Gran parte de ellos se negaban a usar la tecnología, y en medio de la crisis se han acercado a ella, la han visto como una alternativa en vez de condenarla. Con ayuda de sus nietos, hijos o de algunos voluntarios, se han tomado las pantallas de sus dispositivos electrónicos a su manera. Así lo hizo José, uno de los beneficiarios de la Fundación Provida, quien mediante tutoriales ha podido grabarse tallando en madera sus cruces de mayo y compartir este contenido a través de las redes. O también está el caso de Martha, de 65 años, quien transformó sus clases presenciales de danza que les hacía a aquellas que llama “sus abuelitas”, por videos que ella misma graba desde su celular y se los envía por medio de WhatsApp o del correo electrónico.
En uno de esos videos, Martha luce un vestido rojo, elegante y lo lleva con el porte de quien ha dedicado la vida entera a la danza. “Nos volvemos a encontrar esta vez en nuestra versión en casa, hoy con un torbellino que nos vamos a gozar”, les dice a sus alumnas. Se le ve alegre, como quien sabe que está cumpliendo con su labor y haciendo algo que ama profundamente.
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“Estoy orgullosa porque es la primera vez que estoy utilizando esto de la tecnología, por medio de Provida he aprendido muchas cosas sobre lo digital. Les mandé una serenata a mis abuelas por teléfono. Nunca es tarde para aprender. Para mí esto es como una universidad, cada día aprendo”, cuenta Martha y sonríe dulcemente.
El encierro para los adultos mayores es contradictorio. Afuera las cifras no mienten sobre su vulnerabilidad frente al virus, pero adentro muchos padecen la soledad y los malos tratos. Sus puertas los protegen de un monstruo que los acecha, pero también los aíslan y los marginan. Unos aguantan hambre, otros se comienzan a reinventar a través de las redes sociales y la tecnología. Unos más extrañan a sus familias, otros quisieran escaparse de ellas. Algunos agradecen la solidaridad de sus vecinos y de muchos voluntarios que los han hecho sentirse especiales; otros, por el contrario, se entristecen cuando la gente les huye. Sus vidas en cuarentena pasan a un ritmo extraño, a veces monótono y lleno de incertidumbre. Muchos sienten que se les arrebata su tiempo. Y así, entre paradojas y contradicciones, transcurre ese duro y protector encierro de los adultos mayores.
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