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En Colombia el alistamiento voluntario sí existe

Por: Allison Gutiérrez // Redacción Directo Bogotá


Siempre se ha creído que los integrantes de las FARC-EP se enrolaron en contra de su voluntad. Aquí mostramos cómo, más allá de los miles de casos de reclutamiento forzado, cientos de guerrilleros ingresaron a dicha guerrilla de forma voluntaria, y sus razones provienen de las causas mismas del conflicto armado.

Cortesía Manuel Bolívar

Mientras el mundo desarrolla vacunas contra el COVID-19, Colombia aún intenta erradicar el virus de la guerra. A cuatro años de la firma de los acuerdos de paz, la barbarie no cesa: por el contrario, ha rebrotado el rearme de las disidencias de las FARC. Pero, a diferencia del coronavirus cuyas víctimas mortales suelen ser las personas mayores o enfermas, los más vulnerables a esta pandemia histórica del país han sido los niños, niñas y jóvenes.


Así lo revela un documento de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz: los niños, niñas y adolescentes reclutados pasaron de 59.04 % en 2017 a 67.82 % en 2019. Y el Observatorio de Niñez y Conflicto Armado de la COALICO registró durante el primer semestre de 2020 un aumento de un 500 % del reclutamiento de niñas, niños y adolescentes respecto al mismo periodo de 2019.


De ahí concluimos que han sido ineficientes las acciones para evitar que la niñez y juventud del país sean contagiadas por la guerra. Colombia es un ecosistema perfecto para el conflicto, y en él, más allá del reclutamiento forzado, existen niños, niñas y jóvenes que de manera “voluntaria” deciden incorporarse a las filas de los grupos armados.


Sandra Ramírez, excombatiente y segunda vicepresidenta del Senado, ha tratado de dejar claro que el reclutamiento forzado no existió, sino que, como ella, todos entraron de manera “voluntaria”. En el reportaje Más allá del reclutamiento forzado: las otras razones de ingreso, relata que su decisión y la de muchos otros tuvo lugar debido a las condiciones de pobreza estructural del campo colombiano: allí el derecho a la educación no existe y las mujeres son víctimas de violencia machista.


Ramírez no pudo terminar sus estudios de primaria y secundaria por la misma razón que 38 años después no lo hacen aún los niños, niñas y jóvenes en la ruralidad: no hay escuelas cerca a donde viven. Y a esta imposibilidad de desarrollo deben sumarse la violencia de género y el peso de ser mujer en una sociedad misógina como la nuestra. A las niñas se les asigna el ideal de la mujer cuidadora del hogar, y la poca posibilidad de inversión en capital humano corresponde a los varones. Por esto escasean referentes que promuevan otras formas de ser mujer.


Fue en la guerrilla donde Sandra encontró esa otra posibilidad de ser mujer, cuando, según ella, vio por primera vez a una guerrillera dando órdenes a su tropa. Desde entonces, y sumado a un discurso atrayente de las FARC, su decisión de vincularse al grupo armado no tuvo reversa. Historias como esta demuestran que el rechazo populista e instrumentalizado del reclutamiento forzado por parte del Gobierno poco incide en el reclutamiento de menores, pero que sí lo hacen su ausencia en los territorio rurales y la imposibilidad de mejores oportunidades para estos jóvenes. Así, se legitima el uso de las armas como una opción de cambio y desarrollo.


Los niños, niñas y jóvenes no eligen la guerra, sino que el Estado y la sociedad misma los impulsan a hacerlo. Andrés Mora, doctor en Desarrollo, dice que “la decisión de vincularse o no a la insurgencia no es una decisión voluntarista de las personas, sino que esas decisiones están totalmente condicionadas por un entorno, por unas condiciones históricas políticas sociales, culturales y económicas”. Es decir que el alegato de las FARC en el caso 007 de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), de que la mayoría de menores y jóvenes en sus filas ingresaron de manera voluntaria por las fallas estructurales del Estado, es, lamentablemente, cierto.

Para la indiferencia, un dato: los casos de ingreso voluntario superan las cifras de reclutamiento forzado. Según el informe Una guerra sin edad, del Centro Nacional de Memoria Histórica, de los 16 879 casos reportados de reclutamiento de niños, niñas y jóvenes por grupos armados entre 1960 y 2016, el 89 % ingresó de forma voluntaria y tan solo el 11 % lo hizo por coacción además, las FARC fueron el mayor reclutador, con 54 % de los casos. A pesar de todo esto, es totalmente reprochable que esa guerrilla intente invisibilizar ahora el reclutamiento forzado, altamente documentado, romantizando la presencia de menores y jóvenes en sus filas.


Pero ¿qué hace, entonces, el Gobierno colombiano para arrebatarle los jóvenes a la guerra? Sobre todo ahora, cuando, por ejemplo, varias organizaciones de derechos humanos han alertado ya que, a falta de elementos tan básicos como un computador o una red de internet, niñas, niños y jóvenes han dejado de estudiar y están expuestos al reclutamiento forzado. Incluso la Defensoría del Pueblo reportó que de marzo a septiembre de 2020 ocurrieron 83 casos de reclutamiento a manos de grupos armados.


¿De qué sirve, entonces, salir a rechazar tan convencidamente el reclutamiento de menores y jóvenes si se ignoran y reprimen sus necesidades? La opresión estatal sobre el movimiento estudiantil, tan vigente en estos tiempos, ha resultado en el ingreso de muchos jóvenes no solo del campo, sino de las ciudades a las extintas FARC. Manuel Bolívar, excombatiente y hoy jefe de prensa del partido Comunes, fue uno de esos jóvenes universitarios de Bogotá que, con pensamiento crítico y proclividad por las causas sociales, atrajo el sentir revolucionario como vía de cambio. Sin embargo, fueron las amenazas del Estado las que los impulsaron a la guerra.


“Un día, estando en el Parque Nacional, sentado en una parte de arriba, solo, llegó un agente del DAS uno sabe por su pinta que es del DAS—. Se me acercó y se me presentó con nombre civil diciendo: «Yo soy Omar Alberto Navarro Díaz. Usted tiene malas amistades; usted está metido en las FARC. Lo mejor que puede hacer es dejar eso porque lo van a matar»”, cuenta Bolívar. Así como en ese entonces él sí comulgaba de los ideales de las FARC, seguramente hoy, dentro de las manifestaciones sociales, también puede haber un joven, afín a ideas revolucionarias, creyendo que la vía armada es el camino.


Pero la solución al conflicto no puede ser exponer aún más a los jóvenes a esa disposición guerrerista, reprimiendo sus demandas y asesinándolos, como sucedió en el paro nacional de septiembre de 2020. Además de ser crímenes de estado, estos procedimientos legitiman el discurso revolucionario de que el Gobierno no dialoga, no escucha y no brinda oportunidades de desarrollo para los jóvenes. Surge aquí otra pregunta importante: ¿qué hace también la sociedad misma, y la academia inscrita en ella, para desarraigar la idea del cambio motivado por las armas?

Fotografía de Bandera o escudo de las FARC-EP. Por: Boris Arenas, tomada de Wiki Commons

Por ejemplo, además de imbuir pensamiento crítico en la juventud, las universidades deben ser responsables y enseñar también que la guerra no puede seguir siendo una opción, que el cambio está en las calles y en las urnas, no en las armas. No podemos ignorar que mientras el reclutamiento forzado tiene como responsable principal al reclutador, el alistamiento “voluntario” es una responsabilidad colectiva.


En más de 60 años de conflicto, Colombia ha logrado incubar con éxito el virus de la guerra, pues su cultura violenta ha arraigado no solo en los territorios, sino también en las familias. El actor ilegal convive con las comunidades, por lo que es casi normal que en el árbol genealógico de muchos jóvenes del campo haya familiares guerrilleros o redes previas de confianza con grupos armados. Jesús David Albino, excombatiente de las FARC, creció así, en un núcleo familiar violento. Él tuvo un tío guerrillero y su papá era afín a las ideas comunistas de esa guerrilla. En su lugar de origen, la guerra acaecía en sintonía con la cotidianidad.


Como le ocurrió en su momento a Albino, les ocurre a los niños, niñas y jóvenes en la ruralidad: no crecen jugando a ser presidentes o bomberos, sino aspirando a ser guerrilleros. “Cuando esté grande, yo me voy para la guerrilla, me voy para las FARC. En la escuela siempre jugábamos a los soldados y guerrilleros”, decía Albino, años antes de ingresar a las filas de ese grupo armado.


Víctor Barrera, politólogo e investigador del CINEP, explica que “cuando alguien se pregunta por qué los combatientes paramilitares o guerrilleros salen de los mismos lugares, es porque son lugares donde no solo existen factores muy importantes de necesidades básicas insatisfechas, sino donde todo un aprendizaje intergeneracional muchas veces hace que las familias simplemente vayan transmitiendo esas destrezas. Y lo que saben hacer es eso”. Cada una de las motivaciones del alistamiento voluntario de menores y jóvenes son el reflejo de la desidia de nuestro país, una muestra de cuán fallido es este estado y cuán violenta es nuestra cultura.


A los jóvenes se les recalca que viven en un país sin grandes oportunidades y que buscar formas diferenciales de progreso, incluso en la violencia, es una opción. Por su parte, los grupos armados saben muy bien cómo captar esas necesidades y ponerlas a su favor. El ingreso “voluntario” es, quizás, uno de los peores fracasos del país, y la guerra, el virus más letal y difícil de combatir en nuestro país. No obstante, ya existe su vacuna: los acuerdos de paz.


La COALICO ya ha alertado que factores como la “desigualdad económica y la mínima garantía de derechos, como los de la salud y la educación, el acceso a ofertas educativas de nivel técnico y universitario y el acceso a un empleo digno”, aún persisten y están contribuyendo a que este delito se mantenga. Y si algo sí tienen en común las pandemias de la guerra y el coronavirus es que ambas son rentables para ciertos sectores estratégicos y dominantes de la sociedad.

 
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