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Álvaro Castillo, el algoritmo viviente

Por María Camila Dávila Bermúdez // Revista impresa


Álvaro Castillo Granada es uno de los libreros más conocidos en Colombia. Su oficio le ha permitido relacionarse con muchos escritores y ser testigo de la evolución de la literatura colombiana. Desde hace más de veinte años trabaja en San Librario, una reconocida librería de segunda en la calle 70 con carrera 12 que funciona como un eslabón entre libros y lectores.

Álvaro recolecta historias no solo de los libros, sino de los clientes de la librería. Foto: María Camila Dávila

—San Librario, buenas tardes —saluda Álvaro Castillo Granada, perdido entre su escritorio atiborrado de libros—. No, ese ya no lo tengo, pero, si quiere, deme su nombre y su número y le aviso si lo vuelvo a vender —responde cuando le preguntan por un libro que ya no está disponible.


Desde hace 23 años San Librario es su lugar de trabajo y también su zona de confort. Lo que anteriormente era la sala de una casa, ahora es una librería de segunda mano donde el exceso de teatro, poesía, ensayos, novelas, cuentos y crónicas, entre otros, hace que el espacio se vea más pequeño de lo que es en realidad. Es dentro de estas torres de libros donde Álvaro se siente invulnerable.

“Si yo tuviera que definirme a mí mismo, diría que soy un librero, un escritor y un lector: las tres cosas de manera simultánea. No riñen la una con la otra”, dice después de preguntar si puede seguir trabajando mientras contesta las preguntas. “Curioso, diletante, ensoñado y andariego. Ese soy yo”.

 

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En 2018, Álvaro publicó su primer libro de cuentos, Un librero, donde se retrata a sí mismo como “calvo y barbado; con gafas de John Lennon, dos aretes en la oreja izquierda y las muñecas llenas de pulseras”. Después de leer esta descripción, es imposible no reconocerlo. A simple vista, nada ha cambiado con el tiempo. “Aunque suene extraño, a pesar de que soy calvo, la única diferencia es que tengo más canas”, asegura.


Cuando era niño, Álvaro leía y releía las versiones infantiles, resumidas e ilustradas de los libros que tenía a la mano: Corazón, Las aventuras de Tom Sawyer, Las mil y una noches, Un viaje a la luna y Miguel Strogoff. Para alguien tan tímido, estas historias de aventura fueron un refugio contra la soledad y el inicio de un viaje maravilloso.


“Tenía 12 años cuando mi mamá tuvo un problema respiratorio y casi se muere. Al salir de la clínica, me regaló un libro que se llama Confieso que he vivido, del poeta chileno Pablo Neruda, y me dijo que ella lo había leído durante su convalecencia; que era muy bonito y que me iba a gustar mucho”. Leer ese libro fue como “abrir la caja de Pandora”, pues Álvaro empezó a leer y a buscar a los autores relacionados con Neruda. Por un lado, leía poesía hispanoamericana —Rafael Alberti, Federico García Lorca, Miguel Hernández, César Vallejo— y, por otro lado, empezó a leer a poetas franceses como Paul Éluard y Louis Aragon.


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Desde 1998, San Librario ha estado en el mismo lugar de Bogotá. Foto: María Camila Dávila

Desde ese momento empezó a frecuentar la calle 19 en Bogotá, donde había casetas y mercados de pulgas, para conseguir los libros de segunda. Como recuerda Francisco Bohórquez, un amigo de toda la vida de Álvaro, “en el colegio nosotros no gastábamos plata en comida. No almorzábamos. Lo que hacíamos era gorrearles comida a los compañeros y así ahorrábamos esa plata para comprar discos y libros”.


Luego, sin mayor interés, Álvaro empezó a estudiar Literatura en la Universidad Javeriana: “Tenía mejores cosas que hacer; estaba trabajando, tenía novia y me gustaba irme de vacaciones. Entonces, con todo ese revuelto de cosas, no había forma de que el estudio fuera lo principal”. Asistía a las clases y nunca perdió ninguna materia; sin embargo, “solo iba a ver a mi novia y porque era más fácil estar en la universidad que no estar”, cuenta Álvaro mientras pega con Colbón la punta que se despegó del lomo de un libro.


—¿Se arrepiente de no haber terminado la carrera?

—No, afortunadamente —afirma mientras con el puño golpea la madera de su escritorio para evitar un mal augurio—. Ya a los casi 52 años puedo decir que nunca necesité el título. Ahora bien, no tener un título en este momento de la humanidad sí sería muy jodido.


Por motivos personales, en 1988, cuando estaba en segundo semestre de la universidad, tuvo que empezar a buscar trabajo: “Hice varias hojas de vida que, finalmente, como decía una amiga, eran hojas sin vida porque yo no tenía experiencia laboral: tenía 19 años y ningún título”. Se presentó a varias librerías, y en ninguna lo aceptaron. Pero un día, sin ninguna hoja de vida y solo con el interés de mirar libros, entró a Enviado Especial Libros. Esta era una librería que le pertenecía a Gloria Moreno y al periodista Germán Castro Caycedo y que en ese entonces quedaba en el Centro Comercial Granahorrar —hoy el centro comercial Avenida Chile—, en el local 107P (hoy lo ocupa una heladería de Crepes & Waffles).

 
 

“Recuerdo que vi unos libros de Julio Cortázar que se llaman La vuelta al día en ochenta mundos, la edición de Siglo XXI, y los vi más caros que en otras librerías. No sé por qué diablos”, dice Álvaro riéndose apenado al recordarlo. Y agrega: “A mí se me ocurrió decirle a un señor —que después descubriría que era César Reppetto, un librero uruguayo que fue gerente de la editorial Losada en Colombia y quien terminó siendo un gran maestro para él— que ese libro estaba más caro. Se puso bravísimo y sacó una carpeta con la remisión y, efectivamente, estaba más caro. Fue un momento incomodísimo”.


Sin embargo, después de esa discusión, Álvaro se quedó en la librería, y Gloria Moreno, una señora de acento paisa, se le acercó a preguntarle quién era y qué hacía. Luego terminó ofreciéndole trabajo para las vacaciones: empezó a trabajar el 30 de noviembre de 1988 en Enviado Especial Libros. El librero recuerda muy bien esa fecha porque ese trabajo duraría solo un par de meses. Sin embargo, después de 33 años, es el oficio que sigue ejerciendo.


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A las cinco de la mañana, sin falta, Álvaro publica en Instagram y Facebook los nuevos libros que están a la venta. Foto: María Camila Dávila

—¿Qué hace que un librero sea un buen librero?

—Yo juzgo el oficio según como lo concibo. Para mí, un buen librero es una persona apasionada por su labor, que sabe que está brindando un buen servicio. Es alguien apasionado por la lectura. Una persona amable que trata de hacer una buena gestión con sus clientes. Tiene que ser alguien que goza hablar de libros, conseguir libros y, sobre todo, que entiende que este trabajo no es solamente de diez a seis.


Álvaro deja de reparar los libros y empieza a empacar los que debe enviar. Sus respuestas se opacan con el sonido de la cinta trasparente despegándose y el de los pliegos de periódico con los que empaca cuidadosamente cada libro. “Un librero es un eslabón entre el libro, el autor y el lector. Es una parte de la cadena. No es lo más importante, ni lo menos importante. Es una parte”.


En diciembre de 1998, diez años y un mes después de que Álvaro empezara a ejercer como librero, se unió en sociedad con Camilo Delgado, María Luisa Ortega y Claudia Cadena para abrir San Librario, en el mismo lugar en el que se encuentra ahora. “La inversión fue mínima”, recuerda. “Las bibliotecas fueron hechas con muebles hechizos, y usted puede notarlo: ¡están cayéndose! Hicimos un aporte económico para equipar la librería y sacamos algunos libros de nuestras bibliotecas; otros nos los vendieron amigos”.


—¿Cómo hace actualmente para conseguir tantos libros?

—Voy a dar una respuesta muy abstracta, porque un mago no revela sus truco; un periodista no revela sus fuentes, y un abogado guarda la reserva del cliente. En el libro Un librero doy algunas pistas generales. Cuando la gente supo que existía San Librario, comenzaron a llamarnos y a ofrecernos libros. Cuando me dicen, yo voy a las casas a comprarlos. Procuro no comprar en otras librerías. A veces se los compro a algún colega… ¡Esto es puro azar!


La segunda vez que visité a Álvaro en la librería, en la calle 70 con carrera 12, presencié ese azar. Mientras hablábamos, llegó un hombre a la librería. Alcancé la conversación cuando le decía que estaba interesado en vender algunos libros:


—Tengo una colección que se hizo en homenaje a Santander y Bolívar hace muchos años…

—Sí —respondió Álvaro con total conocimiento de lo que el hombre le decía, sin más explicaciones.

—La tengo completa y no quiero que la desmiembren. No sé si alguien estaría interesado.

—Le propongo lo siguiente: yo le doy mi WhatsApp y usted me manda fotos. Si me interesa alguno, yo le digo, y si no, le puedo recomendar a alguien más.


No todos los libros de segunda mano encuentran un espacio en las bibliotecas de San Librario. El criterio de selección es de Álvaro: él selecciona libros que susciten interés, que sean importantes, que se acomoden a los precios que ellos manejan y que se ajusten al tipo de clientela que va a la librería.


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Desde su escritorio Álvaro arregla los libros, los empaca y los marca, para después enviarlos a que cumplan con su destino. Foto: María Camila Dávila

“Es una multiplicidad de factores”, contesta sobre cómo se asignan los precios de los libros. “Primero, cuánto me costaron; segundo, si el libro está en el mercado, cuánto vale; tercero, si yo fuera un cliente, ¿estaría dispuesto a pagar eso? Ahora bien, estamos hablando de los libros de combate. Hay libros que tienen otras características, y ahí el precio es una cosa muy aleatoria. Depende de la importancia de la edición, de la disponibilidad en el mercado y también del tipo de clientes que tenga yo”.


Al lado derecho del escritorio de Álvaro, que actualmente está abarrotado de libros de poesía, hay un mueble de madera desgastada con puertas de vidrio donde se guardan los libros autografiados y las primeras ediciones. “El precio de estos libros depende de la clientela que yo tenga, porque usted puede tener en su casa la primera edición de la Biblia firmada por Jesús. ¿Cuánto vale ese libro? Todo y nada. Si usted no tiene a quién vendérselo, ¿cuánto vale? Nada. Si tiene a alguien que está dispuesto a darle un millón de dólares, ¿cuánto vale? Un millón de dólares”.


El librero y el cliente intercambian números para ver si pueden llegar a algún trato en el intercambio de la colección especial de Santander y Bolívar.


—¿Usted tiene libros sobre Bogotá? —le pregunta el cliente a Álvaro desde la puerta.

—¿Está buscando algo en particular?

—Digamos que me interesan los libros que tengan fotos o mapas de Bogotá antigua.

—Vea, casi todo eso ya lo vendí —no necesitó más de unos segundos para procesar lo que quería y en qué parte de la librería encontrarlo—. Le voy a poner aquí encima los que me quedan: el de la Media Torta, el de la Candelaria…


Álvaro crea una relación con sus clientes. Después de hablar con ellos y preguntarles detalles clave, escoge el libro que cree que más se ajusta a lo que la persona quiere. “Ahí estoy jugando con mi memoria, con mi oficio de lector. Eso es lo que puedo temer que se pierda. Los libreros ya no leen porque confían en la máquina. Las personas que van a asumir esto como una profesión para toda la vida deben ser lectores; si no, se pierde esa posibilidad del encuentro con el lector”, responde cuando le planteo la posibilidad de que su oficio desaparezca.


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En épocas de pandemia, San Librario abrió sus puertas nuevamente el 27 de agosto de 2020. Foto: María Camila Dávila

Esta es una de las mejores cualidades de Álvaro como librero: la relación que construye con sus clientes, con base en su memoria, para poder recomendarles libros. “Él es como Netflix, ¡como un algoritmo viviente!”, dice su amigo Francisco riéndose. “Así como los algoritmos de Netflix que le van recomendando cosas a uno, pues Alvarito es un algoritmo viviente. Lo que pasa es que es mucho más preciso. Él sabe exactamente qué recomendarte, qué te va a gustar. Te sabe guiar con una mayor certeza”.


Álvaro teje relaciones con sus clientes, como la que tiene desde hace más de diez años con Alejandro Gaviria, actual rector de la Universidad de Los Andes, un ejemplo perfecto de esto que se construye entre el lector y el librero. Por eso Gaviria cuenta: “Álvaro tiene una memoria impresionante, un conocimiento y una pasión muy grande por su oficio. Es uno de los libreros más especiales de Colombia”. Y agrega: “Me ha permitido conocer a muchos escritores en estos años de coexistencia. A estas alturas, él ya sabe mis gustos; sabe lo que yo estoy buscando, sabe lo que estoy pensando. Somos, de alguna manera, cómplices en estas pesquisas librescas”.


Alejandro Gaviria cree que es probable que el oficio del librero llegue a desaparecer. “Álvaro es una especie en vía de extinción, de alguna forma, al igual que esas librerías independientes y que ese gusto por los libros. Su supervivencia está en entredicho, y por eso tenemos que celebrarlo a él”.


Actualmente, Álvaro tiene más de cinco mil libros en la librería y diez mil en su apartamento. Tiene un fetiche con el hecho de saber que algunos libros estuvieron en un momento en las manos del autor. Por esto, por lo menos seis mil libros de su biblioteca son autografiados. El más preciado para él, La guerra de guerrillas, está firmado por el Che Guevara y se lo regaló un amigo cubano.


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Es autor de Un librero (2018) y Con los libreros en Cuba, publicado por Isla de Libros, editorial de Álvaro y Ginett Alarcón. Foto: María Camila Dávila

“Yo creo mucho en el azar; hace parte de la vida de todos”, me cuenta el librero después de un par de horas de conversación. “¿Por qué uno se enamora de alguien? ¿Por qué uno conoce o no conoce a alguien? Por el azar. Porque, como dice el escritor cubano Leonardo Padura, «aquello estaba deseando ocurrir». Hay unas leyes por las cuales se mueven las cosas que tienen que pasar, tanto lo bueno como lo malo”, cuenta Álvaro.


“Los libros que uno desea, quiere y sueña, si tienen que aparecer, aparecen y lo hacen en el momento indicado. Eso lo creo porque lo he vivido en carne propia. Los libros siempre han estado conmigo y siempre me han habitado”, concluye Álvaro.

 

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