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Aurora Casierra: cantos que sanan y recuerdan

Texto y fotos por: Laura Duarte // Revista Impresa


Aurora Casierra es una cantaora del Pacífico que por medio de la música y los saberes ancestrales lleva procesos de reapropiación cultural con niños, niñas y jóvenes en Ciudad Bolívar. Para ella es posible mantener vivas las raíces y costumbres afrocolombianas viviendo en Bogotá.

Foto: Aurora cantando un arrullo mientras mueve sus brazos como meciendo a un bebé. Laura Duarte

Cuando Aurora canta, cierra sus ojos con fuerza y su rostro delgado se conmueve, pues recuerda el olor a agua dulce y pescado de su pueblo. Sus manos firmes y huesudas tocan con fuerza el cununo (tambor del Pacífico colombiano) que sostiene entre sus piernas, ese mismo que le tocaba su padre cuando ella era una niña y que le suena al palpitar de la selva. Las letras de sus canciones sanan, y en cada golpe que le da a su tambor va descargando en sus ancestros africanos todas sus preocupaciones.


Es una mujer seria, pero con las personas de su confianza suelta la misma risa contagiosa que comparte con sus dos nietas, Yoly y Ashlie, de siete y ocho años respectivamente. Ellas la llaman “mami”, pues comparten la mayor parte del tiempo juntas. Ellas la inspiraron a trabajar con niños, niñas y jóvenes afro en distintos barrios vulnerables de Bogotá, para recuperar la cultura y los saberes del Pacífico que personas como ella fueron olvidando y dejaron de compartir con sus descendientes cuando se fueron de sus territorios.


Entonces, dedica su tiempo a su fundación, Niñas, Niños, Adolescentes y Mujeres Constructores de Sueños, y a compartir con un grupo de mujeres afro que, más que sus amigas, son sus hermanas. Por esto, aunque Aurora dejó su región hace casi quince años, se trajo a la ciudad un pedacito de su tierra en su música y sus saberes.


Aurora Casierra Coime creció junto al río, justo donde se cruzan el agua salada del océano Pacífico y las aguas dulces del río Patía, en la vereda de Vuelta del Gallo, cerca de Tumaco (Nariño). Por eso siente que cuando presenta el nombre de su “pueblito”, la gente se burla. Pero ella siempre les dice que lo busquen en el mapa, que ahí está; muy lejos, pero ahí está, así como están muchos otros pueblos que han sido olvidados por el centro del país y que han sufrido directamente la violencia.

 

Este artículo hace parte de nuestra edición impresa número 70, dedicada a las mujeres. Le invitamos a leerla.

 

Es la mayor de nueve o diez hermanas, ya no lo recuerda muy bien. Hoy, con 50 años, en una casa con fachada de ladrillo en la localidad de Ciudad Bolívar, en medio de la niebla producida por el frío y la cercanía a la montaña, extraña la naturaleza y el clima caluroso de su territorio. Recuerda los juegos de su infancia junto al río y lo mucho que le gustaba caminar descalza para sentir la hierba y la tierra. Esto es algo que sus dos hijos y sus nietas nunca van a poder vivir, y lo lamenta con su acento pacífico: “Había un medio ambiente muy bonito. Jugábamos mucho, comíamos mucha fruta y compartíamos de noche. Fue una niñez tan bonita y algo que uno acá no puede hacer”.


Su madre le cantaba arrullos y alabaos hasta que se quedaba dormida junto a sus hermanas. Los arrullos son unos cantos que las mujeres del Pacífico les dedican a sus hijos expresando su amor, protección y sufrimiento durante el parto. Aunque pueden compararse con las canciones de cuna, estas se diferencian de aquellas por los elementos religiosos que se incluyen en sus letras. Esto mismo pasa con los alabaos, que suelen cantarse en los velorios de las comunidades afrocolombianas para representar el tránsito de la vida a la muerte. En los versos, las mujeres conocidas como cantaoras hacen alabanzas y peticiones a Jesucristo, a la Virgen María y a santos católicos que fueron relacionados con las deidades africanas en el proceso de sincretismo, como san Antonio.

Foto: Mural en la fundación de Aurora en el barrio Oasis (Ciudad Bolívar). Laura Duarte

Aurora solía acompañar a sus padres a los velorios y a las fiestas patronales en las que ellos cantaban e interpretaban estos ritmos, pero en los que ella solo escuchaba con atención. Ella recuerda que los cantos estaban limitados a las mujeres adultas o matronas, como una forma de respeto hacia los mayores: “A uno no lo dejaban cantar. Todo el mundo tenía su grupo de hijos, entonces llevaban un petate, una cosa que se tira al piso y que se hace con un material como la paja, y acostaban a su hijo ahí. Uno iba escuchando todo lo que iban cantando y todos esos versos uno los iba aprendiendo, pero nunca lo dejaban a uno cantar”.


A pesar de que creció en un ambiente musical, nunca cantó mientras vivió en Tumaco, y solo descubrió su interés por la música tradicional cuando llegó a Bogotá. Aquí vio la necesidad de conectarse con su territorio y de sanar las consecuencias que le dejó el conflicto mediante su cultura y los saberes ancestrales de su pueblo, como la música, los bailes, los peinados, la medicina tradicional y la cocina. “La música me da tranquilidad y me relaja. Tiene un poder de sanación muy grande. Yo puedo ayudar a otra persona por medio de los instrumentos y los cantos del Pacífico; es algo muy bonito que nos dejaron nuestros ancestros”, concluye.


Aurora dejó por primera vez su territorio en 1999, a causa de una serie de amenazas de distintos grupos armados que querían despojarla de su tierra. Salió de su vereda en lancha por todo el río Patía, en el que solía jugar cuando pequeña, hasta Tumaco. Y desde allí viajó de camión en camión a Bogotá: “Llegué acá y comenzó la odisea, porque uno viene con niños pequeños, no conoce la ciudad y tiene que golpear de puerta en puerta. Cuando uno va a buscar un arriendo, le preguntan: «¿Cuántos son?». Y si eres negro, no te arriendan. Yo decía: «Dios mío, yo no pedí esto». Estoy en una ciudad a la que no quise venir, y si vine, fue porque me tocó”.


Aurora decidió regresar a Vuelta del Gallo para volver a ver a su familia, pero en el 2005 una segunda oleada de desplazamiento la obligó a salir otra vez. Y desde entonces solo regresó a Tumaco una vez, en el 2019, cuando viajó con su hija y su nieta.

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Aurora se sube a un escenario móvil en la Plaza de La Hoja, en Bogotá, junto a otras seis mujeres negras que la acompañan en la interpretación de “Por culpa de la violencia”. Ese es su alabao favorito entre todos los que ha escrito, el único que hasta ahora tiene registrado. Con esta canción la invitaron a participar en un festival de mujeres que por medio de la música generan memoria, paz y reconciliación. Las siete visten trajes de colores encendidos y estampados propios del Pacífico. Mientras cantan, resaltan sus grandes turbantes y su cabello afro, que está libre de las ataduras de las trenzas esas que Aurora suele llevar cuando está en su casa y que sabe hacer desde niña.


Por culpa de la violencia

abandoné mis raíces

dejé a mis padres y hermanos

sin saber la suerte de ellos

Y me vine a Bogotá

a un mundo desconocido

y conocí a Echembeleck

ellas me dieron la fuerza.


Echembeleck es un grupo de mujeres que también proviene del Pacífico colombiano. Estas decidieron reunirse para compartir sus conocimientos y las prácticas propias de su región. “Somos un grupo de cuchibarbies que transmitimos nuestros saberes ancestrales de las plantas, la medicina tradicional, la comida y otra cosa”, dice entre risas. Se refiere a que cada una de las 16 mujeres tiene un saber diferente: cantar, bailar, hacer trenzas, amarrar turbantes… Junto a ellas, Aurora se ha subido a distintos escenarios, especialmente en universidades a las que son invitadas para hablar de paz.


Foto: Aurora con su cabello natural. Laura Duarte

Para ella, estas mujeres son como sus hermanas, pues la han acompañado en su trabajo y en sus logros, y ha aprendido mucho de ellas. Y aunque para algunos la academia y la universidad son los únicos lugares en los que se genera conocimiento, esta afirmación le molesta mucho a Aurora, pues invalida los saberes ancestrales que ellas traen de sus territorios: “Quieren que nosotras vayamos a la universidad. Bueno, pero no me obliguen a estudiar lo que yo ya sé. Tenemos que estudiar porque para ellos lo que sabemos no es un saber, pero los saberes no se aprenden en la universidad”.


También le incomoda que quieran cambiar la forma en la que habla: “En la academia no se puede decir arró, sino que tengo que decir “arroz”. El dialecto de nuestros abuelos es ese, eso es lo que nos diferencia de haber nacido en la ciudad”.


Por esto, Echembeleck surgió hace cinco años para validar y transmitir sus saberes. Todas se conocieron aquí en Bogotá, mientras algunas adelantaban procesos de reapropiación cultural con niños y niñas afro con sus fundaciones y la Secretaría de Integración Social. La idea de crear el grupo surgió de Alba Nelly Mina, una mujer negra, alegre y corpulenta a la que también llaman “la profe Nelly”. “Yo empecé a componer mis canciones y a cantarlas, y en un encuentro que hizo la fundación de cantaoras Río al Sur conocí a Aurora y a su hermana. Las invité para que cantáramos, y ellas me siguieron la corriente. Después fueron llegando otras mujeres que decían: «No, yo no canto, profe», y yo les decía: «Sí, conmigo canta», recuerda Nelly.

 
 

Aunque decían no cantar, ahora casi todas relatan sus historias, sus vivencias y experiencias por medio del canto. La mayoría de las mujeres componen sus canciones, como Aurora. Se llaman Echembeleck, que en el idioma shona, de África, quiere decir “caminando en fe”. “No importa en quién creamos; hay evangélicas, cristianas y católicas, y yo creo en mis ancestros africanos. No importa en quién creamos; estamos juntas para compartir, transformar, sanar y llevar un mensaje a través de la música”, asegura la profe Nelly.


Y Aurora ha sanado mucho. Cuando Nelly la conoció hace más de seis años, la consideraba una mujer seria y fría: “Yo siempre la molestaba y le decía: «Aurorita, ría», y ahora es otra Aurora diferente”. Ahora le canta a todo y se comunica a través de los instrumentos, al igual que lo hacían su madre y sus ancestros. “En la música del Pacífico uno le canta a lo que se le venga a la mente en el momento. Mi mamá cantaba cuando estaba lavando, cuando estaba dando de comer al niño, cuando estaba cocinando, cuando estaba barriendo, cuando se iban al campo a trabajar. Ellas cantaban para sentirse liberadas y más tranquilas”, recuerda Aurora.

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Foto: El cununo, el tambor del Pacífico. Laura Duarte

Aurora se reconoce como una mujer afro, por lo que ella misma se ha puesto en la tarea de investigar su herencia. Se siente orgullosa de serlo y quiere que otras personas como ella entiendan sus raíces, sus costumbres y la razón de sus rasgos gruesos y su piel negra. De ahí que se haya dedicado completamente a la fundación que creó en 2012: Niñas, Niños, Adolescentes y Mujeres Constructores de Sueños, desde donde trabaja especialmente en el barrio Oasis (Ciudad Bolívar). Allí enseña a los demás a reconocerse, a través de los arrullos y los alabaos. También les enseña a tocar los instrumentos propios de su región, como los tambores (el cununo y el bombo), el guasá (semejante a una maraca cilíndrica) y la marimba, también conocida como “el piano de la selva”.


Yo vivo en Ciudad Bolívar

trabajo en comunidad

con jóvenes desplazados

viven en Caracolí

por su forma de vestir

mataron a varios de ellos

y dicen que no es racismo.


La mayoría de niños y niñas con los que trabaja Aurora son víctimas del racismo, la violencia y el desplazamiento que ella menciona en sus versos, por lo que canta a una sola voz junto a ellos, para que los niños se reconozcan. Su voz melódica y los tonos altos de su canto sobresalen entre la voz de esos niños que no entienden muy bien por qué tuvieron que dejar sus territorios o por qué son diferentes de sus compañeros.


Por esto, ella les explica sus raíces y les enseña que, a pesar de que ahora viven en Bogotá, no deben olvidar su cultura ni avergonzarse de su color de piel. “A mí a veces me preguntan: «¿Por qué mis compañeros del colegio se burlan de mí? ¿Por qué tengo la nariz más ancha que mis compañeros?». Para ellos es muy bonito entender, porque ese conocimiento es la forma de defenderse de lo que yo llamo una pandemia racista, asegura Aurora.


Aurora comenzó la fundación de la mano de los padres de los niños, pues vio la necesidad de que ellos les contaran a sus hijos de dónde venían y el significado de sus trenzas, sus turbantes y su cultura. Además, vio que esto también podía ser una forma de alejar a los niños de la delincuencia y de los peligros de la calle. Este trabajo lo hace también en colegios de Usme y Bosa, a los que asisten varios niños y niñas afro. Ella va como sabedora a transmitir su cultura a los niños de la comunidad; sin embargo, para Aurora está mal excluir a los niños mestizos y a los profesores de este proceso, pues es necesario enseñarles a comprender la diferencia: “No se trata de llevar a los niños afro para que vayan a bailar y cantar y ya. La idea es enseñarles todo el tema de ancestralidad a los niños, pero también a los maestros”.


En este trabajo la han acompañado muchas de las integrantes de Echembeleck, que llevan procesos similares al de ella en otros barrios. Un caso es el de Celia Perlaza, que trabaja en colegios de Usme. Celia define a Aurora como una mujer valiente y luchadora. Ambas empezaron a trabajar juntas en el Concejo Distrital de Comunidades Negras, Afrocolombianas, Raizales y Palenqueras, mientras Aurora era consejera representante de Ciudad Bolívar, y Celia, de Usme. Desde entonces han creado una amistad y han trabajado juntas en muchos procesos de reapropiación cultural.

Foto: Aurora junto a la profe Nelly y Celia, sus compañeras de Echembeleck. Laura Duarte

Celia ha encontrado fortaleza en Aurora, quien la ha defendido y consolado cuando la han agredido; así mismo, Aurora ha visto en Celia la imagen de una hermana mayor. “Un día alguien me dijo unas palabras ofensivas y yo iba a responder de la misma forma, pero Aurora me dio un abrazo y lloró conmigo. Fue un día muy duro, pero ella me consoló y no permitió que me llenara de odio”, recuerda Celia. Como mujeres afro, para ellas ha sido muy importante encontrar a otras mujeres que representen a sus hermanas, sus tías o sus madres; que les recuerden el afecto de la gente de su territorio y les permitan sentirse como si realmente nunca se hubieran ido de su tierra.


Así es como Aurora Casierra dejó a su familia y todo lo que conocía, pero se trajo un poquito del Pacífico en sus costumbres. Casi todos los días prepara pescado para ella y su familia, y aún en su alacena se ve una botella de viche a medias. Le canta a todo y les enseña a sus nietas a hacerlo. Como lo escribe en sus canciones, llegó a un mundo desconocido, tal como lo hicieron sus ancestros hace casi 500 años desde África. Pero nunca olvidó sus raíces. Por eso lucha todos los días: por no dejar morir su cultura. Y lo hace a través de los cantos, la música y el trabajo comunitario. Aurora dejó su tierra, le dicen que la abandonó, pero realmente nunca lo hizo.

 
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