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[Revista impresa] Desde adentro

Por: Natalia Rivero Gómez // Revista impresa


Este es un relato del encierro. La sensación de vivir en un domingo eterno se mezcla con la ansiedad, los sueños nocturnos y las preguntas sobre el futuro que tiene una periodista mientras transita por la cuarentena. Historia personal de un periodo extraño que vive todo el planeta.

FOTO: Autorretrato

Antes del confinamiento


A mi lado hay una chica de pelo negro y corto. Tiene tapabocas. Estamos en un foro sentadas en mesa redonda, una al lado de la otra. Hay quince personas más con nosotras.


La chica tose y está congestionada. Aspira mocos cuando no está hablando y cada vez que quiere decir algo, se baja el tapabocas para hablar. No entiendo qué hace esta mujer. Siento que está esparciendo todo el maldito virus cada vez que habla.


Desde que el 6 de marzo llegó el primer caso de coronavirus a Colombia, cualquier persona con síntomas de gripa debe llevar tapabocas y, si está enferma, no debe salir de su casa, ni siquiera con tapabocas.


“Ya, me lo pegó”, pienso luego de evaluar la corta distancia a la que estamos ella y yo. Mi ser hipocondríaco siente un dolor imaginario: reviso mi garganta y la siento un poco seca, como si se empezara a irritar.

Contagio


Al llegar a la estación de TransMilenio intento cuidar cada movimiento: pago con la mano izquierda y pienso que, automáticamente, esa mano me queda inservible porque quizás la cajera que me recargó la tarjeta tiene el virus en sus dedos. Ahora tengo que rascarme la nariz, quitarme el pelo que cae sobre mi cara y tomar agua usando solo la otra mano.


El vagón está lleno, hay docenas de personas amontonadas esperando su bus. Nadie puede caminar en esa masa de humanos. Hace calor.


Cuando por fin atravieso la estación y llego a mi parada, me acomodo el pelo detrás de mi oreja. “¿Con qué mano lo hice? ¿Fue con la que pagué? ¿Por qué tengo el botilito en la izquierda? ¿Ah, yo al fin con qué mano pagué?”, grito en mi caos interno mientras espero el bus.


Hay 75 contagios de coronavirus en el país, 40 de ellos son en Bogotá. El presidente anunció que las universidades y colegios, públicos y privados, dejarán de tener clases presenciales para frenar la dispersión. Aquí empieza mi encierro.

Miedo


Ansiedad. A veces siento que las paredes se empiezan a cerrar. En otras ocasiones tengo un vacío en el estómago y quiero vomitar. Hay días en los que estallo en llanto, como el martes, cuando estuvimos almorzando con mi papá y mis abuelos en un centro comercial. Durante todo el almuerzo pensé que en un lugar con tantas personas ellos, especialmente mis abuelos, se podrían contagiar.


FOTO: Videollamada con mi abuela

Tengo miedo, porque no me imagino la vida sin sus historias, sin sus arrugas, sin sus manos ásperas y sin sus remedios naturales. A veces grabo a escondidas el audio con mi celular mientras me van contando sus anécdotas para tenerlas conmigo cuando ya no estén. Una de mis favoritas es donde mi abuelo canta:

“Que una paloma triste muy de mañana le iba a cantar / a la casita blanca con sus puertitas de par en par”. Hay un silencio y luego se ríe, con esa carcajada medio ahogada que tienen los ancianos; se ríe, porque recuerda cantarme esa canción cuando era pequeña cada vez que lloraba.

Rutina


Se decretó el simulacro de confinamiento en Bogotá y luego el confinamiento nacional. Yo he decidido que seguiré levantándome a la misma hora de siempre. Así que me baño, me maquillo —como si fuera a salir— y desayuno. Intento engañar mi ansiedad con algo de “normalidad”. Yo, que siempre les declaré la guerra a las rutinas, ahora necesito una para no entrar en el caos.


En la noche escucho disparos. Me levanto. Suenan lejos, pero el estruendo llega nítido. Busco en Twitter qué está pasando y encuentro los videos casi en tiempo real de un motín en la cárcel Modelo: hay incendios, gente que se trepa a los techos y personas que gritan que el Estado los abandonó. “Les importa más un perro que nosotros”, decía uno de los presos. Esa noche, la del 21 de marzo, mataron a 23 hombres dentro de la cárcel.


En la mañana enciendo el radio mientras empiezan mis clases virtuales y veo que el virus está colonizando todo de a poco: “Los impactos de la pandemia llevan a la baja el petróleo”. Cambio de emisora: “Estaremos en cuarentena nacional durante 19 días”. Cambio: “Aplazan los Juegos Olímpicos de Japón para el 2021”. Cambio: “Se presentaron motines en varias cárceles de la ciudad”.

Pantallas


Parece que el mundo se desmorona, mientras somos testigos del desastre vía redes sociales. El mundo sucede en una pantalla, como si viviéramos en alguna siniestra temporada de Black Mirror. Somos parte de un capítulo más.


Sucedemos en una pantalla. Sucedemos por streaming, por videoconferencia. A eso nos reducimos. Me preocupa que esta lejanía termine de virtualizarnos, que perdamos por completo el contacto físico; me preocupa que los abrazos dejen de ahogarnos porque consideramos a las demás personas un riesgo biológico.


Ojalá me equivoque.


Cuando hablo con mis amigos y amigas intento recordar cómo fue la última vez que los vi y qué hicimos, si les di un abrazo, un beso o si discutimos. Mientras nos encontramos de nuevo, tengo que conformarme con ver sus caras enviadas por fibra óptica.


Lo odio.


Odio no poder ver a las personas a los ojos porque, la verdad, estoy segura, se esconde en las pupilas.

Espío


En los supermercados hay estantes vacíos. Se forman filas para pagar y los carros del mercado salen con cuatro o cinco paquetes de un mismo producto. Jhon, un amigo, me contó que pasó por varios lugares buscando jabón de manos y no encontró ninguno. Me dijo, en broma, que en este punto se sentía perfectamente capaz de agarrarse con alguien a puños por un jabón. Me reí a carcajadas, pero en este momento no dudo que puede llegar a convertirse en una realidad para alguien más.


FOTO: Encierro

Mientras todo pasa afuera, para matar el tiempo aquí adentro tomo fotos con una cámara profesional que me prestaron. Ahora que estoy adentro, miro mucho más hacia afuera: busco en las ventanas de mis vecinos, a ver si encuentro otro rostro humano diferente al de mi mamá o mi papá.


Capturo todo en blanco y negro, porque no hay nada más monocromático que el encierro. Con la cámara quiero ser espía desde mi apartamento, intento entrar en la vida de mis vecinos y evadirme de la mía por un octavo de segundo, que es el tiempo que se tarda la cámara en tomar la foto. El problema es que nadie abre las cortinas y, si las abren, nadie se asoma.


A falta de modelos humanos, a quien más fotografío es a mi gato, que siempre se sale por la ventana de mi habitación a tomar el sol. Tanto él como yo queremos estar afuera.

Minca


Ya perdí la cuenta de cuántas semanas llevo encerrada, si fuera mi último día en la Tierra, si pudiera hacerlo, me iría a Minca. Es cerca de Santa Marta. Hay un hostal —Madre Tierra— que tiene un mirador precioso desde donde se ve toda la ciudad. En el día la temperatura sube a 28 °C. Es perfecto. Adoro los climas cálidos, esos que sofocan, porque siento que estoy más cerca del sol.


En la noche Minca cambia por completo, el frío nocturno congela el alma. Cuando la luna aparecía, me calentaba los pies en la fogata que hacen casi todas las noches en Madre Tierra. Ojalá pudiera prender una fogata en la mitad de mi sala para sentirme en Minca.

Domingo eterno


Hay días en los que no pasa nada. Hoy hay bastantes muertos y miles de contagiados en Colombia, pero aquí adentro aún no pasa nada. Ni siquiera sé qué estoy esperando, pero aún no sucede. Mientras espero lo que no ha de pasar, me acuesto a ver el techo. Diría que no pienso en nada mientras lo hago, pero sería mentira.


FOTO: Mi gato y mi ventana

Me acuesto a escuchar, para ver si el tiempo avanza más rápido. Creo que eso es lo que estoy esperando que pase.


Michi, un amigo, dice que todos los días son un domingo constante. Pareciera que el tiempo no corre dentro de nuestras casas, que se detuvo, mientras que afuera va a toda velocidad. En las calles todo sigue cambiando, dejamos un mundo cuando nos encerramos y vamos a encontrar uno distinto al que vimos por última vez.


Mientras tanto, aquí adentro seguirá siendo domingo.

Notas y vino


Tengo una libreta con hojas rayadas color crema en la que escribo todo lo que se me cruza por la cabeza. Ahí destruyo el mundo, lo incendio y lo vuelvo a crear. Todo esto del virus, cuando lo pongo en esas páginas crema, se vuelve ficción. Al leerlas de nuevo parecen vistazos de un mundo paralelo del que no soy parte.


En las hojas hay dibujos, unas letras trazadas con cuidado y otras de prisa. Las que escribí el sábado están casi sin forma, porque estaba borracha. Me tomé media botella de vino tinto chileno. Yo, que empiezo a sentirme mareada con una Poker en lata.


Ese día estábamos en una fiesta virtual jugando con unos amigos y amigas. Quien perdía tenía que tomar un sorbo del licor que hubiera conseguido en su casa. Yo no perdí, pero simplemente quería emborracharme.


A las dos de la mañana estábamos riéndonos y ebrios. Sentí por un momento que compartíamos la misma habitación, que de repente el computador no era un aparato con imágenes, sino un teletransportador que nos había juntado en un lugar que no existe, pero nos contiene: internet.

Rocko


Ya pasaron varios meses de confinamiento y ahora estoy paseando a Rocko, mi perro. O más bien Rocko me pasea a mí, porque me saca del encierro.

Siento el pasto bajo mis tenis. Está verde, recién cortado. Parece que camino sobre algo abullonado. Con cada paso que doy cruje la hierba. Lo adoro. También disfruto el crepitar de las hojas secas bajo mis pies. Es un sonido crocante, como masticar papitas fritas.


Mientras camino en el pasto, Rocko va a mi lado. Él trota suavemente sobre la acera y sus uñas resuenan en el asfalto. Estamos llegando al parque frente a Maloka, donde en nuestra vida pasada —antes de la cuarentena— se hacía cuentería. No hay nadie, más que el sol, Rocko, el pasto y yo.


Luego de estar sentada un buen rato en el pasto y de meditar la posible estupidez que estoy a punto de cometer, me quito los zapatos, luego las medias, los dejo junto a la correa del perro y salgo a correr. Siento los punzones suaves de la grama en la planta de mis pies. Rocko corre detrás de mí con su lengua afuera, parece que sonríe. Ambos jugamos a ver quién llega primero a una meta que nunca establecimos. Por supuesto, él gana. Siempre me gana.

Hasta ese momento, como dijo Sábato una vez, “el mundo habría sido, hace unos instantes, un caos de objetos y seres inútiles”.

Sueños


Sueño: estoy en una guerra antigua. Hay fuego y guerreros con armaduras heridos en el suelo. Todo es pura destrucción y humo.


Sueño: estoy frente a un espejo. Tengo la cabeza rapada, pero la capota de un saco gris la cubre. Mi piel también es gris, igual que mis ojos y mi pantalón, pero alrededor todo tiene color. Soy gris porque tengo la peste.


Sueño: estoy en una comunidad indígena con mis papás. Me levanto de mi hamaca cuando escucho un coro de niños que canta en su lengua. Nos abrazamos al levantarnos. Al parecer, la tradición de la comunidad es llenarse de abrazos después de despertar, como una forma de agradecer su existencia.


¿Será que cuando despertemos de todo esto nos abrazaremos?

Piel


La ansiedad es exceso de futuro.


Es contradictorio, porque ya no me da ansiedad mi casa, sino lo que hay fuera de ella. He pensado en formas de saludar a mis amigos y amigas, cuando volvamos a encontrarnos, sin besos ni abrazos.


En ocasiones me quedo mirando al techo mientras estoy tendida en mi cama preguntándome cuánto tiempo tendrá que pasar para que vuelva a tener sexo.

Carolina, mi psicóloga, dice que la piel tiene memoria, porque recuerda los contactos que hemos tenido con las personas. Por eso cuando estamos cerca a un cuerpo que antes recorrimos, hay tensión. Es como si las pieles se atrajeran entre sí por el recuerdo que tienen de ese contacto previo.


Por más tiempo que pase, nuestra piel va a mantener esa memoria.

Adiós


“Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”, dicen mis tías, mis primos, mi mamá y mi abuela en coro. Están rezando virtualmente el novenario que los católicos hacen cuando fallece una persona. En esta ocasión es para mi tía abuela Lilia, que murió de 76 años luego de estar en cama por largo tiempo.


A las siete en punto de la noche se conectan por Zoom para rezar ante una pantalla que contiene rostros familiares. Repiten oraciones y unos cuantos padrenuestros y avemarías, para que el alma descanse en paz. Se esperaría que en ocasiones como esta fueran comunes las expresiones de zozobra, pero, en su lugar, en la pantalla hay rostros felices. Sonríen, porque se vuelven a encontrar después de haber perdido el contacto hace mucho tiempo.


También hubo velorio y entierro, pero solo pudieron asistir cinco personas a la sala. Mi mamá fue, combinó un tapabocas negro con sus prendas de luto y con unos guantes de látex blancos. Me dijo que les preguntó a los señores del servicio funerario si a los que habían muerto por el virus también los estaban velando. Le dijeron que no, que salen directamente del hospital al crematorio para evitar más contagios.

Salir


Me está saliendo una muela. Paso la lengua por mi encía y, al fondo, en la parte superior derecha, donde antes había un vacío siento unas puntas medio filosas del nuevo diente que está brotando.


Mi papá dice que tengo el lado derecho de mi cara hinchado y yo empiezo a creerlo. Creo que prefiero aguantarme a tener que sacármela. Primero: porque es parte de mí y podría sentirme incompleta más adelante, y segundo —la razón que tiene más peso— porque les tengo pánico a los odontólogos.


Empezaremos a salir de las casas, si es que aún nos quedan ganas de estar afuera luego del caos. Como los tapabocas nos cubrirán las sonrisas, nos enfocaremos más en las expresiones de los ojos; pero no sé si aún nos queden ganas de vernos a los ojos luego del caos.


Ahora, que tenemos en el país 228 mil personas que dieron positivo al test de coronavirus —un par de semanas después serán 300 mil, luego 350 mil y luego serán muchos más—, nos dimos cuenta de que somos otras personas. Cambiamos porque nos tocó. Aprendimos a hacer cosas por nuestra cuenta, cosas por las que tal vez antes —en nuestra vida pasada antes de la cuarentena— pagábamos, como la comida y la limpieza.


Por mi parte, aún no me animo a cortarme el pelo sola, aunque mis amigas ya lo hicieron y les quedó precioso. Siento que, si llego a intentarlo, podría terminar siendo un desastre y probablemente decidiría resolverlo rapándome, haciéndole honor a mi caos interno de estos días de encierro.

Algo voluntario


“La vida es una imposibilidad colectiva”, dice Gaspar Noé en Clímax. Ahora somos una imposibilidad colectiva porque, a pesar de que levantaron la cuarentena, no podemos estar juntos. Nos separan dos metros y medio de distancia, el espacio promedio que debemos mantener al estar en un lugar con varias personas.


Aunque ya el encierro es cada vez más flexible y podemos salir, de manera controlada, a ver cómo está el mundo afuera de nuestras casas y apartamentos, la incertidumbre aún nos gobierna. Los rezagos del virus los estaremos viendo, no solo por el rastro de muerte que dejó a su paso, sino en los cambios que tendremos en nuestras rutinas diarias, en el autocuidado, incluso en nuestra forma de vestirnos —con los ubicuos tapabocas—, sino también en nuestra idea del mundo, en nuestra idea de seguridad física y emocional propia y de los que nos rodean.


Cada vez más parece que estamos en el final de la pandemia, pero también el comienzo de algo: los indígenas nasas dicen que hay una “espiral del tiempo y de la historia”; es decir, no entienden la vida como algo lineal —pasado, presente y futuro—, sino como algo que siempre regresa. Por eso, después de este encierro, nuestra espiral va a empezar a girar de nuevo, como algo que nos hace volcar sobre nuestra existencia, como si el tiempo nos saliera del ombligo, nuestro centro, y volviera a él.


Vamos a estar bien.

 

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