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Los lutieres de La Candelaria

Texto y fotos: Manuela Cano Pulido // Revista impresa

Al fondo del Centro Comercial y Cultural Veracruz, en medio de La Candelaria, se encuentra el taller de guitarras de Gilberto Beltrán. Él y su hijo siguen desempeñando el oficio del lutier artesanalmente, en una época donde la tecnificación del sector se vuelve cada vez más fuerte.

Freddy Beltrán mide con exactitud la bandola

El maestro Gilberto Beltrán, el Lutier de La Candelaria, nos despidió con un “hasta pronto”. Después del tercer tinto y una larga estancia en su taller en la Plaza de La Concordia, nos deseó muchos éxitos y nos dijo que nos esperaba cuando quisiéramos en el taller. Nos lo habíamos cruzado casi que por casualidad en busca de personas que nos pudieran hablar de la plaza. Tendrían que pasar más de seis años, una remodelación entera de la plaza, dos carreras universitarias y la determinación de que ya era la hora de seguir escuchando la historia del maestro de La Candelaria para cumplir con la promesa que le habíamos hecho con mi papá de ir a visitarlo.

Esta vez voy sola y con pocos indicios. Los recuerdos son vagos y borrosos, y no tengo a mi compañero de travesías para poder indagar por más pistas. Sin más que unas fotos viejas y algunos apuntes en mi libreta de colegio, comienzo mi búsqueda en ese lugar al que había ido hacía tiempo para aprender más sobre las dinámicas de las plazas y donde, para mi sorpresa, me había enterado de la magia detrás de la fabricación de los instrumentos de cuerda.

Freddy Beltrán ha dedicado toda su vida al oficio del lutier

Sabía que la plaza había sido arreglada, pero nunca imaginé que su apariencia cambiaría por completo. Al verla de nuevo, me fijo que aquel mural que retrataba a unos campesinos en la entrada, con su aspecto rústico y antiguo y su oscuridad después de pasar el umbral, ya había quedado en el pasado. Ahora la plaza tiene un aspecto más moderno y luminoso, y pienso que ya no está hecha realmente para comercializar alimentos, sino para atraer a esos turistas curiosos que cada vez más frecuentemente caminan por las calles de La Candelaria.

No hay rastros del taller. En su antiguo lugar, al costado oriental de la plaza, el letrero que decía “Guitarras La Candelaria”, con una letra antigua y cursiva, había sido reemplazado por un anuncio que advertía que el paso estaba restringido únicamente para “el personal administrativo de la plaza”. Un poco decepcionada, me encamino a preguntar por ese lutier que, como me había dicho él mismo, había estado en la plaza durante más de dos décadas. Era imposible que nadie se acordara de él.

Me acerco al puesto de los frutos secos. Detrás del mostrador aparece mi primera (y única) interrogada. Hizo falta solo una pregunta para enterarme de que la remodelación también se había llevado al maestro Beltrán y que ahora estaba “muy muy metidito” en uno de los centros comerciales de la localidad. Del nombre no se acordaba, de la dirección menos. “Está cerquitica de la estación de Aguas”, me dice.

Freddy usa una de las máquinas para darle forma a la guitarra

Decido no preguntar más e irme en búsqueda del tal centro comercial. Había varios. Entro a dos y pregunto por un lutier. Silencio. Y luego una sonrisa confusa se dibuja en la cara de mis interlocutoras y parece decir: “Pobrecita, está como desubicada”. O al menos eso interpreto yo cuando me convenzo, después de caminar por unas calles que no conozco, de que así no voy a encontrar al lutier.

Lo más fácil sería regresar a la plaza y preguntar a más personas. Debí haber presupuestado que mi poco sentido de ubicación necesitaría más detalles que el genérico “centro comercial”. Ya a punto de volver sobre mis pasos, subo por la calle 16 y a la altura de la carrera sexta veo un lugar de artesanías. Ese sí lo conozco: es la Casona del Museo. Me cuestiono si este lugar, que tiene aspecto de todo menos de centro comercial, es al que se refería mi primera interrogada.

Me apresuro a preguntarle al guardia del lugar si de casualidad ahí trabajaba un lutier. Pensativo me responde que no, pero que si necesitaba un arreglo, él sabía que había uno “buenísimo en La Concordia”. Me tomó unos minutos para contarle todo mi recorrido. Después de escucharme atentamente, me dice que tiene una solución, que lo espere un “momentico” que va a llamar a un amigo muy querido, que el “bacán” le arregló una de sus guitarras. Lo llama. La espera. Mi ruego para que conteste. Los saludos, las risas, las indicaciones y la resolución.

“Veci, no estaba tan lejos”, me dice triunfante. “Su lutier está en el Veracruz”.


El taller

Mi interrogada tenía razón. El taller del maestro Beltrán se ubica realmente al fondo del Centro Comercial y Cultural Veracruz. Se debe atravesar un largo pasillo que tiene a sus lados todo tipo de oficios: costureras, artesanos, peluquerías “a la antigua”, manicuristas y barberías de otra época. Es como retroceder en el tiempo y culminar en una pequeña puerta que abre el paso al único taller de instrumentos del lugar.

Freddy muestra una de las guitarras que se están arreglando en el taller

Está totalmente vacío: no hay ningún cliente y parece que el tiempo se hubiera pausado. Nadie ni nada se mueve. Me asombra ver tan paralizado el lugar, cuando mi recuerdo del antiguo taller estaba marcado por el movimiento. Gilberto corría de un lado al otro con sus guitarras y se veía apurado. Además, donde antes colgaban más de diez guitarras, ahora hay solo dos.

Como la puerta está abierta, entro y hago un ruido para hacerme notar. Una voz me saluda, y luego aparece un hombre que definitivamente no es Gilberto Beltrán. Pero en algo se parece, solo que es mucho más joven. Todo tiene más sentido cuando se presenta como Freddy Beltrán, el hijo del maestro.

Le cuento un poco de mi travesía, de mis tintos en el pasado con su papá, de nuestra conversación y de nuestra promesa incumplida. Él sonríe hasta que le pregunto por Gilberto. Me dice que hace rato que no ha vuelto, que está enfermo, que tiene anemia. Comenta que le cuesta verlo así, porque siempre fue muy activo, aun a sus 76 años. Concuerdo con Freddy cuando afirma que el lugar se siente más vacío sin su papá.

Freddy introduce los trastes de la bandola

Los tarros de pintura, los pinceles, las sierras, los serruchos, los cinceles, las lijas, los trapos y demás instrumentos que aún no conozco parecen estar a la espera de ser usados, al igual que ese tablero de ajedrez empolvado que me muestra Freddy. “Todos los santos días jugaba ajedrez. Mejor dicho: tocaba dejar de trabajar para jugar", me cuenta. Sin embargo, esa afición también tuvo que parar.

Comienza a llover y se filtran unas goteras. Freddy se burla diciendo que es más probable mojarnos adentro que afuera. Y entonces comienza a hablar del oficio, de su oficio compartido. Le digo que me gustaría saber más y acordamos volver a vernos para “entrar en materia”.


El proceso de ensamblaje

Unos días después, Freddy me recibe con una bandola en la mano y la misma camiseta de la otra vez, amarilla y desgastada por el uso. Mientras hablamos de su padre, se mueve con agilidad por todo el taller. Coge las herramientas necesarias, busca entre los cajones, prepara el espacio y comienza con la reparación de una guitarra antiquísima que dejó uno de los amigos de “la tierrita” de su papá.

Freddy marca el lugar exacto donde debe ir el puente

“Él viene del campo, de la región del Guavio, de una vereda que se llama Chuscales en Junín, Cundinamarca”, me dice Freddy. A medida que conversamos y que me muestra cómo se elabora una guitarra, comprendo que narrar su oficio es como hablar de la propia vida de su padre.

La fabricación, me cuenta Freddy, comienza escogiendo las maderas, cada una totalmente diferente a la otra. Todas se almacenan en un depósito de madera y van a parar a rumbos diferentes. Entonces, pienso en los 24 hermanos de Gilberto, cada uno tan distinto y con destinos separados. El de él fue terminar en Bogotá cuando era muy niño. Buscando trabajo, llegó a ese taller que le cambiaría la vida para siempre. A los 15 años tocó por primera vez una guitarra y desde entonces nunca las soltó.

La madera llega gruesa y sin forma al taller, y es tarea del lutier convertirla en un instrumento. Gracias a él puede cambiar su esencia y comenzar a brotar música. Así como la guitarra se comienza desde cero, el artesano debe aprender desde el principio. Son horas y horas de práctica. Gilberto comenzó con tareas sencillas.

Freddy muestra una de las guitarras que hizo su papá, el maestro Gilberto Beltrán

Aprendió a cortar, pulir, lijar y pintar. Poco a poco fue desarrollando esa sensibilidad que lo caracteriza, esa mano de maestro. De esa manera lo describe el músico Francisco Sanabria, a quien Gilberto le ha arreglado varios de sus tiples y bandolas. Cuenta que el día en que lo conoció le impresionó que arregló la bandola de un amigo suyo en tan solo unos minutos. “Eso se llama maestría: poder sacar todo el conocimiento que ha adquirido durante los años y tan rápido”, afirma

Así pues, la madera tiene que pasar por una máquina grande y robusta. Freddy me dice que se llama la desbastadora y que le da las curvas características a la guitarra. Después hay que hacer lo mismo con todas sus partes: brazo, puente, diapasón y las demás. Con la forma hecha, llega el momento cumbre: el ensamblado. Pienso que quizás ese momento cúspide para Gilberto fue cuando decidió independizarse. Juntó cada una de sus enseñanzas, la experiencia adquirida y sus ganas de seguir trabajando, “las ensambló” y montó un taller en la carrera primera. Allí dormía, comía y, básicamente, vivía. Era un loco por su oficio.

Se levantaba antes del amanecer y, según me cuenta Jaqueline, una de sus cuatro hijas, se iba a correr: “Él toda la vida fue un excelente deportista. Corrió muchos años; hizo la maratón de Bogotá, y todos los días iba a trotar”. Después, llegaba al taller, se arreglaba para trabajar y hacia las siete de la mañana estaba armando instrumentos o arreglando las guitarras, las bandolas, los tiples o cualquier instrumento de cuerdas que pasara por su puerta.

De pronto, un ruido se apodera del taller. Freddy me grita que es hora de lijar. Casi no lo escucha. Coge la guitarra y la acerca a la máquina: salen por los aires partes minúsculas de madera en forma de serrín y todo se llena de una bruma de polvo que hace mucho más difícil ver su cara de concentración. Asumo que está vigilando que todo salga perfecto. Al terminar la tarea me explica que “el éxito para que una guitarra quede bien pintada es la pulida. Es una técnica, pintar es un arte”.

Me imagino que esas palabras vienen de su padre, que además de ser un maestro en su oficio, también lo era en la enseñanza. Tiempo después de abrir su taller, se volvió socio de quien antes fuera su mentor, Enrique Rodríguez. Juntos montaron un taller que tenía, según me dice Freddy, más de 40 empleados. Era un engranaje perfecto, como cuando una guitarra ya tiene su forma y está totalmente pulida. Fabricaban cientos de guitarras a la semana y se divertían jugando tejo.

“Eso era muy bonito, allá se cortaba la madera y tocaba ponerla a secar con el sol y golpearla. Toda la cuadra estaba llena de madera porque hacían muchas guitarras. Era todo muy bonito y muy tradicional”, relata Freddy, quien me comienza a hablar sobre la pintura, su especialidad.


De padre a hijo

La trayectoria de Freddy comenzó casi que en forma de castigo: “De pequeñito me tocaba venir acá a trabajar con el hombre, y ay de que uno se estuviera portando mal en la casa. Entonces él decía a mi mamá: «Mándamelo para el taller»”. Sin embargo, no era un castigo para nada malo, porque llegar al taller significaba galguerías, enseñanzas y una parte importantísima: el pago. Gilberto acostumbraba a pagarles a sus pequeños aprendices al final de la semana, incluida Jaqueline, la única mujer de sus cuatro hijos.

Algunas de las herramientas del taller

Ella siempre se la llevó muy bien con su papá, y quizás por esa misma razón se ofuscaba y le parecía injusto que no la dejaran acompañarlo al taller. “Yo lloraba para que me dejara ir. Él no me ponía a hacer nada porque era la niña, pero me pagaba igual que a los muchachos”, cuenta Jaqueline.

Con el tiempo, parecía que los caminos de Freddy y el taller se dividirían por completo. Pero cuando iba a comenzar a estudiar Derecho, se enteró de que sería padre. “Yo metí las patas, como quien dice, temprano”, relata Freddy. Entonces, su papá le dijo que debía volver a trabajar y responder por su hija. Hoy en día, con un poco más de 50 años, Freddy no solo es padre, sino también abuelo. Tiene dos hijas: una de 32 años y la otra de 23. En la mitad de la conversación entra la mayor. Viene a saludar a su padre.

Freddy me muestra una guitarra y me cuenta que esa la había hecho su padre, pero que él ahora la estaba arreglando porque quería que fuera para su nieta. Además, agrega que es de su hija y que se la trajo hace un tiempo pensando en que ya era hora de hacerle mantenimiento. Conmovido, me cuenta que nunca pensó que la tuviera guardada y que quiere dejarla perfecta para su nieta.

Noto que el oficio del lutier para Freddy es una especie de contradicción entre lo que pudo ser su vida más allá del taller y su innegable habilidad como artesano, entre la búsqueda por trazar su propio camino y su compromiso con su padre. “Trabajamos muy bien juntos. Mi papá se encarga de la parte técnica y yo hago la terminación”, agrega.

Ahora Freddy, que está solo en el taller, se enfrenta a otro dilema. Con la enfermedad de su padre, tiene que decidir si seguir con su taller o dejarlo, si seguir con la forma en que venía haciendo las cosas o darle su propio toque. El gran problema es que hay poco trabajo y que las personas ya no respetan la labor del lutier como en el pasado.


La resistencia al cambio

En el taller de los Beltrán todo se hace de manera artesanal. Sus métodos, instrumentos y máquinas son de otra época. La prensa gigantesca que descansa al lado de la puerta es de madera, como las de hace siglos. “Eso ya no se usa”, me cuenta Freddy. Tampoco los sellos, que Gilberto se negó a cambiar durante todos estos años. Su letra cursiva, elegante y serifada es muy diferente a las minimalistas de ahora. Freddy coge el sello, lo unta en tinta y me muestra en un recibo cómo queda marcado el nombre del taller.

El sello del taller

“Él está muy arraigado en su pensamiento”, me cuenta. Dice que está negado a cambiar la más mínima manera de hacer las cosas. Mientras tanto, la tecnificación en la industria de los instrumentos crece y se perfecciona. Algo preocupado, Freddy sentencia que en esos lugares “sacan mil guitarras en una semana; hay un obrero para cada parte. Uno se encarga de armar, otro le echa selladora, otra que solamente pinta”.

La fabricación así de tecnificada de instrumentos de cuerda ha complicado aún más la labor artesanal. La división del trabajo reduce el precio, mientras que hacerlas con las propias manos hace que el precio sea muy elevado. “Mi papá es una persona que, entre comillas, no trabaja barato. Eso hace que tampoco tenga mucha demanda. Una guitarra acá, hecha con sus manos, vale 500 000 pesos. Si se los pagan, la hace; si no se los pagan, no. El hombre es radical”. Competir contra la tecnificación con instrumentos de otro tiempo hacen que se vea como un imposible.

El futuro del taller es incierto. La autenticidad de cada una de sus guitarras se ve acechada por la producción en masa y la falta de clientela. Freddy piensa en diferentes alternativas, como adentrarse en el mundo de las redes sociales y la tecnología. Pero toda decisión es más difícil en ese taller que respira soledad sin su maestro y sin sus guitarras.

 

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