Texto y fotos: Paola Catalina Morales
Rafael Franco se dedica a esculpir y fundir bronce, y en su taller ha moldeado las figuras de aquellos que han definido la historia del país. Su oficio milenario, en medio del fuego y el metal, no solo conserva la memoria de una nación, sino también deja testimonio de un arte que solo toma forma con miles de grados centígrados.
A Rafael Franco no le alcanza la boca para sonreír y debe hacerlo con el resto de la cara. De ojos felices y bigote negro, el escultor saca manotadas de casquillos de munición que el Ejército le vendió para fundirlos. Debe ser muy cuidadoso, pues de colarse una bala en el horno del taller, que llega a unos 1200 grados centígrados, podría ser el fin del trato que ha hecho con el destino. O de su vida.
Desde muy pequeño, Rafael emprendió una carrera contra una fuerza desconocida que lo arrastraría siempre a un mismo punto, y, como a Edipo, cuanto más quiso aventajar las profecías del oráculo sobre su futuro, más cerca se encontró de él. Para Edipo fue matar a su padre y desposar a su madre; para Rafael, ser reclutado por un grupo armado. Aunque no logró ganarle del todo al destino, pareció llegar a un acuerdo: en lugar de disparar las balas en el monte, pudo moldearlas en su taller. Quizá por eso sonríe tanto.
En el taller todos los días son diferentes. Se levanta temprano, llega entre seis y siete de la mañana y sale entre diez y once de la noche. El resto del día se dedica a ordenar cosas, comprar materiales, estar pendiente de su finca, de sus padres, de sus clientes. Desde pequeño duerme poco. A Bogotá llegó solo, a los 18 años, huyendo de la guerrilla. Para ese momento tenía tres alternativas: lo reclutaban, se moría o se iba. Escogió la tercera y fue así como dejó su finca en el municipio de Aguada (Santander) el 6 de enero de 1984. Antes se dedicaba a hacer panela con su familia en el día, y en la noche, para que la guerrilla no lo cogiera dormido, a escuchar emisoras internacionales. Dormir poco se volvió costumbre.
“La única forma de destruir el bronce es fundirlo, derretirlo. No lo daña nada. Es lo más inmortal y noble que hay. Se le puede dar color no con pintura, sino con ácidos. Es el único metal que se deja dar color dependiendo del ácido que uno le coloque”, explica Rafael. Pero a ese descubrimiento llegó más adelante en su vida: ya mucho antes había algo en el bronce que lo intrigaba profundamente.
Rafael supo que había llegado al futuro, o que había estado 18 años viviendo en el pasado, cuando lo primero que vio llegando a Bogotá fue el Monumento a los Héroes. Metido en su pueblo, dice que conoció el yogur solo a los 12 años, y el Chocoramo, después de los 15. Era una verdadera novedad. Su mamá fue quien le dijo que el Bolívar estaba hecho de bronce, un metal tan indestructible como las pailas de cobre donde hacían la panela de la finca.
Los años siguientes, tras terminar el bachillerato, empezó a estudiar en la Universidad Nacional: primero Ingeniería Agrícola, y luego Bellas Artes. Por esos años había muchos conflictos y la Universidad permanecía cerrada: “Mejor dicho, me salí de la guerrilla rural y vine a llegar a donde estaba la guerrilla urbana”, bromea. Un día se encontró en medio de una trifulca entre quienes tiraban piedras y la Policía. El único resguardo que encontró fue el museo de la Universidad, y, corriendo entre el tropel y los gases, logró entrar. Allí había una exposición de esculturas de terracota y bronce. Cosas de la vida.
A partir de ese momento comenzó un largo recorrido por talleres de escultura y fundición en Bogotá, que ocuparía sus siguientes años de juventud. No finalizó sus estudios, pues estaba convencido de que lo que él buscaba no lo iba a encontrar en libros y salones, sino en un taller. Por eso hoy Rafael se dedica tanto al trabajo de fundición en bronce de esculturas ya fabricadas como al trabajo creativo del modelado, pues él también es escultor.
El bronce es un metal producto de la aleación entre ciertos porcentajes de cobre y estaño, y se puede combinar con otros metales como el aluminio y el zinc para conseguir otro tipo de calidades. Son difíciles de encontrar tanto el material como quien lo trabaje. Y así como el material es único y suntuoso, lo mismo ocurre con quienes llegan al taller de Rafael. La mayoría son artistas que traen sus obras escultóricas para que Rafael les haga la fundición en bronce. También lo buscan de galerías y museos, así como los alcaldes que quieren adornar sus municipios y parques.
Algunos de sus clientes vienen del exterior: hace un par de años hizo un Winston Churchill para la Real Fuerza Aérea Británica y un Michael Jackson para Hollywood… o por lo menos eso le dijeron. Rafael jamás ha pensado en visitar las obras que tiene por el mundo: “No sé en qué parte estarán, pero para allá se las llevaron”, dice con su tono fresco y despreocupado. Habla suavemente, y mientras lo hace va contando que en Colombia hay varias importantes: El gato del río Cali, el Bolívar de la plaza de Chiquinquirá, el Cacique Tisquesusa de Zipaquirá, las figuras mitológicas del Sendero de Mitos y Leyendas en el Parque del Café —entre las que se encuentran La llorona y La patasola— y el José María Córdova de la Escuela Militar en Bogotá.
Su trabajo es tan reconocido que no solo lo han buscado clientes de otros países, sino también algunos muy particulares. Hace muchos años, recuerda, llegó al taller un hombre que quería una escultura similar a un guerrero, una suerte de miliciano con pañoleta que por alguna razón resultaba ligeramente familiar. Rafael se la cotizó en cinco millones de pesos, y el cliente resolvió darle 3000 dólares. Pero pasó el tiempo y el hombre no regresó, hasta que tres años más tarde volvió. Rafael le dijo que aún tenía la obra encargada, pero el hombre le pidió que la derritiera porque “al jefe lo mataron”. Luego, le explicó que iba a ser un regalo para su jefe, pero que en vista de las circunstancias era mejor que la destruyera.
Después de mucho tiempo, husmeando, Rafael se enteró de que era un regalo para Carlos Castaño. El guerrero era él, aunque, en lugar de su habitual pava militar, lucía una pañoleta en la cabeza. Nunca supo con seguridad quién era el hombre que le hizo el encargo.
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Pasadas tres horas, Rafael saca el bronce fundido —que ha alcanzado los 1200 grados centígrados— usando un pequeño recipiente. El metal, de color naranja fosforescente, parece una fuente de luz. Su temperatura es tan alta que con los movimientos genera llamas y pequeñas explosiones que iluminan el recipiente. Es un líquido en llamas. Lo lleva cuidadosamente a las cajas de arena húmeda que contienen los moldes de las esculturas y lo vierte en los huecos que ha dejado en la superficie. No se alcanza a percibir qué hay en el interior.
—¿Ese pa cuándo es? —pregunta uno de sus empleados.
—Payer —le responde con gracia Rafael soltando una carcajada.
El calor en la parte posterior del taller, donde está el horno, es infernal. El escultor debe usar un delantal de protección encima de su overol, guantes de seguridad para altas temperaturas y una capota. Su vestimenta es rústica, pero sus movimientos son delicados.
El proceso para fabricar una escultura en bronce empieza con la fase de modelado: la escultura inicial en arcilla. A esta se le toma una impresión en negativo en caucho; es decir, se hace una especie de molde. Luego, con este, se hace una impresión en cera en positivo, una réplica hueca de la escultura que rellena el molde. A continuación, a la réplica en cera se le hace un molde refractario en circonio. En este punto, se expone al calor para que la capa de cera se derrita y salga de tal forma que quede el espacio donde va a ir el bronce fundido.
Esto quiere decir que la escultura final también será hueca, replicando la impresión en cera. Se mete todo en una caja con arena alrededor, dejando descubierta únicamente la superficie superior, donde están los agujeros que conducen al interior de los moldes. Finalmente, se vierte el metal por los agujeros. Al cabo de una hora se saca de la arena y todo se rompe con un martillo para poder sacar la recién endurecida obra en bronce. Se limpia, se talla y se pule, y, luego, se le da color. La técnica recibe el nombre de cera perdida.
Rafael tiene empleados para llevar a cabo casi todas las fases, pero el proceso de fundición del bronce lo hace él mismo. En ocasiones lo ayuda un joven empleado, pero es él quien da las instrucciones. Siempre. Toma años de experiencia, de prueba y error, saber cuándo el bronce ha alcanzado la temperatura, textura y color adecuados para sacarlo del horno. Él es el único que sabe, a ojo, cuando está listo, y aun así no es fácil: “Eso es un misterio: no es sino hasta que uno destapa todo cuando sabe si salió bien. La fundición es incierta”, advierte en tono prudente.
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El ruido que produce la pulidora es ensordecedor, y, sin embargo, Rafael habla bajo. Ha sido una vida de sacrificios. Las condiciones son duras: las temperaturas, el tiempo invertido, los materiales contaminantes de la emisión de materia particulada y humo de óxido metálico en el proceso de fundición, el ruido…, pero en el taller siempre hay música. Cada empleado tiene su propia música en su estación de trabajo.
Desde su puesto, Diego Herrera, el único empleado que usa protección auditiva, habla de su jefe: “Rafael le da la oportunidad a uno de conocer muchas técnicas; tiene mucha paciencia para enseñar. Eso es lo virtuoso del man. No me gusta lo que escucha, mucho reggaetón. Por lo demás, el ruido es bastante molesto. Cuando hay que pulir cosas grandes, se le pone a uno la cabeza terrible”, cuenta. Al parecer, desde que le construyeron un techo más alto al taller, ubicado en la localidad de Engativá, hay más eco y el ruido se amplifica.
Rafael se describe como un hombre sin enemigos, un apasionado por la historia patria y como todo aquello que los demás vean en él al describirlo. Y seguro todos verán algo en este escultor de expresión sonriente. Todos, sin importar de dónde vengan, porque por su taller ha pasado la mismísima historia colombiana. Y en su pacto con el destino, Rafael materializa esa historia. Por su taller se han paseado hablando de arte los pintores y escultores Hernando Tejada y Enrique Grau, con quienes fabricó El Gato del río Cali y el San Pedro Claver de la ciudad amurallada en Cartagena, respectivamente; también el expresidente y escritor Belisario Betancur hablando de poesía.
Entre sus amigos, la persona que más le ayudó a crecer en la escultura fue Alfredo Castañeda, un miembro del Partido Comunista que, además de ser muy amigo de Alfonso López Michelsen, en la juventud había sido compañero de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas. A su casa un día llegó un tal Jaime Bateman Cayón. Lo conoció. “La vida es muy rara y curiosa. Yo huyéndole a la guerrilla, jueputa, y siempre termino rodeado de estos locos”, dice burlándose de sí mismo. Actualmente, su mayor proveedor de bronce es el Ejército que, bajo autorizaciones legales, le vende los casquillos vacíos de la munición ya usados en entrenamiento. En efecto, rara y curiosa: el mismo Ejército ha encargado varios de sus monumentos a Rafael.
Entre el costal de 50 kilos de casquillos, se observa que la mayoría de las piezas están machacadas. “Es para evitar que esos casquillos caigan en manos de organizaciones armadas terroristas. Como para los bandidos es más difícil conseguir munición, la recalzan para reutilizarla”, explicará más adelante el coronel en retiro Gilberto Morales, exjefe del Departamento de Control Comercio de Armas (DCCA) del Comando General de las Fuerzas Militares.
—¿El Ejército es el único proveedor? —le pregunto a Rafael.
—Cuando no puedo comprar en el Comando General, compro retal de lámina de bronce o de tubería. Y si ya es muy escaso, toca comprar cobre puro y hacer la aleación con zinc y estaño —responde Rafael.
Amistoso, Rafael sonríe. Entre sus evidentes conocimientos de química, arte e historia, no le da pereza explicar cada minucia de su trabajo. En uno de los mesones se alcanza a ver un busto del fallecido exministro de defensa Carlos Holmes Trujillo. Hay dedos en bronce regados por todo el lugar. “Lo más difícil de esto es que siempre que uno está haciendo una obra nunca la ve terminada. Si usted pudiera quedarse diez años terminándola, todos los días tendría que hacerle algo nuevo”, dice casi abatido.
Mete una varilla en el horno para sacar la nata que se asienta encima del bronce. La llama que sale por la superficie crece y el humo se disipa en el aire.
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