Por: Andrés Balaguera // Revista impresa
En la década de 1970, el Nuevo Periodismo irrumpió en las salas de prensa sirviéndose de las técnicas literarias para contar la realidad. Sin embargo, en el transcurso de esa aventura, algunos de sus grandes referentes pusieron en juego el valor más preciado que pueda tener un periodista: la credibilidad.
En Vida de un escritor (2006), Gay Talese recuerda que la apuesta de The New York Times a finales de la década de 1950 era plantarle cara al auge de la televisión con una redacción más vivaz de las noticias. La propuesta era hacer tanto énfasis en la escritura como en la reportería.
Sin embargo, por el peso del estilo tradicional de los “datos puros y sin adornos” del periodismo norteamericano, la entrada de los “textos literarios y llenos de datos confiables” que Talese soñaba —y que el director editorial respaldaba— tendría una firme repulsión de los viejos guardianes del diario.
Cuenta Talese, con un poco de cólera, que fueron varios los días que pasó en el banquillo de los relegados a los que no les publicaban sus escritos por buscar un estilo más “sofisticado” que la rígida pirámide invertida. No obstante, a inicios de los años sesenta, sus historias sobre la segregación racial en Alabama narradas desde detalles íntimos, con descripciones del entorno y empleando diálogos propios de la literatura, le valdrían el reconocimiento y la confianza de sus jefes.
Con esos textos, Talese logró escapar de la “frialdad” del periodismo de nota seca y, además, le dio alas a ese estilo narrativo que autores como John Hersey y Truman Capote habían trabajado años atrás y que el mundo vendría a conocer, ahora, como el Nuevo Periodismo.
Esa corriente de periodistas que incorporaban la técnica literaria al oficio tuvo su epicentro en Estados Unidos. Sin embargo, casi a la par del auge de los escritos de Tom Wolfe, Norman Mailer, John Sack y del propio Talese, surgirían hombres en el Viejo Continente y en Latinoamérica, quienes, al igual que los mencionados, parecían traer los recursos de las mejores novelas de Balzac, Dickens y Tolstói a la realidad de las historias cotidianas.
En algún lugar de África, Ryszard Kapuściński ya utilizaba dos libretas. Una, para escribir sobre aquella “memez total y absoluta que roba todo el tiempo y toda la energía sin dejar nada a cambio” que eran sus boletines noticiosos para la Agencia de Prensa Polaca (PAP). La otra, para plasmar las ideas que más adelante convertiría en libros. El primero de ellos, La jungla polaca (1962), daría visos para que los críticos vieran en su estilo una continuación de ese movimiento que, por rebosar los límites del reportaje clásico, algunos llamaron también “periodismo literario”.
En Colombia, el joven periodista Gabriel García Márquez ya había publicado en El Espectador las veinte entregas testimoniales del único sobreviviente de un buque militar que se había hundido por el peso del contrabando. En esos escritos, en los que la crónica parecía rozar la prosa literaria, Márquez reveló una historia que por su magnitud social produjo amenazas que lo llevarían al exilio y, de paso, a encontrarse con esa técnica que muchos lectores críticos de aquel libro posterior Relato de un Náufrago (1970) catalogaron como “periodismo narrativo”.
Así, los textos de esa corriente —que Wolfe se negaría a llamar “movimiento” por la ausencia de “manifiestos y credos”— representaron una ruptura en la tradición periodística. En ellos se presentaron por primera vez las “fuentes” como personas con pensamientos, conflictos y emociones.
Además, se reemplazaron las “declaraciones” por escenas recreadas en las que el lector podía casi ver, con sus propios ojos, las revelaciones de la narración planteada a partir de los detalles. Precisamente, por lo estilizado de los relatos, aquellos reporteros pasaron de escribir noticias destinadas al olvido natural de la actualidad, a retratar historias dignas de escritores como las que Talese soñaba “para la posteridad”.
De esa manera, el Nuevo Periodismo —o periodismo literario o periodismo narrativo— encarnó un esfuerzo que, aunque desperdigado en el mundo, trajo un estilo compacto en el que el periodismo podía ser tan riguroso como atractivo.
Sin embargo, con el desarrollo de la técnica literaria, sus grandes exponentes dieron uno que otro paso en falso, lo cual provocó más tensión en la ya tirante cuerda por la que andaban. Tanto así, que, a pesar de la solidez de sus pies, varios de ellos conocieron los riesgos que conllevaba esta “nueva” disciplina en el vértigo propio de la caída.
En Kapuściński non Fiction (2010), Artur Domowławski recuerda una memorable escena que tuvo lugar en México a comienzos del nuevo milenio. Para ese entonces, Kapuściński ya había sido catalogado por sus libros como el “reportero del siglo XX”, y John Le Carré, escritor británico de novelas de espionaje, lo había ubicado en la posición del “enviado de Dios”. De igual forma, Gabo ya había ganado el Nobel de Literatura (1982) y erigido la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (1995).
Precisamente, fue en un taller de la FNPI donde Kapuściński y García Márquez abrieron el debate sobre una polémica que se había construido a la sombra de sus éxitos periodístico-literarios.
—¿Tiene derecho un periodista a pintar una lágrima en los ojos de una viejecita triste que aparece en un reportaje, aunque en la realidad no llegara a verter esa lágrima? “Pintarla” para reforzar el efecto literario —interpeló Gabo.
La periodista argentina Graciela Mochkofsky contestó:
—Eso es una traición periodística. Un escritor puede hacerlo, pero un periodista no, en absoluto. No se puede retocar la realidad.
—Pues yo opino que el periodista tiene derecho a pintar esas lágrimas —le respondió García Márquez—, para reflejar mejor la atmósfera del momento, el estado anímico del personaje descrito. ¿Dónde está la traición? —En ese momento se vuelve hacía Kapuściński y le dice sonriendo—: Tú también mientes a veces, ¿verdad, Ryszard?
Kapuściński se ríe, pero no dice una palabra. “Los asistentes adivinan la respuesta”, concluye Domowławski.
A raíz de esta anécdota, vale la pena preguntar: ¿cuál es la línea que separa el Nuevo Periodismo del género novelístico? ¿El periodista tiene licencia para “colorear” la realidad? ¿Hasta qué momento la búsqueda de un estilo literario sobrepasó los límites del periodismo? Al respecto, las reflexiones de los propios periodistas son las que dan luces y sombras a esta interrogante.
Unos cuantos años después, Kapuściński explicó de forma implícita el trasfondo de su risa complaciente ante la pregunta de García Márquez, al afirmar en una entrevista que “se puede ampliar la realidad, pero tomando los elementos auténticos de la realidad”.
El periodista polaco creía que ese “recurso” ayudaba a revelar el sentido más profundo de las cosas, pues “al fin y al cabo, no tiene tanta importancia si alguien ha muerto de tres o cinco balazos. Lo importante es transmitir la verdad esencial de ese hecho”.
Javier Darío Restrepo, reportero colombiano que falleció en 2019 y fue siempre un faro ético del periodismo latinoamericano, se preguntaba en 2015 en el Consultorio de la Fundación creada por Gabo:
—¿Tiene tanta importancia el detalle secundario que no altera la esencia de un hecho, pero que sí lo hace atractivo y comprensible?
Restrepo argüía que el periodista deforma la realidad desde la misma selección de los hechos y que, por lo tanto, “el trabajo del periodista no es el de reflejar la realidad como un espejo, que no altera nada, salvo que sea espejo deformante de circo”.
Bajo esa lógica, apoyó la postura de García Márquez y de Kapuściński al hablar de la imposibilidad de la objetividad y el pragmatismo de la honestidad, pues “cruzar las fronteras entre ficción y no ficción sirve para los más honestos y talentosos. Kapuściński lo era”, remata.Esa postura lleva, ineludiblemente, a preguntarse por la verdad, la realidad, la objetividad y el rol del periodista.
El eterno baluarte de El País de España, Miguel Ángel Bastenier, quien murió en 2017, nos ahorra entrar en cavilaciones filosóficas y epistemológicas al asegurar que el periodismo renuncia a abarcar la “totalidad” de las cosas por su naturaleza posmodernista en la que “la necesidad de optar a la hora de escribir por una representación textual nos obliga a elegir esa sola versión entre el gran número de narrativas posibles”. En ese sentido, “en un mundo imposible de reducir a la palabra escrita, no puede existir la Verdad con mayúscula”.
El mismo Kapuściński reconoció que “en la no ficción siempre hay preguntas que quedan sin respuesta, nunca lo sabremos todo en su totalidad”. Al respecto, el argentino Tomás Eloy Martínez recordó que “las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de la realidad que se iba creando a medida que se escribía”. Sin embargo, la mirada de los posteriores exponentes del Nuevo Periodismo fortaleció, desde el escepticismo, las bases de ese estilo narrativo desarrollado a mediados de siglo.
En una entrevista con el diario ABC de España, Jon Lee Anderson recalca que en ningún momento consideró los libros de Kapuściński como meros reportajes periodísticos, sino como “una mezcla de géneros” en la que se incluía la ficción y la denominada faction —a partir del juego entre los hechos (facts) y la ficción (fiction)—. En eso, asegura Anderson, “Kapu era un maestro de verdad”. No obstante, los libros de Kapuściński y varios de García Márquez siempre han estado en los estantes periodísticos de las librerías y, además, han sido considerados por varias generaciones de reporteros como unas biblias del oficio.
La cuestión no estriba en desprestigiar la obra de los maestros, sino en dilucidar esa aparente mistificación que rodeó tanto sus escritos como sus figuras.
Consecuentemente, ese hilván propuesto por Javier Darío Restrepo, en el que la seguridad fáctica del relato dependería puramente de la consideración honesta del periodista, complejiza aún más el debate, porque da licencias que conducen a una inquietud eterna: ¿cuándo se considera astucia o creatividad y cuándo es, por el contrario, trampa?
A su vez, si se da permiso para que alguno pueda entrar en el campo ficcional, inmediatamente todos los periodistas entran bajo una sospecha incesante en la que el prestigio de la profesión sería el más afectado.
En este punto, es menester recordar el verdadero sentido de la objetividad que hoy se ve tan imposible. De acuerdo con lo planteado por los padres de esa rigurosidad del periodismo anglosajón, como bien recuerdan en Los elementos del periodismo (2003) B. Kovach y T. Ronsenstiel, la objetividad en su concepto original aludía al método, no al periodista.
Por ende, esa objetividad se relaciona con la verificación de los hechos que es, en el fondo, “la metodología de la verdad” y, paralelamente, el rasgo distintivo del periodismo.Leila Guerriero reunió en su Zona de obras (2014) varias reflexiones acerca de esa disciplina que evoca el Nuevo Periodismo.
Dice la escritora argentina que este estilo narrativo parte de la premisa de “creer que no da igual contar la historia de cualquier manera” y que “por definición” podría decirse que el periodismo narrativo es “aquel que toma algunos recursos de la ficción —estructuras, climas, tonos descripciones, diálogos, escenas— para contar una historia real y que, con esos elementos, monta una arquitectura tan atractiva como la de una buena novela o un cuento”. Consecuentemente, dice Guerriero, el límite entre el periodismo y la ficción radica llanamente en “no inventar”.
El director del máster en periodismo de la Universidad de Columbia, Roberto Herrscher, resalta en Periodismo narrativo (2012) que “esta escritura, por muy alto que vuele, siempre estará pegada a la tierra”. En concordancia, Martín Caparrós dijo alguna vez que no hay diferencia entre la calidad del trabajo del periodismo y la literatura, sino que la separación ocurre, realmente, en el pacto con el lector.
Para la no ficción, el autor propone: “Voy a contarle una historia y esa historia es cierta, ocurrió y yo me enteré de eso”, mientras que en la ficción es: “Voy a contarle una historia, nunca sucedió, pero lo va a entretener, lo va a hacer pensar”.
Así que mientras algunos creen que son válidas ciertas licencias, otros se contraponen de manera certera, pues la ética periodística no puede ser negociable. Al respecto, ya avisaba John Hersey en un ensayo publicado en 1980 que “el periodismo debe tener un cartel ético en el frontispicio de cada página que diga: nada de esto fue inventado”. Desde ese entonces se buscaba dejar claro que en el periodismo narrativo los límites los ponen los hechos, no la imaginación.
En La verdad de las mentiras (1990), Vargas Llosa apuntala que la novela “es un género amoral o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos puramente estéticos”. Por el contrario, asegura que para el periodismo “la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y, a más distancia, más mentira”.
Resulta natural que la periodista Graciela Mochkofsky, quien cuestionó la postura de Gabo en aquel taller en México, dijera años después —tal cual recoge Domowławski en su libro— que lo que más les interesaba a escritores como Kapuściński era “crear un nuevo género literario, nuevas formas narrativas, pero el realismo y la exactitud, tal y como lo entienden los periodistas, se encontraba en un plano muy secundario”.
Así que por mucho que escritores como Lawrence Weschler, otrora editor de The New Yorker, insistan en que da igual poner libros con cuestionamientos fácticos en la estantería de ficción o en la de no ficción, el compromiso del periodismo con la realidad debe prevalecer. Por más que la búsqueda de la verdad parezca insaciable, utópica e idealista, lo único cierto es que la solución de los periodistas jamás puede ser inventarla.
Incluso Gay Talese, que nunca fue acusado seriamente de imaginar escenas ni crear personajes, descubrió con la publicación de su último libro, El motel del voyeur (2016), que esa verdad también podía ser deformada por los mismos protagonistas de sus historias. Tal cual lo revela el documental Voyeur (2017), The Washington Post comprobó que el hombre que protagoniza el relato, Gerald Foos, le ocultó detalles de su historia a Talese.
El periodista falló en que, por confiar plenamente en su discurso, olvidó contrastar unos datos que llevaron a que su relato terminara perdiendo credibilidad. Consciente de lo que esto implicaba para su reputación, tras recibir el correo del Post que le informaba sobre las imprecisiones de su libro, Talese declaró para ese periódico:
—No voy a promocionar este libro. ¿Cómo lo promoveré si su credibilidad se fue al diablo?
Minutos después le dijo a la pantalla del documental:
—Este es el final. Este es mi final.
De manera que el periodismo narrativo es una disciplina en la que, como buena práctica periodística, el compromiso con los hechos es fundamental. En ningún momento, la técnica narrativa puede oscurecer la realidad. Por supuesto que jamás se podrá encarnar la totalidad absoluta, pero sí debe tenerse en cuenta que, como dijo Restrepo, “el éxito periodístico depende de la búsqueda y de la divulgación eficaz de la verdad”.
Y como bien remarcó Bastenier con su peculiar estilo: “Si ‘periodismo narrativo’ quiere decir historia sin fuentes, cuando el autor no ha presenciado los hechos, que me borren”. Seguramente en esta simulación funámbula que parece ser el periodismo narrativo, Kapuściński y García Márquez representaban ese suspenso que describía el francés Claude Saumaise cuando veía que ”un hombre tenía la planta del pie más ancha que la senda por donde iba”.
Lo problemático es que, en el seno de esa cuerda por la que los periodistas caminan con especial sigilo, se encuentra un valor innegociable que bien definió José Burgueño (2010) como el último reducto del periodismo del siglo XXI: la credibilidad.
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