Siguiendo las letras de la música local huilense, como la de Jorge Villamil y la de Anselmo Durán, esta crónica es un recorrido por mis raíces opitas. A pesar de ser bogotana, los paisajes, la gastronomía y la cultura huilense siempre han sido parte fundamental de mi vida. En esta historia, un poco de lo que esta tierra me ha dejado como herencia.
Al sur, al sur, al sur
Del cerro de Pacandé
Que entre chaparrales
Y alegres andares
Reina la alegría
Que adorna el paisaje
Al sur, al sur, al sur
Del cerro de Pacandé
Está la tierra bonita
La tierra del Huila
Que me vio nacer.
Estas estrofas del compositor Jorge Villamil siempre las han cantado mi abuela y mi mamá con orgullo y sentimiento. A mí, el Huila no me vio nacer, pero sí me vio crecer. Desde que tengo memoria, más o menos hace unos 20 años, he atravesado la cordillera occidental de los Andes, admirando el verde de sus montañas, la altura de sus árboles y el viento frío que choca entre ellos, hasta llegar a un valle en el que la temperatura es más cálida y los suelos son el soporte de plantaciones de arroz y cultivos de café. A siete horas de Bogotá, o un poco menos si el trancón de la ciudad capital lo permite, se encuentra esta tierra: la tierra de los opitas.
Los 19.900 km2 que ocupa el departamento del Huila dentro del mapa nacional no pasan desapercibidos. Esta zona alberga uno de los tesoros naturales más representativos del país: el desierto de la Tatacoa. Siguiendo la carretera que lleva de Neiva a Villavieja, se encuentran 330 km2 cubiertos de tierra árida y dunas de arena. Aunque en el día se aprecia el contraste de colores entre el suelo naranja del desierto, el azul del cielo y el verde de los cactus, el verdadero atractivo de esta joya natural se disfruta en la noche. Desde el Observatorio Astronómico Astrosur, centro dedicado a fomentar el interés de los turistas en la ciencia y la astronomía, el profesor Javier Fernando Rúa dedica su tiempo a enseñarles a los visitantes de la zona el cielo estrellado.
FOTO: El desierto por María José Noriega
El centro astronómico, que no es más que una lona verde que descansa sobre el suelo rocoso del desierto, está preparado para recibir a un grupo de más de 100 personas que comparten un mismo interés: contemplar el firmamento.
No hay luz. No hay ruido. En posición horizontal y con la mirada hacia el cielo, la única guía hacia las estrellas está dada por la voz del profesor Rúa y su láser verde. En mi posición sobre la lona, al girar la cabeza hacia la izquierda, veo el contorno de la cola de Escorpión, la constelación. Al girar un poco hacia la derecha, están Leo y Virgo. Este es el privilegio del desierto, el de estar ubicado en una zona del planeta en el que los dos hemisferios, el norte y el sur, coinciden. Bien lo escribió Jorge Villamil en sus letras: “En noches, en noches de verano, brillan los luceros con gran esplendor”.
FOTO: Cortesía del observatorio astronómico Astrosur. Tomada por Javier Fernando Rua Restrepo
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Azules se miran los cerros, en la lejanía
paisajes de ardientes llanuras,
con sus arrozales de verde color.
La brisa que viene del río,
me dice hasta luego, yo le digo adiós.
Hay quienes dicen que Neiva, capital del departamento, es el cielo. Solo que es dos grados más fría que el infierno. Puede que tengan razón en eso. Pero a un poco más de dos horas de la ciudad, el calor queda atrás y el clima se empieza semejarse más al de Bogotá. En medio del degradé verde de las montañas, que protegen el valle caluroso del centro del país, está la laguna Las Nubes. Allí, según cuentan los pobladores de la zona, durante la Independencia el general Antonio Baraya ahogó sus armas. Hoy ellas reposan en medio de estas aguas mansas.
La laguna Las Nubes no es un lugar turístico. Allí llegué siguiendo los pasos de mi abuela Rosario en un intento por reconstruir aquellos que ella dio con su papá, Joaquín García Borrero, historiador y escritor huilense.
—De niños íbamos de paseo familiar a la laguna —me cuenta ella.
—¿Cómo llegaban? —le pregunto.
—En esa época, a diferencia de hoy, teníamos que llegar a caballo. Salíamos de la casa de mi papá y en 15 minutos ya estábamos allá.
FOTO: Tomada por María José Noriega
Por ser tierra cafetera y adecuada para la tenencia de ganado, mi bisabuelo optó por construir, de su propia mano, una casa de bahareque en medio de la barrera montañosa que rodea a Baraya. El sudor derramado y la fuerza empeñada en su construcción, perduraron en el tiempo. La Guerrilla, aquella casa que tanto esfuerzo y guerra le dio construirla —de ahí su nombre—, sigue en pie después de casi un siglo de existencia. Lo único pasajero y distinto son las personas que han ocupado sus cuartos y pasillos.
La tierra opita tiene la riqueza de la calidad de su gente. El temperamento fuerte y el empuje por la superación, son rasgos característicos de los huilenses. El trabajo duro, como el de el bisabuelo Joaquín, da frutos. Prueba de ello es que después de 70 años, mi abuela volvió, junto con sus nietos, sobrinos e hijos, a ver el esfuerzo de su papá que ha sido inmortalizado en el tiempo.
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El Huila no se distingue únicamente por la diversidad de sus paisajes. La gastronomía local también forma parte del encanto de esta tierra. Los bizcochos, ya sean de achira, de cuajada o de manteca; el jugo de cholupa, fruta prima del maracuyá que solo se da por esta zona del país; el quesillo y el tamal son tan solo una probadita de las delicias huilenses.
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Cuajada, harina de achira, huevos y sal. Estos son los ingredientes de docenas de bizcochos que reposan sobre una paila de aluminio. Al llegar a la bizcochería Martica, puedo ver por los menos tres de estos recipientes al tope. En un abrir y cerrar de ojos, por los antojos de nosotros los rolos, el amarillo de la harina se empieza a desvanecer y empieza a primar el gris de la olla. Ese es el efecto de los bizcochos. Si te comes uno, te comes todos.
FOTO: Tomada por María José Noriega.
Ya sea con chocolate caliente o con el ácido del jugo de cholupa, los bizcochos se comen a cualquier hora del día. Incluso se pueden disfrutar como postre. La paleta de achiras y arequipe la venden en Los Ángeles Termal, un balneario natural en el que las aguas termales, entre 28 ºC y 42 ºC, están pensadas para la relajación y la reconexión. Después del baño con altas temperaturas, el helado de achira refresca y mata el antojo.
El contraste de sabores del Huila también se ve en el plato principal de la región: el asado huilense, un plato obligatorio para todo aquel que visita este departamento, que combina los picos de sabor de la carne de cerdo, preparada en horno de barro, con el toque de arroz que tiene la arepa oreja de perro y el dulce que le aporta el insulso. No sobra el toque ardiente y frío de un buen doble anís.
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FOTO: De María José Noriega
En mi tierra todo es gloria
Cuando se baila el joropo
Y si es que se va a bailar
El mundo parece poco.
Sigamos cantando, sigamos bailando
Sigamos cantando, ¡caramba!
Que me vuelvo loco.
La música que da vida a estas letras no es otra que la del Sanjuanero. A finales de junio, año tras año, se celebran las fiestas de san Pedro y su baile insignia no puede faltar. Sus pasos fueron creados por la folclorista Inés García de Durán, mi tía. Entre recortes de periódicos que albergan el legado cultural que dejó Inesita, como muchos le decían y como aún la recuerdan en su tierra, me encuentro con un artículo de El Tiempo en el que se retratan las reflexiones que ella alguna vez hizo sobre su coreografía. “El baile es un coqueteo. Cuando el sanjuanero dice ‘a bailar este joropo’ se refiere a joropiar. Una vieja joropera aquí es una vieja alegre. Me encanta el espíritu de las fiestas y las ganas de bailar y de ponerse el traje con orgullo”. Estas palabras tienen por lo menos unos 14 años de antigüedad. Sin embargo, me parece estar escuchando a mi tía con su cantadito opita y voz fuerte en medio de su casa de Betania, lugar en la que tantas vacaciones compartimos juntas.
—¿Qué significó el baile para ella? —le pregunto a su hija María del Pilar.
—Para ella fue una expresión cultural con la cual pudo transmitir los sentimientos más profundos de un ser humano. A través del baile del sanjuanero, o bambuco fiestero, quiso plasmar todas nuestras raíces.
Siempre inquieta por el conocimiento y con el ánimo de entender de primera mano lo que la gente de su pueblo pensaba, Inesita visitó todos los pueblos del departamento. Estas travesías y conversaciones con los pobladores le permitieron a ella acercarse a las raíces y a la idiosincrasia de su tierra. El sanjuanero le hace honor a esto, recuerda María del Pilar.
“Cada barrio de Neiva tenía una comparsa con un capitán de danzas. Ahí bailaban torbellino, bambuco, guabina, danzas indígenas y demás. Como el Sanjuanero era una cosa nueva, un bambuco fiestero que creó el maestro Anselmo Durán, y no tenía una coreografía, pensamos que había que hacerle una composición nueva. Nos dimos cuenta de que debíamos conservar la invitación que hace el parejo y los ochos del bambuco tradicional. Empezamos a diseñar las figuras más los pasos que se usaban: el caminadito juntatierra, el trote pizca y el escobillado”. Estas fueron las palabras que alguna vez Inés García le dijo a Fama, el magazín del fin de semana, medio que quiso honrar la labor cultural de ella después de su muerte.
Inesita fue una matrona cultural en el Huila. No en vano, el encuentro de danzas nacionales, en el marco de las fiestas departamentales, y una avenida de la ciudad de Neiva llevan su nombre. Y es que el baile, como lo dice su hijo Jimeno, fue su mayor pasión después de su familia. “Ella dejó como legado la trascendencia del baile más allá de las fronteras del departamento y de Colombia, y una vida al servicio del folklore de su región sin esperar nada a cambio”, cuenta él.
Me voy a apropiar de una frase que alguna vez dijo mi tía Inés: “Me encanta el concepto de huilensidad”. Y es que los paisajes, la gastronomía, el baile y la música son el sello de identidad y la marca personal de los opitas. Esta ha trascendido límites culturales y geográficos, y todavía existen personas que, como ella, quieren preservar la tradición y el respeto por la riqueza de esta tierra.
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