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[Revista Impresa] Pasado y presente de un clásico bogotano

Por: Lorena Sánchez Contreras // Revista impresa


Cientos de personas viven del comercio de San Victorino, pero ahora los locales cerraron y los negocios están paralizados. Julia Villamil es comerciante hace más de 35 años. Aprendió el oficio de la familia y tiene un local donde vende las camisas, faldas y vestidos que confecciona en su taller. Historia de un comercio bogotano que sortea un momento crítico.

FOTO: Gran San: tiene 702 locales. Ni siquiera el 2 % de los comerciantes del Gran San están trabajando.

Antes de que las puertas de cristal del ascensor del centro comercial El Gran San, de San Victorino, se abran en el segundo piso, se pueden ver unos cuerpos plásticos colgantes con blusas para dama color amarillo, fucsia, blanco, azul y rojo; con puntos, rayas, pliegues, botones y flores, muchas flores. El plotter fucsia con mariposas del local 3320 anuncia la llegada a Diseños Julia, una marca de ropa con “Prendas cómodas, telas suaves, para las mujeres y niñas, con los mejores precios”, según promocionan sus dueños. El pequeño local ocupa apenas 4 metros cuadrados de los más de 15.000 que tiene el centro comercial.


FOTO: Julia Villamil llegó hace 36 años a San Victorino. Este es su local.

Julia Villamil, la quinta de siete hermanos, es la dueña del local. Ahora tiene 57 años y luce cabello corto y rubio cenizo; siempre lo lleva perfectamente peinado. Llega a las 10 de la mañana al local de la carrera 10 con calle 9, después de hacer oficio en su casa, en la calle 150 con 15. Justo cuando levanta la reja del local, le prende una vela a la Virgen para encomendarle las ventas del día.


Trabaja todos los días; algunas veces, hasta a las 3 de la tarde, y otras, hasta las 8 o 9 de la noche. Los miércoles y los sábados, llega a las 6 de la mañana, tres horas después de que ha iniciado el tradicional madrugón del sector. Ya no madruga tanto, pues dice que las ventas no son tan buenas como antes; sin embargo, aun disfruta del trabajo, le gusta el comercio, el camello; por eso, atiende el local con energía. Arregla los maniquíes de su estante y los exhibe al público con los vestidos, las camisas y las faldas que ella misma confecciona y vende por 30.000, 40.000, 50.000 o 60.000 pesos. Después, prende el ventilador, porque hace calor. Luego, desayuna y espera.


Frente al típico ruido del San Victorino escandaloso, en el que las personas hablan a gritos y promocionan sus productos con megáfonos y música estruendosa, Julia permanece callada, mucho más que lo que se podría esperar de una comerciante. Cuando vende, se limita a levantar su voz unos cuantos decibeles para decir “¡A la orden, a la orden!” y, nuevamente, “A la orden”. Suele venderles a mayoristas, clientes fijos que le llevan encargando mercancía desde hace muchos años. Ellos vienen de los pueblos y de diferentes ciudades de Colombia, como Bucaramanga, Cali y Tunja, a comprar para revender. Según Yansen Estupiñán, el gerente del Gran San, existe una cultura mayorista de empresarios hechos a pulso que se asocian y fortalecen sus negocios teniendo en cuenta la calidad, el diseño y la comercialización de los textiles para su consumo masivo en el país.

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“Arme su pinta en el gran madrugón de San Victorino. ¡Venga! Compre blusas para el día de la madre, para el día del padre, para el amor y la amistad, para el hijo, el tío, el novio”, anuncia un hombre con un megáfono. “Pague dos y lleve tres, ¡Rebajas de hasta el 70 %!”, grita el señor de cachucha y canguro. “El vestido para el grado”, grita la señora; “El juguete para el niño”, grita el vendedor de la calle. Pulseras. Empanadas. Libros. En la Plaza de la Mariposa, también conocida como Plaza de San Victorino, hay una mezcla de sonidos. Todos gritan, todos hablan, todos comentan, todos saben todo y todos venden todo. Son todos iguales, son todos comerciantes.


Justo al frente de la Mariposa, Julia tiene su taller de confección, porque ella no solo vende: también diseña. Es comerciante desde hace más de 38 años, y hace 36 años llegó a San Victorino; luego, en 1987, montó su taller, justo en el mismo lugar en el que se encuentra hoy, en la Jiménez con 12.


La Plaza de la Mariposa siempre ha sido un punto de reunión. Durante mucho tiempo fue considerada una de las puertas de entrada a Bogotá, y con los años fue adquiriendo fama como centro de comercio. Fue hasta 1962 cuando empezó a parecerse a lo que es hoy, porque después de desmontado el mercado del Centro, se establecieron allí las Galerías Antonio Nariño. Para esta fecha, Julio Villamil, el papá de Julia, ya era comerciante. Muchos años antes, cuando aún estaba en el colegio, se marchó de su pueblo natal, Puente Nacional, en Santander, para seguir el ejemplo de sus padres, que también eran comerciantes, y empezar a negociar. Tomó un bus y llegó a la capital junto con un amigo. Se radicaron en Bogotá, pusieron su plante y empezaron a trabajar como vendedores ambulantes.

“Desde pequeñas, desde los 7 años, éramos como las hormigas; todas trabajábamos desde la casa. Todas ayudábamos con el negocio. Poníamos botones, los forrábamos, colocábamos prendedores, hacíamos dobladillos para faldas, y en diciembre nos llevaban a los locales para vender. Aprendimos a negociar, y con el tiempo, a pesar de haber estudiado carreras profesionales, terminamos siendo comerciantes”, relata Vilma Villamil, hermana menor de Julia. Antes de la cuarentena ella tenía una microempresa de blusas y manejaba los dos locales de su hijo en San Andresito; sin embargo, como la mercancía quedó encerrada, ahora produce tapabocas de tela con colores, diseños y estampados. Las otras dos hermanas, Martha y Mélida, trabajan en el taller de Santa Isabel, donde hacen camisetas y blusas, chaquetas, faldas y gabanes.

 
 

Las hermanas Villamil afirman que el comercio se lleva en la sangre, que viene de familia y se hereda. Les gusta el dinero que logran hacer con el negocio; sin embargo, tienen claro que, así como este les da, también les quita. Nunca hay estabilidad, por las mismas deudas, porque a veces no se vende, por los gota a gota, por la pandemia.


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FOTO: Jorge pegando botones en el taller.

A finales de los noventa, Jorge, el esposo de Julia, trabajaba en Velotax. Manejaba un carro, y todos los días iba hasta San Victorino y a otros sitios para recoger la carga o la encomienda que debía entregar. Cuando su contrato acabó, se dedicó a la confección, junto con su esposa. Y como por entonces los comerciantes de San Victorino iban a los pueblos y todos se conocían con todos, se reunían para armar carpas y hacer ferias. “Y así recorrimos media Colombia. Fuimos a Sutatenza, a La Dorada, a Honda, a Ibagué, a Popayán y a todos los pueblos de la Sabana. Íbamos en el carro con la mercancía, y eso era un paseo. ¡Delicioso! Yo llevaba a mis papás. Todos querían ir, y allá ayudaban a armar los puestos. Nos iba bien”, cuenta, entre risas, Jorge. Pero eso se acabó.


El Madrugón nació hace 25 años, entre la carrera 13 y las calles 12 y 13. “Los del madrugón eran cuatro o cinco personas, unos señores que venían de Cucunubá a vender unas ruanas; eso era en el piso, en el andén. Ahí al frente estaban las caseticas de las Galerías Nariño; eso lo quitaron en el 99”, narra Julia. Ahí, ella empezó vendiendo las prendas, o “trapos”, que todas las madrugadas empacaba en bolsas negras y ofrecía en el catre de un metro que tenía arrendado. Pero con el tiempo también expandió las fronteras de su negocio: “Antiguamente nosotros confeccionábamos y nos íbamos a vender a los almacenes aquí en Bogotá: Santa Librada, Usme Fontibón”, dice. Y luego agrega: “Cuando era temporada escolar, se hacia la camisa colegial; en mayo, era día de la madre y junio era mitad de año.


Pagaban primas, la clientela era excelente; haga de cuenta un diciembre pequeño”. Después llegó la posibilidad de hacerse a un local. Entonces empezó a pagar arriendos mucho más costosos. Primero tuvo un local en el que vendía esferos y cacharrería. Después tuvo dos locales al tiempo en el segundo piso del Centro Comercial Volga; eran pequeños, de menos de un metro por un metro, donde no cabían ni los maniquíes. Vendían poco, así que se pasaron a Centrolandia, a un local más grande. Finalmente, se trasladaron a Neos, por un tiempo, y en 2018 abrieron un local en el Gran San. En total, han sido cerca de ocho locales, recuerda Julia.

FOTO: Taller de Julia, de la Jiménez con 12. El espacio lleva 36 años en funcionamiento.

En el taller de Julia, hay mesas de corte de 10 metros, botoneras, planchas, telas, rollos de tela e insumos. Todo lo que vende en su local se hace con mano de obra colombiana. “Para la confección uno se basa en las presentadoras y actrices.


Entonces, que salieron las pepas, y corra a buscar pepas para sacar un modelo similar al que ellas tienen. Uno se arma una idea, el uno copia, el otro desbarata y el otro lo arma, lo mandan a un diseñador y nos sacan el diseño. Yo compro la tela exacta o muy parecida en La Alquería o en el Policarpa. Inicialmente, corto 40 prendas, no mucho, y se las mando al satélite, que se encarga de la costura, une las partes y nos devuelve la blusa terminada. Yo pego botones, cremalleras, hebillas, le pongo detallitos, hago ojales. Estiro, plancho y empaco. Llevo las prendas al local, las mercadeo y miro si impactan. A veces funciona; a veces, no”, relata Julia, acariciando continuamente sus manos, en una de las cuales lleva puesto un anillo de color dorado. Julia espera 8 días a la reacción de los clientes mayoristas, y si gustó el modelo, hace una curva; es decir, saca todas las tallas, S, M, L, XL y XXL.


Julia habla en presente de su local, como si aún lo estuviera atendiendo, pero bien sabe que desde hace casi dos meses no ha vuelto a vender. El jueves 19 de marzo, cuando anunciaron el inicio del aislamiento preventivo obligatorio, les ordenaron cerrar sus locales con la promesa de que el lunes 23 de marzo, los volverían a abrir. No vieron problema: sería como un fin de semana largo, necesario, incluso, para descansar. Pero, al parecer, ese fue el fin de semana más largo de la historia, porque es el momento en el que Julia, su esposo Jorge y su hija Daniela aún esperan a que se reactive el comercio, para levantar de nuevo la reja de su local.


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Jairo Contreras tiene 58 años; usa gafas. Está en su taller, en el segundo piso de su casa, en el barrio El Tintal. Es menudo, bajito y delgadito. Está sentado frente a su máquina de coser, haciendo tapabocas desechables blancos y azules. Una puntada tras otra, corta, aprieta el pedal, cose, une, ajusta. Otra puntada; vuelve a cortar, a apretar el pedal, a coser y a ajustar. Después separa y alista para entregar al fabricante. Repite el proceso con cada retazo de tela, durante todo el día. Es de pocas palabras; suele trabajar en silencio, concentrado durante horas, de 8 de la mañana a medio día y de dos de la tarde a siete de la noche. Aunque parece serio, es risueño, y cuando se ríe enseña sus dientes separados y disparejos.

Foto: Jairo cosiendo tapabocas en su taller. Debido al coronavirus, ha dejado de producir camisas.

Jairo no confecciona para la familia Villamil, pero es uno de los miles de satélites que surten los negocios de San Victorino. Él es parte de la larga cadena de producción que hay detrás de la venta de una camisa, un vestido o un pantalón. Es uno de los de miles de trabajadores que viven del comercio de San Victorino. Su esposa, Josefa, también lo es. Ambos trabajan a destajo para la fábrica Confecciones Ronald, que distribuye su ropa en almacenes de San Victorino y en pueblitos de Boyacá y Santander. “La señora nos manda un modelo, todo cortado por partes: delanteros, espalda, cuellos, todo. Y nosotros nos encargamos de pulirla y armar la camisa, que era la prenda que confeccionábamos antes de la cuarentena. Después de que estuviera armada, la llevábamos otra vez a la fábrica”, explica Jairo.


“Pero la cuarentena lo cambió todo: los almacenes están cerrados, no hay clientes, no hay ventas. El último corte que nos dio la señora de la fábrica fue en enero, y ahora le estamos dando con toda a los tapabocas, que ella le vende a una gente que tiene por ahí. No sabemos cuánto puede durar esto”, comenta Jairo. Cada 5 o 10 minutos hace un tapabocas nuevo; vende a 200 pesos la unidad. En el día alcanza a hacer aproximadamente 150; sin embargo, esto no es suficiente para equiparar lo que ganaba cuando producía las 30 o 40 camisas diarias, que vendía por 2500 o 3000 pesos la unidad.

FOTO: Tapabocas: la crisis ha obligado a que muchos comerciantes cambien su estilo de producción. Muchos confeccionan insumos médicos.

Inicialmente, en sus planes no se encontraba la confección. Jairo estudió medicina en la Universidad El Bosque hasta sexto semestre, y cuando no pudo pagar más, se retiró y empezó a trabajar. Primero, en un centro médico, en terapia respiratoria, y luego, en una droguería. Unos años después, entre 1986 y 1987, llegó a las confecciones porque no había trabajo. Y, por eso, desde hace más de 30 años empezó en el negocio con Josefita. La vida los obligó a iniciar un taller, pero continuaron por costumbre.

 

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“Como no teníamos mucha idea de la confección, entonces empezamos con unos vestidos, o macheticos, estilo bata. En ese tiempo vivíamos en el barrio La Fraguita. Salieron por ahí, en el periódico, unos anuncios que decían que necesitaban satélites para camisas; llamamos y nos dieron una muestra; la hicimos y nos aceptaron. Después de eso duramos unos años ahí, hasta que nos conocimos con la otra persona, con la que trabajamos actualmente”, cuenta Jairo.


FOTO: taller de Jairo, ubicado en el barrio El Tintal. Hoy usa máquinas industriales para producir.

Para ese entonces, en los años ochenta, Josefita era quien sabía armar las prendas, porque ella solía diseñar su propia ropa. Ella le enseñó a Jairo lo básico para confeccionar, pero ambos aprendieron trabajando con máquinas familiares. Ahora su maquinaria es industrial. La calidad de las prendas también ha cambiado, pues antes la producción era sencilla, con pocas costuras y pocos bolsillos. Hoy el mercado exige producciones más complejas en menos tiempo; por eso, elaboran camisas con doble costura, doble bolsillo y entretela. Por supuesto, el precio ha variado: “La confección la pagan barata, y cada año sube 100 pesitos; no sube mucho. En los ochenta o noventa, nos empezaron pagando como de 800 a 1000 pesos por prenda”, explica Jairo.


A pesar de la costumbre, Josefita y Jairo desean retirarse, cambiar a un trabajo menos agotador, menos estresante y más estable. Quieren algo tranquilo y calmado. “Con Josefa siempre hemos querido montar una ferretería o una miscelánea en el barrio, pero ahora, con el aislamiento, no se sabe”; sin embargo, no se quejan, pues aunque la confección les ha permitido vivir sin lujos, han podido vivir bien. Salen de vacaciones, de vez en cuando van a restaurantes y con su trabajo lograron pagar su casa en El Tintal y el estudio de sus hijas, que son quienes los sostienen ahora durante la cuarentena.


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San Victorino es una cultura de comerciantes, de gente que cree en la Virgen de Chiquinquirá, en la Virgen del Carmen y en el Divino Niño; de personas supersticiosas que impregnan de aromas sus locales para llamar la abundancia y llenan sus estantes con jarras de agua con limón y con estatuas de gatos asiáticos de la suerte, de los que hace un par de años solían encontrarse en los locales de Foto Japón. Es el punto de reunión de las señoras que pasan vendiendo tinto local por local, de quienes cambian el sencillo, de los celadores, del señor de las telas, del satélite, del que viene a cobrar el gota a gota, del que fía y al que le fían. Además, es una mezcla de culturas: indígenas, campesinos, rolos, boyacenses, paisas y santandereanos. Es el reflejo de una sociedad, es la Bogotá de antaño, pero también la Bogotá actual. Sigue siendo caos, pero esta vez, disfrazado de calma.


Claro: yo extraño la calle, porque aquí, en la casa, no me dejan salir, pero también se extraña el negocio —afirma Jorge, mientras se toca su cabello blanco


—. ¡Ah!, ¿cómo no? Es nuestro local, de eso hemos vivido toda la vida, nos dio para darle de comer a nuestras hijas, para darles estudio, para comprar esta casa.


¿Han pensado en hacer algo más?


Sí, pero, ¿qué? No nos vemos haciendo tapabocas: eso está copado. Hemos pensado en virtualizarnos, pero también hemos pensado que es difícil volver, hasta que no llegue el día D, el día después —baja la cabeza; se menea de lado a lado intentando ocultar la nostalgia por el tiempo pasado. Se calla dos segundos y mira al frente—. Pero, bueno, aquí mi señora está haciendo pulseritas con chaquiras, como pa’ no aburrirse, y yo, ¡jum!, yo veo televisión todo el día.


Julia solía ir a su taller en las tardes, después pasar horas en el local. Cortaba tela y pegaba botones mientras escuchaba Candela u Olímpica Stereo. Se tomaba una Colombiana, una Seven Up o un Mr. Tea, acompañados con un ponqué Ramo, y trabajaba en silencio por horas.


El comercio está paralizado y las personas que vivían de él se están viendo afectadas, pues, como explica Yansen Estupiñán, el gerente del Gran San, “Nosotros somos como un bólido de Fórmula 1 que andada a 400 km por hora, y que de la nada frenó en seco. Ni siquiera el 2 % de nuestros comerciantes está trabajando”. En San Victorino hay más de 4250 locales de pequeño formato y más de 50 centros comerciales entre grandes y medianos, como el Gran San, que, según afirma Yansen, genera más de 25.000 empleos directos en toda la cadena de producción. Hoy, el Gran San tiene sus rejas abajo. San Victorino está solo; no desocupado, pero la mayoría de los locales están cerrados. Parece como si el que ha sido el comercio más importante de la ciudad desde los años 60 hubiera sido abandonado. San Victorino no huele, no suena, no se ve ni se siente igual.


Las Villamil aseguran que no todo el mundo puede ser comerciante, porque no todos lo saben hacer; sin embargo, aunque crean que la palabra comerciante se lleva marcada en los genes, sus hijos no quieren continuar con el negocio.


Daniela, aunque está agradecida con el comercio porque este le ha permitido todo a su familia, lo critica, pues conoce sus dinámicas. Ella prefiere el arte; por eso teje y borda. Julia, por su parte, también quiere retirarse. Tiene claro que lo que tiene se lo debe al comercio, pero quiere descansar de aquellos días en los que llegaba casi llorando y cansada a casa porque no había logrado levantar bandera (vender). Ahora quiere hacer cosas para ella. No tiene necesidad de seguir trabajando; después de toda una vida en el negocio, dice que es momento de parar.

FOTO: las calles de San Victorino están desocupadas y los locales están cerrados.
 

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