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Paola López* - p.lopezb@javeriana.edu.co

El dolor de aprender a soltar


En febrero de 2001 irrumpió en el centro de Palenque una camioneta sin placas. Sus ocupantes fueron reconocidos por los locales como militares sin uniforme. Entraron a un billar, que según el Ejército era frecuentado por guerrilleros y mataron a cuatro jóvenes del pueblo. El caso sigue impune y no hay una investigación en curso. Esta es la historia.

Manuel Valdez, padre de la víctima

Manuel Valdez cogió la mano de su hijo, lleno de pena y dolor le susurró: "te das cuenta de lo que yo te decía", pero su hijo Manuel, más conocido como Niñón no abría los ojos, con el rostro colmado de lágrimas le repetía una y otra vez que le apretara la mano, que esa sería la señal para saber que le entendía. Era la última vez que estarían juntos. Niñón respondió a la súplica de su papá con la poca fuerza que aún le quedaba. "Te das cuenta de lo que yo te decía", el lamento de Manuel inundó toda la sala de urgencias, pero su hijo solo podía emitir gemidos, su respiración era rápida, no había forma de que pudiera responder.

El pelo, la barba y las cejas de Manuel están llenas canas. Ya no queda rastro del color negro que existió en su juventud. Su estatura no supera el metro sesenta y cinco. Tiene un pescador café claro, por el calor anda sin camisa y sin zapatos. Camina despacio hacía la entrada de la casa con dos sillas 'rimax'. No tiene afán por comenzar a recordar lo que para él fue el suceso más doloroso de su vida. Su mirada es impactante, triste, transmite dolor. Casi no se nota que sus ojos son cafés, es como si tuviera un manto sobre ellos, pero son realmente cataratas, no sonríe y tiene dos arrugas en la frente por fruncir el ceño. Su esposa se entra rápidamente a uno de los cuartos que no tienen puertas, una sábana de flores que separa los dos ambientes. Ella no habla del tema, prefiere no participar en nuestra conversación. Su nieto, en cambio, se acomoda cerca de un árbol de la calle, aunque ha escuchado mil veces la historia, siente que acompañar a su abuelo puede disminuir la pena.

Manuel Valdez Fruto tenía 18 años, su aspecto físico era muy parecido al de su papá, pero mucho más alto. Sus labios y nariz, igual de gruesos. La misma arruga en la frente. Faltaban cuatro meses para que se graduara del colegio Benkos Biohó. Era uno de los mejores estudiantes. Nunca perdió un año. No tenía ningún vicio, ni siquiera tomaba café, que para él era una droga y no estaba dispuesto a luchar contra ese demonio. Tenía claro que no quería salir del colegio para cargar un machete y trabajar en el monte. No iba a desperdiciar once años de estudio. Deseaba algo más. Quería irse para Cartagena a estudiar lo que fuera en una universidad y sacar a su familia adelante.

La determinación de Niñón inspiró a Manuel, no tenía los recursos para pagar los altos costos de las universidades, pero eso no lo detuvo. Viajó a la Ciudad Amurallada para buscar apoyo en sus amigos y parientes. Su primo Dionisio Miranda, abogado de la Universidad del Atlántico, logró conseguirle una beca. La única condición era que la familia debía pagarle la comida, porque todo lo demás ya estaba listo. El sueño de su hijo estaba a punto de volverse realidad, pero fue arrebatado de la forma más cruel posible.

El ejército se había encargado de sembrar terror dentro de la población. Ya habían asesinado a Dionisio Salgado y las amenazas se habían vuelto el pan de cada día. Para los militares, Palenque era considerado resguardo de guerrilleros y estaban dispuestos a hacer lo que fuera para mantener a la población bajo su control. En enero de 2001 uniformados del batallón de contraguerrilla, le dieron un ultimátum al dueño del único billar que existía. Debía cerrarlo. Si volvían y encontraban que no había obedecido sus órdenes iban a entrar y matar a todo aquel que se atravesara en su camino, fuera o no militante de las FARC.

El tres de febrero de 2001, Niñón se puso jean, una camisa blanca y salió de su casa con un poco de rabia. Tiró la puerta para demostrar su descontento. Su hermano menor no lo había querido acompañar, eran las 12:30 p.m. y estaba viendo su programa favorito. Manuel se encontraba cerca de la plaza tomando whisky y ron con los compadres. Su hijo llegó para saludar antes de irse para el billar. Aunque no sabía jugar le gustaba ir porque era el sitio de reunión de todos sus amigos. Manuel le repitió una vez más "ábrete de ese lugar". Con risa e inocencia su hijo le contestó como siempre "yo no tengo problemas con nadie, nada me va a pasar". Su tío, para evitar la discusión que siempre tenían acerca de ese tema, le encargó otra botella de ron, pero Niñón se negó. Tenía afán por irse. Manuel lo vio alejarse y dijo "él no va a volver". Esa es una imagen que no puede olvidar, fue la última vez que vio a su hijo con vida. La reunión se trasladó lejos de la plaza, los tragos ya habían hecho sus efectos y al no tener más botellas decidieron ir en busca de almuerzo.

Manuel aprieta los puños, respira profundo y contiene las lágrimas. Su esposa sale de la habitación y se dirige al patio de atrás de la casa, donde ya no puede escuchar nada. Recoge la ropa del tendedero y comienza a doblarla. Él me mira y me repite que su esposa aún no acepta el duelo por la pérdida. La atormenta cada día.

Mientras Niñón se reía y tomaba gaseosa, una camioneta Hilux gris, cuatro puertas sin placas y a gran velocidad, llegó a recorrer Palenque. Las piedras salían volando, rebotando en las paredes de las casas. El ruido del motor silenció todo el pueblo. No era un escenario normal. Muchos dentro del sitio lo notaron y se fueron, no querían arriesgar sus vidas, el fantasma de la muerte de Dionisio aún estaba presente. El primo de Niñón le pidió con gran angustia que se alejaran, el carro no le daba tranquilidad. Su respuesta fue la misma "yo no tengo problemas con nadie, nada me va a pasar, de aquí no me voy". Los que decidieron quedarse esperaban que el ejército solo entrara a pedir papeles.

El pánico se apoderó de la población cuando militares sin uniforme se bajaron y entraron al billar como si estuvieran en un gran operativo. Tres jóvenes fueron obligados a tirarse al piso para recibir el tiro de gracia. Era la 1 p.m. cuando Niñón, sentado en el patio del billar intentó voltearse para ver quiénes habían llegado, en ese instante recibió un impacto de bala en la cabeza, que acabó con sus sueños y esperanzas de una nueva vida. Las mesas se convirtieron en el único refugio para los pocos sobrevivientes. En menos de cinco minutos cuatro vidas habían terminado. Con la misma velocidad con la que llegó la camioneta, así mismo se fue. Los uniformados cumplieron y su amenaza se convirtió en una masacre que hasta hoy, no es olvidada por la población.

Manuel y sus amigos aún buscaban dónde almorzar y pasar los tragos. A lo lejos un pelado de la población llegó gritando "mataron a Niñón, mataron a tu hijo en la plaza y a otros tres". No hubo necesidad de comida, el efecto del alcohol desapareció al instante. Al intentar correr se encontró con los brazos de sus compadres a su alrededor. Pero la esperanza de que su hijo estuviera con vida le dio fuerza y logró soltarse. El camino hasta la plaza se hizo eterno, su corazón latía con fuerza, casi sentía que se le iba a salir del pecho, la cabeza le dolía por el calor y el esfuerzo que estaba haciendo, pero no importaba. Necesitaba comprobar que era mentira. Como si fuera una película, recordó que hacía menos de una hora había visto a su hijo irse y decir que ya no iba a volver.

En el billar solo quedaban rastros de la masacre. Sangre en el piso, orificios de bala en las paredes y botellas rotas por todas partes. Manuel no perdía la esperanza. Los militares habían vuelto al pueblo y observaban toda la escena desde el otro lado de la calle. En ningún momento se pronunciaron. Varios habitantes de Palenque se acercaron con rabia para reclamarles. "Ustedes fueron" se convirtió en un comentario constante. La población reconoció a quienes iban en la camioneta y sabían que eran parte del batallón de contraguerrilla número 33 de la Primera Brigada de Infantería de Marina. Lo único que recibieron fue silencio.

Manuel se dirigió al Centro de Salud con la ilusión de encontrar a Niñón con algún golpe, pero vivo. Al llegar se tropezó con tres cuerpos sin vida. Un mal presentimiento comenzó a apoderarse de él. Temblaba, no podía hablar y se le dificultaba mucho caminar. Abrió una cortina azul y ahí, en una camilla, estaba su hijo agonizando. La camisa ya no era blanca, entre la suciedad y la sangre no se podía distinguir el color, su cuerpo estaba lleno de raspones, como si lo hubieran arrastrado. La bala había dejado huecos de entrada y salida en la cabeza. La esperanza se desvaneció, Manuel entendió que no volvería a despertar. Un grito lleno de dolor e impotencia salió de él.

Las lágrimas detienen la historia. Su nieto suelta el celular y corre para abrazarlo, su relación es muy especial, el apoyo es fundamental. Acerca su silla, con delicadeza limpia la cara de su abuelo, para que desaparezca el rastro de tristeza, coge su mano y recuesta su cabeza sobre el hombro. Este pequeño acto le devuelve la paz a Manuel, con una imperceptible sonrisa le agradece. Esa imagen es el retrato más crudo de amor.

La fuerza, el carácter y la persistencia de Niñón estuvieron presentes en sus últimos momentos. Al llegar a Cartagena, los médicos no comprendían cómo aún seguía con vida, él se negaba a morir. Su cuerpo reaccionaba a todos los exámenes y entendía a la perfección lo que le hablaban. Pero no había cirugía que pudiera salvarlo, el tiro era mortal. Manuel, desconsolado, decidió dejar ir a su hijo con una frase que le permitió descansar a los dos: ahora solo me queda aprender a vivir sin ti. No te quedes por mí, esto no es vida. Más bien ve y cuida de nosotros. El 3 de febrero de 2001 a las 4:15 p.m. Manuel Valdez Fruto respiro por última vez.

Actualmente hay una tienda de víveres en el lugar que quedaba el billar.

El dueño del billar no pudo con la culpa de no haber creído las amenazas de los militares, se sentía culpable por la muerte de los cuatro jóvenes. Un mes después de la masacre hizo maletas para no volver nunca a Palenque. Hoy en ese lugar existe una tienda de víveres. Para quienes esperan el bus a Cartagena, es el sitio ideal para una cerveza o comprar algo de comida para el viaje. La familia Valdez nunca pudo expresarle al dueño su dolor y posteriormente regalarle su perdón, sienten que es algo que está pendiente.

El lumbalú de estos cuatro muchachos fue uno de los más sentidos por los palenqueros. Se dieron permiso de expresar su dolor con llanto y lamento. Porque nunca habían vivido algo de tal magnitud. Dos de los jóvenes eran grandes promesas del boxeo y querían representar a su población en la Selección Bolívar. El otro, al igual que Manuel, estaba por graduarse y tenía grandes planes futuros.

El proceso contra la Nación, el Ministerio de Justicia y el Ejército fue casi nulo. Ni la Fiscalía, ni el CTI, ni Medicina Legal los interrogó para obtener más información sobre lo sucedido. La justicia fue completamente ausente. Los militares no aceptaron su responsabilidad y las familias, por el temor de que los asesinaran, decidieron no buscar más respuestas. Tres años después del hecho, el gobierno indemnizó a las cuatro familias con doce millones de pesos, explicándoles que era un apoyo económico pero que no estaban pagando por las vidas de sus seres queridos, era plata para que pagaran el abogado. Manuel suelta una risa irónica, golpea la silla, "claro que me estaban pagando por mi hijo. Fue casi un soborno". Él está seguro de que el gobierno sabe quiénes fueron los culpables, pero es consciente de que nunca les van a decir la verdad.

Manuel Valdez conserva la cédula de su hijo, casi intacta

Con la voz cortada y apretando con fuerza la mano de su nieto, susurra "cuando lo perdí a él fue como si me partieran el brazo derecho". Respira profundo y entra a la casa. Su nieto y yo quedamos un tanto confundidos. Desde la puerta se escuchaba cómo revolvía los objetos de algún cajón. Al volver, abrió sus manos muy lentamente, me regaló una sonrisa y me entregó la cedula de su hijo. Está como nueva, parece que nunca hubiera sido utilizada. La conserva porque la foto es de las últimas que se tomó Niñón. Es su tesoro más grande. Para él, todo pasa por una razón. Perdonar no fue un proceso tan largo, porque sabía que al hacerlo iba a poder avanzar y hacer que su hijo se sintiera orgulloso de él, por ser tan valiente. Lo piensa cada día de su vida y es su forma de no olvidarlo. Finalmente, ese es el acto más significativo, mantener viva la memoria de quienes ya no están con nosotros.

*Este texto hace parte del trabajo de grado de la autora. Su investigación periodística recogió testimonios de víctimas de las fuerzas militares colombianas.

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