Una conversación con Darío Jaramillo en el marco del Hay Festival 2018 sobre Nicanor Parra y otros temas de su poesía y su vida.
El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo // Fotografía Creative Commons
“El enunciado suena terrible, pero además no lo entiendo”, me respondió Darío Jaramillo Agudelo tras un corto silencio cuando le propuse diseccionar el cadáver de Nicanor Parra. Estábamos sentados en el patio del Hotel Santa Clara de Cartagena a tres días de inaugurado el Hay Festival 2018 y a cuatro días de la muerte de Parra. Sentí de momento que toda la preparación de la entrevista se había echado a perder. Balbuceé dos o tres bobadas más intentado explicar lo que horas antes parecía una gran idea, un hilo conductor firme para guiar la conversación con el poeta antioqueño.
Hubiera parecido tonto decirle que me pareció un ejercicio locuaz y vigente proponerle al ‘renovador de la poesía de amor en Colombia’ examinar por partes —metafóricamente— el cuerpo de uno de los poetas más importantes de la historia de Chile y quizá de Latinoamérica que había muerto durante la misma semana. Hubiera parecido inexperto explicarle que en mi imaginación la propuesta sería una excusa perfecta para hablar una serie de temas presentes en su poesía. Hubiera parecido infantil revelar mis intenciones, pero igual lo hice: le expliqué que simplemente quería hablar de Parra con él.
“Bueno, le diste en el clavo. Yo de Parra hablo en primera persona —me respondió después de mis chapuceos y entonces respiré satisfecho— En 1967 o 68 yo estaba estudiando en la Javeriana, Derecho. A mí no me interesaba mucho la carrera, pero la estaba haciendo. Lo que más me interesaba era la poesía, pero la noción de poesía que me habían dado en el Colegio San Ignacio de Medellín o incluso la del ambiente en Colombia en general era la de una cosa muy solemne, muy seria, muy retórica, muy formal, en fin, una güevonada aburrida. Y lo que yo sentía que era la poesía era otra cosa, aquello no me gustaba. Imagínate que en esa atmósfera caiga en tus manos la poesía de Nicanor Parra. Parra me mostró que la poesía se burlaba del poeta, las palabras que él mismo fabrica se burlan de él. Para mí fue definitivo. Yo no sería el escritor que soy si no hubiera tenido esa revelación en ese momento".
Esa misma semana Jorge Cadavid –Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus, al igual que Jaramillo Agudelo en 2003 y en 1978 respectivamente– me decía que lo de Parra podría pensarse como “antipoesía”. Quizá eso era lo que trataba de explicarme Jaramillo, que en su poema Arte poética otra dice:
Uno a veces se vuelve trascendental en el poema
y se pone lo suficientemente triste
como para responder el acento lírico,
a la altura de los tiempos
o ---qué se yo---
al tácito pedido de una amiga.
En esos momentos quiere uno averiguar
el-sentido-de-la-vida,
en esos momentos, claro,
la muerte te preocupa demasiado
y hay que ver las que pasas
tratando de evitar cacofonías.
Es duro ser poeta
y no hablar de fútbol
y preocuparse de que nadie se entere
de que uno lee comics
que adora la música de Radio Reloj.
Es dura esa vaina de ser poeta.
Para continuar con la conversación sobre Parra, el poeta miró hacia arriba buscando una expresión y dijo “muchos años después, frente…” de manera casi instintiva, antes de que acabara el enunciado, dije en voz alta y al unísono con él “frente al pelotón de fusilamiento” y siguió sin hacer ninguna pausa, como si se tratara de una expresión que usa con frecuencia:
“Por ahí en el año 89 me fui de paseo a Nueva York. Estaba en la casa de un amigo mío y sonó el teléfono: era una profesora colombiana de literatura en una universidad de allá. Lo que le decía a mi amigo era ‘tengo de invitado aquí a Nicanor Parra y está muy interesado en saber qué es el nadaísmo’. Él le contó que estaba conmigo, ella no me conocía personalmente, pero sabía quién era yo y nos invitó a comer esa noche. Yo no podía creer, era como estar invitado a comer con el Espíritu Santo”.
En ese momento me reí, aparentemente, por la expresión que usó, pero adentro pensaba en lo idiota que tuve que parecer al principio del encuentro proponiéndole diseccionar al Espíritu Santo.
—Entonces llegué a la comida –prosiguió– Yo fumaba como un descocido y en esa época estaba permitido fumar en lugares cerrados.
—¿Ya no fuma? –interrumpí.
—No, hace años –respondió. Luego pensó un poco y dijo con un humor sencillo– hace trece años y tres meses y tres semanas y tres días y tres horas. Pero entonces sí fumaba y como estaba tan nervioso tenía prendido un cigarrillo y lo primero que me dice este viejo miserable es ‘¿Sabe que me molesta el cigarrillo? Me ahogo, me siento mal’. Me tocó apagar el cigarrillo. Y era un viejo encantador. Yo no me acuerdo de la conversación, no me acuerdo de nada, solo me acuerdo de esa entrada que me descolocó por completo.
—Lo memorable fue –no alcancé a terminar la frase y me interrumpió.
—Lo memorable fue eso, el regaño. Y después supongo o debió haber pasado que me preguntó qué era el nadaísmo, me pidió detalles y de seguro luego descubrió que lo que él entendía por la palabra ‘nadaísmo’ poco tenía que ver con este grupo de escritores. Nunca volví a saber nada de él ni a tener contacto. Seguí leyendo sus libros y los últimos dos acercamientos que tuve fueron uno por el perfil magnífico que le hace Leila Guerriero, a quien me acabo de encontrar en el desayuno –dice señalando el restaurante que estaba a diez metros de nuestra mesa y yo le hago algún comentario de admiración a la argentina– y el otro fue hace cuatro días cuando me desperté y me dijeron que Nicanor Parra había muerto. Fíjate que no te hablé de Nicanor Parra sino de mí.
—Esa era la idea.
Le anuncié que le leería dos estrofas de un poema de Parra titulado Manifiesto para ver qué le producía:
Señoras y señores
Ésta es nuestra última palabra.
-Nuestra primera y última palabra-
Los poetas bajaron del Olimpo.
Para nuestros mayores
La poesía fue un objeto de lujo
Pero para nosotros
Es un artículo de primera necesidad:
No podemos vivir sin poesía.
El poeta chileno Nicanor Parra // Fotografía Creative Commons
—Bueno, ahí me has dicho de manera resumida lo que yo tardé media hora en contar. Yo lo viví: para mí la poesía no era un lujo, era más bien una compañía, un calorcito, una cobija.
—Pero ayer en la conversación que usted tuvo con Gloria Susana Esquivel [en el marco del Hay Cartagena] y en su poesía en general pareciera que sí hay cierta inconformidad con el acto poético. Pareciera que la poesía a pesar de ser un ‘calorcito’ también es un dolor.
—Creí que ibas a decir otra cosa: tienes razón en lo que dices, pero la incomodidad mía, ahora que tú la mencionas, durante el conversatorio de ayer era que finalmente uno escribe porque quiere estar solo, porque le gusta el silencio y de pronto, por efecto de las cosas que uno ha escrito, uno está ante 200 personas y le están preguntando por su intimidad, le están haciendo hablar en público. De pronto, por haber cometido el error de publicar unos versos aquí estoy por cuenta de unos ingleses [galeses] en un hotel de lujo esperando a que me lleven a la picota pública, una picota amigable, pero eso es muy incómodo. Yo quisiera seguir encerrado en mi casa sin que nadie me joda, ponerme a pensar y ponerme a no hacer nada, que es lo que más me interesa en este momento de la vida –decía en un tono amigable que nada tenía que ver con las palabras de aparente ermitaño.
Ni en ese momento, ni en el conversatorio del día anterior mostraba siquiera un rescoldo de la incomodidad de la que hablaba.
Hablaba con la soltura de un profesor, narraba como un novelista y argumentaba como un ensayista a pesar de que conversábamos de poesía. Ha sido todo lo anterior a lo largo de su carrera. Ha publicado cerca de diez libros de poesía, siete novelas, tres ensayos, seis antologías y una autobiografía; ha ganado dos premios nacionales de poesía (el último en 2017 por su último libro El cuerpo y otra cosa) y uno de novela corta. Pero insiste en que él jamás hubiera pensado que sería poeta porque pensaba que nadie contrataría a un abogado que escribiera poesía y fue hasta que conoció a Juan Gustavo Cobo Borda cuando comenzó a publicar con su ayuda.
De golpe, mientras hablaba de Cobo Borda, recordó que no fue la primera vez que se publicó un poema suyo:
—En 1967 mi padre, que era comerciante, cogió un poema mío y se lo mandó al poeta de Santa Rosa –de Osos, Antioquia, donde nació Jaramillo en 1947– que él conocía que era Rogelio Echavarría, que trabajaba en El Tiempo. La intuición secreta de mi padre era que Rogelio dijera ‘¡esto es una mierda, dígale a su hijo que haga otra cosa!’. Pero lo que pasó fue que Rogelio, sin que yo me enterara, lo publicó en las Lecturas Dominicales de El Tiempo. Entonces un domingo yo vi eso y yo me sentía… ¡Shakespeare! Pero en verdad siempre pienso que nunca debí haber publicado. Debí haber sido firme en eso.
—Darío, muchas gracias, no le quito más tiempo.
—¿Ya acabaste conmigo?
—¡Espero que no!