A finales de 2016 tuve la oportunidad de estar seis días en la Sierra Nevada de Santa Marta. A finales de 2017 sentí la necesidad de escribir mi experiencia entre paisajes verdes, koguis, personajes únicos, y ruinas de los primeros colombianos.
(Gracias a Harold Sánchez por las fotografías que acompañan esta crónica, y, además, verificar que no me hubiera fallado la memoria al escribirla).
Captura de refugio Kogui // Cortesía de: Harold Sánchez
Edwin, el único con medias blancas después de tres días caminando a través de la Sierra, tiene un hueco entre los dientes de adelante, hueco que cubre con un bigote denso. El día ya terminó, y la suave agitación de las hamacas nos lo hace saber. “No aún”, dice Pataconcito, el joven venezolano que ha cargado nuestra comida durante todos estos días —y los que vendrán—. “Mañana nos encontraremos con el Mamo. Mañana llegamos a Teyuna”(ciudad perdida).
Por supuesto. Las hamacas son una maldición. A pesar de que son lo único que uno quiere más que a su propia madre después de horas caminando sin parar, estas son las que tienen el poder de matar al conocimiento, o al menos en este caso. Del otro lado del campamento, a unos veinte metros, un grupo de alemanes bebe cerveza y deja una pila enorme de colillas de cigarrillo en el piso. Después de un par de horas, el alcohol los noqueará. Lo próximo que ellos verán, es a su guía diciéndoles cómo cruzar el río Buritaca mientras ellos se aguantan el guayabo. Por eso mismo las hamacas son una maldición. Puede que no tengamos trago, pero definitivamente nos perderemos una oportunidad única si nos vamos a dormir: Edwin.
Él nos cuenta historias sobre su padre: este hábil explorador que encontró las ruinas de Teyuna, hace casi cuarenta años. En muy pocos días ya ‘era amigo’ de varios extranjeros. Ellos lo convencieron de llevarlos a su descubrimiento, con el fin de llevarse todo el oro y fundirlo o mandarlo a coleccionistas privados. Por supuesto el papá de Edwin no era bobo: los llevó sabiendo que él tendría su propia tajada de las ganancias. Era obvio que los exploradores extranjeros no eran exploradores extranjeros, sino un montón de chulos. Por eso, mientras intentaban hacerse un camino con sus machetes a través de las lianas y troncos que se habían tragado las terrazas de la ciudad, una gran parte de esta fue destruida. Cuando el saqueo terminó —o no, ya que el gobierno colombiano ha estado convencido por décadas de que los presupuestos son una riqueza más verdadera que la cultural—, el presidente envió sus helicópteros al sitio. Ellos cortaron a machetazos los árboles que habían crecido en esa tierra santa que es Teyuna, e intentaron reconstruir las terrazas con las piedras que habían dejado los saqueadores.
Edwin tiene la cabeza agachada. Se siente avergonzado por las acciones de su padre. Por eso mismo se aprendió el millón de caminos que llevan a la ciudad, con el fin de educar acerca de este lugar. Él sabe que los alemanes borrachos son una muestra de la horrorosa verdad: son más los extranjeros que los colombianos que visitan Teyuna.
Paisaje en tierra de Teyuna // Cortesía de: Harold Sánchez
A nuestro campamento ha llegado un Kogui. Él tiene una pequeña botella de madera con una boquilla en forma de disco. Constantemente escarba el interior de esta con un palo, el cual lleva a su boca, y después lo frota con el borde del disco. Shikwáhala, nos explica, es el verdadero nombre de la Sierra Nevada. No importa si cada mapa de cada colegio público ostenta esa pequeña etiqueta en el centro de la Sierra con forma de planeador, así como tampoco importa si el gobierno se refiere a ella así, y mucho menos importa cuántas veces le digan a los visitantes que ese es el nombre verdadero. “Sierra Nevada” es una etiqueta mediocre que se le ocurrió a los primeros colonos españoles.
¿Por qué mediocre? Comparemos: Shikwáhala significa “corazón del mundo”, es la palabra que describe ese enlace entre hombre y Tierra. Si el Amazonas es el pulmón de nuestro planeta, tiene sentido que, basándonos en la proximidad, Shikwáhala sea el corazón. El único problema con este nombre, es que es algo casi imposible de traducir: este corazón no encasilla a la montaña en una comparación anatómica que le guste a los ambientalistas; habla más de una madre. No en el sentido tradicional de la palabra, claramente. Me atrevería a decir que Shikwáhala se traduce más como ese vínculo, como ese bebé que aprieta su oreja contra el pecho de su madre, no porque esté buscando que lo calmen o algún remedio, sino ese instinto que se tiene de unir oreja y corazón.
Niña Kogui subida en un árbol // Cortesía de: Harold Sánchez
Shikwáhala es más latido de madre en una oreja dispuesta a escuchar.
Y de los corazones, Shikwáhala es el más fuerte, a pesar de que ha sido apuñalada en varias ocasiones a lo largo de su historia: la destrucción de la selva para permitir el asentamiento de las primeras ciudades españolas, la devastación de la flora más escondida para dar paso a la ganadería, la contaminación resultante de esas dos, la llegada de la 'Colombian gold' a las mil jibas de la Sierra, y por último, la llegada del nefasto conflicto armado a estos campos de cannabis. Estas prácticas llevaron a la erosión, la contaminación del agua, y un derramamiento de sangre escandaloso. Escandaloso y abundante. Y, como si no fuese suficiente, los indígenas no empezaron a tener una voz en la política hasta hace veinte años. Veinte años que son insignificantes, si tenemos en mente que ellos han habitado Shikwáhala por milenios.
La mirada del Kogui es sombría. Él ha sobrevivido a esa locura que significa ser un ciudadano atrapado en el fuego cruzado entre guerrilleros, mercenarios paramilitares, y el ejército nacional; quienes parecieran, a ratos, competir para ver quién causa más sufrimiento. Ahora, justo cuando el fin del conflicto parece terminar, él es consciente de las numerosas puñaladas al Corazón por venir: inversionistas extranjeros que babean por ese paraíso (y todo lo que contiene). La participación de los indígenas es cuantizada: no es tan grande como para incomodar al gobierno, ni tan pequeña como para permitirle a los extranjeros referirse a Colombia como un país racista. El Kogui, quien representa a los indígenas que habitan Shikwáhala, sabe que está enfrentándose a un gigante con una espada de globo. Aún así, él no se rinde. Él sabe que, algún día, la Sierra será de la cultura que ahí nació. De pronto. De pronto los obstáculos serán superados. De pronto.
Habitante de la comunidad indígena Kogui, cruzando el río // Cortesía de : Harold Sánchez
El palo sigue paseando por el borde del disco. Es su Poporo. Explica que este es un diario que los hombres han utilizado desde los tiempos de los Tayrona originales. La parte con forma de botella está llena de polvo de concha marina. Él humedece con su boca la punta de la vara, le pega algo de la concha dentro del diario al extremo con saliva, y finalmente lo lleva a su boca otra vez, donde ha pasado todo el día mascando hojas de coca. La mezcla que se ha fabricado en su boca pasa otra vez a la punta del palo, y la frota con el borde del disco.
Los Poporos nuevos, explica, no tienen ese disco. El disco se va formando con capas y capas de la mezcla que ha preparado. El disco representa todo pensamiento que ha tenido, y por eso es un diario. Tan pronto el disco ha alcanzado cierto diámetro, el dueño tiene que entregar su Poporo al Mamo, quien le dará uno nuevo. Nadie sabe qué pasa con los Poporos viejos. Simplemente desaparecen. Así funciona: los viejos desaparecen, y los nuevos entran a reemplazarlos. ¿Qué pasa con los pensamientos de cada diario? Desaparecen. Así como los seres que viven deben desaparecer para darle paso a nueva vida, los pensamientos viejos deben morir para que los nuevos puedan nacer.
La hamaca me abraza. No veo, porque la tela tapa mis ojos de la poca luz de Luna que me podría llegar. Los alemanes borrachos han dejado de gritar, mis amigos duermen, y las canciones que cantamos durante la cena ya se desvanecieron. No obstante, el silencio es lo último que se encuentra acá. El río, a unos cincuenta metros de mis pies, acaricia las piedras a la vez que corre entre estas. Las piedras, tan perfectamente redondas, susurran un millón de cosas a la vez sin un orden. Un caos total de insectos que zumban sobre nuestras cabezas, otro millón de susurros, viento que sopla suavemente. No tenemos un silencio completo, porque eso sólo se logra en el espacio exterior. Lo que tenemos ahora, es una verdadera noche. Nada de bombillas, nada de piques en una avenida bogotana, nada de ruido blanco del televisor, nada de sirenas de ambulancia, nada de voces.
Un plato, otro plato, otro plato más grande que esos dos. Los platos son aros de piedra llenos de pasto. Antes de la desaparición de los Tayrona originales, estos platos eran la base de las cabañas en madera que se levantaban a lo largo de Teyuna. El hurácan Matthew había pelado el cerro al tumbar un montón de palmas un par de días antes. Por ese mismo motivo, el Mamo nos había pedido que pagáramos con cocos antes de entrar al lugar sagrado.
Espacios sagrados en Teyuna // Cortesía de: Harold Sánchez
El río es ancho y hondo en este punto. Cada vez que vamos a esa orilla, nos encontramos en Magdalena. Cada vez que vamos a la otra orilla, llegamos a la Guajira. Dejarse llevar por el agua hasta una gran piedra en la cual acostarse, es uno de los placeres más grandes. Nadar un poco contra la corriente, dejarse llevar, llegar a la piedra, y repetir todo otra vez. Creo que se puede vivir haciendo esto por toda la vida.
Rumualdo Lozano, el Mamo, nos recibe en la terraza más ancha. “¿Saben por qué Teyuna se encuentra acá?”, nos pregunta. “Miren el paraíso que eligieron nuestros antepasados”. Es cierto. La gigantesca terraza en la que se encuentran los discos de piedra está rodeada por cascadas. Desde la terraza en la que nos encontramos, se siente como que Shikwáhala nos abraza. Verde en todas las direcciones. Y eso que Matthew había pelado parte de la Sierra.
Ustedes consumen violencia como agua. Violencia al hablar, violencia por televisión, violencia al salir a la calle. Es tanta la violencia que nos entra como agua, que finalmente terminamos siendo parte violencia. El Mamo nos dice esto, mientras unos soldados nos vigilan desde el punto más alto de Teyuna. Hace unos años el ELN secuestró a unos extranjeros que quisieron llegar hasta acá. La respuesta del gobierno fue militarizar esta zona. En estas mismas jibas se ha derramado sangre y han volado casquillos en varias ocasiones.
Shikwáhala se lo traga todo. En todos estos días no hemos visto sangre o agujeros de bala, porque la verdad es que así debe pasar. No sólo acá, sino en todo lado. De la misma manera en que el Poporo viejo debe desaparecer para darle su espacio a los pensamientos nuevos, estas décadas de muerte tendrán que desaparecer para darle paso a algo mejor. ¿Qué importa nuestra visita acá? Siglos de Tayronas viviendo en Shikwáhala, siglos de colonización, décadas de bala y secuestro. Al final la Sierra se lo traga todo.
Dejamos nuestro pago en cocos en el centro de la terraza, y el Mamo nos amarra unas 'Siwá' en las muñecas. Este es el seguro de vida Kogui: cualquier enfermedad grave que me vaya a dar, se va a la Siwá, y esta se cae de mi muñeca. En ese caso se debe botar el seguro, ya que intentar amarrarlo de nuevo hará que me enferme de lo que sea que me haya salvado.
El Mamo desaparece en la parte alta de Teyuna, un poco más allá de donde se encuentran los soldados. Un joven tiene su Galil apoyado contra un árbol, mientras revienta a puños a un adversario invisible. Quién sabe. A lo mejor en un par de años no tendremos bases militares acá, no tendremos un gobierno que se preocupe por calcular la dosis exacta de participación indígena, ni tendremos que preocuparnos por inversionistas extranjeros que quieran pelar la Sierra mejor de lo que lo hizo el huracán.
Paisaje en la sierra nevada // Cortesía de: Harold Sánchez