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Laura Daniela Soto Patiño -

Arraigo bogotano: a lo que un día fue, y hoy ya no podremos recordar


Desde el barrio La Concordia, uno de los muchos rincones de esa colcha de retazos que es Bogotá, ubicado en la parte alta de La Candelaria con sus 400 años encima, se tiene vista a los Cerros Orientales y a lo que queda de su antiguo verdor. El relato El urapán que comía cometas, de la colección de cuentos A Larissa no le gustaban los escargots nació de una imagen que se grabó en la mente de Sergio Ocampo, tras ver desde el balcón de un restaurante ubicado en La Concordia, un árbol cargado de entre 30 y 40 cometas, que como él expresa, “era como un árbol de navidad”.

Aun cuando la imagen suene muy alegre y hasta alentadora, El urapán que comía cometas, es como lo dice su autor, “una historia de invasión”, la historia de cómo se va poblando un cerro y un territorio que solía estar regido por naturaleza de todo tipo, y que ahora no es más que un conglomerado de fachadas sin terminar: una radiografía de Bogotá, una tierra de todos y de nadie, un pasado colonial y un presente dominado por el cemento y la invasión, todo enmarcado por los Cerros Orientales, qu

e cada vez parecen más distantes. Es “una ciudad muy leal”, como expresa Sergio Ocampo Madrid, escritor y periodista nacido en Medellín, pero que desde sus tres años se siente más bogotano que cualquiera.

Viniendo de una zona tan verde como es Boyacá, me parece propicio admitir que Bogotá muchas veces me resulta agobiante, no solo por sus trancones interminables, sino porque la única ventana que se tiene para apreciar de dónde venimos y a donde regresaremos, es un pequeño recuadro del cerro, cubierto casi en su totalidad por el smog y las edificaciones que se multiplican cada día.

Dicho por Ocampo: “Duele sentir que uno va perdiendo la ciudad, que la ciudad va perdiendo su memoria, que vamos rompiendo más la relación con la naturaleza”. Y yo considero que lo que más provoca nostalgia de todo esto, y es expresado en el cuento de manera perfecta con las decisiones que toman los habitantes de aquel barrio marginal donde habita el urapán, es que nuestro interés por proteger esos espacios termina donde nuestra comodidad y estilo de vida “moderno” se ve amenazado. Pues aun cuando tengamos un país tan biodiverso y hermoso, nuestro arquetipo de ciudad perfecta, en su mayoría será el de miles de rascacielos y pantallas enceguecedoras frente a nuestras narices.

Sergio Ocampo se define como, “un tipo que siente muchísimo la ciudad, su arquitectura, su desidia, su falta de apropiación”. Este sentir considero, no solo se relaciona con la naturaleza, pues nuestra falta de pertenencia hacia el país y hacia Bogotá se ve en todo aspecto. Desde el Transmilenio hasta los grafitis. “Esta es una ciudad ajena a la historia, sin certeza ni interés por su origen, sin fiestas ni espacios sagrados”: una semana tras la remodelación del Chorro de Quevedo, dice Ocampo, ya había un escudo de Millonarios estampillado sin el mínimo reparo sobre el lugar de fundación de la ciudad.

Nos acostumbramos a vivir en una sociedad, donde si no se está cayendo a pedazos aún no es necesario arreglarlo, no tenemos sentido de la estética, ni de cuidar un legado que nos conecta con nuestras raíces. Nuestros ritos, nuestra tierra, lugares que llevan la memoria de todo un pueblo desmemoriado, que como El urapán que comía cometas, “no sólo fue testigo de estos cultos nocturnos sembradores de vida. También, alguna vez, presenció horrorizado una terrible ceremonia de muerte”.

Bajo la premisa de que “la soledad es siempre una idea que exige la referencia obligada de otros; sí los demás no existen, o sí no importan, que es otra forma de no existir, la soledad tampoco existe”, llegué a la conclusión de que el olvido funciona bajo una lógica muy similar, pues sí lo demás no existen o no nos importan, ya no habrá nada que recordar.

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