Esta crónica posee distintas versiones sobre la percepción que se da hoy en día de la Avenida Jiménez con Carrera Séptima. A través de una entrevista realizada al autor, la crónica posee elementos que pertenecen al pensamiento de Torres y la importancia que posee la ciudad, además de los conceptos de pueblo y la figura de Gaitán en estos espacios.
Junto con esto se introducen símbolos y descripciones presentes en la novela, en la cual la ciudad es el protagonista principal, ya que es el lugar en donde se desenvuelven los hechos y todas las dinámicas en la vida de Juan Roa Sierra. Por último, recae mi experiencia propia en la ciudad contemporánea, a diferencia y en comparación del contenido histórico que posee la novela, la voz del autor y estos espacios del centro de la ciudad. Estos elementos son un factor clave para lograr entender a este lugar específico como un epicentro en la ciudad, como un recinto histórico.
“La ciudad la definen siempre sus habitantes”, esa fue la oración que Miguel Torres me comunicó y la cual retumbaba en mi cabeza cuando caminé por esas calles del centro. Es inevitable ignorar los acontecimientos que allí sucedieron, ya desde el momento en el que por la ventana de mi autobús mis ojos se enfocaron en la esquina suroccidental de la intersección entre la Avenida Jiménez y la Carrera Séptima.
Me bajé en la estación de Museo del Oro y luego, a una cuadra, empecé a recrear en mi mente ese momento que cambió la historia de Colombia para siempre: los disparos, la gente frente a lo que hoy es un McDonald’s, buscando un chivo expiatorio al cual sacrificar. El derramamiento de sangre de ese 9 de abril de 1948 obtuvo el nombre del Bogotazo, el punto de partida de los desastres y la violencia en Colombia, y como dice Torres: “el gran fracaso de este país”. Esa fue la primera señal que llegó a mi cabeza, esa muchedumbre existe hoy, todavía el rumor y el sonido intrusivo de las calles se asemeja a ese grito adolorido, pero esta vez no es de venganza sino de un diario vivir que desde ya casi un siglo ha caracterizado a los bogotanos.
A pocos metros de esa esquina se encuentran unas lápidas, me situé al frente y una de estas decía: “Aquí cayó Jorge Eliécer Gaitán. Caudillo del pueblo. 9 de abril de 1948”. En esas pocas palabras recae la importancia de Gaitán para la historia de Colombia, era el guía del pueblo, el que escuchaba las voces de las personas invisibles, en el que, para esos días, se depositaban todas las esperanzas para el cambio, y ese cambio nunca llegó. Entonces me acordé de la novela de Torres y sus descripciones sobre ese pequeño pedazo de la capital sobre el cual estaba parado, pero no pensé sobre los edificios y el desarrollo urbanístico que han cambiado por completo a la ciudad a como lucía hace setenta años.
Por encima de los rascacielos y el smog de los articulados tan diferentes a los pingües edificios y al tranvía de los años 40, hay un elemento que trasciende: es más bien un conjunto de protagonistas que escenificaban cada día a la Jiménez con Séptima. Hoy en día el centro sigue siendo el lugar en donde todas las clases se juntan, desde oficinistas de renombre hasta habitantes de calle se pueden encontrar en esas calles llenas de ladrillo y concreto que bautizan a quienes se consideran bogotanos.
Torres escribió en su novela El crimen del siglo el cariño que la gente le brindaba al caudillo: “Vio a Gaitán. Acababa de salir del edificio en compañía de dos señores. La gente mermó el paso. Algunos se detuvieron. Los emboladores, los loteros, los voceadores de prensa vespertina sonreían a su paso y levantaban la mano para saludarlo correspondidos por la sonrisa y el saludo del líder.” Miré alrededor y me di cuenta de que los loteros y los emboladores seguían trabajando, igual que hace tantos años, de la misma manera, gritando y ofreciendo sus servicios de par en par a los encorbatados que los miran con repudio, una mezcla de “Mono, venga, y le doy una pruebita para esa gamuza”.
¿Cómo es posible que en el lugar en el que mataron a Gaitán haya un McDonald’s?, esto lo había escuchado a lo largo de mi vida y hasta ahora era una pregunta que no alcanzaba a entender, unas veces indignado respondía que somos muy ingratos y otras lo evadía diciendo: “¿Qué tiene de malo?, al fin y al cabo, para eso están las insignias que están ahí, para conmemorar”, pero no alcanzaba a percibir la totalidad del cuestionamiento.
Cuando hablé con Torres le pregunté sobre esto y él dijo que creía que hemos desechado la gran herencia política y social que nos dejó Gaitán, que no hemos alcanzado a comprender la figura del caudillo, y es que para conmemorar no necesitamos construir y alzar monumentos para exaltar a la persona, lo que hay ahí son sólo unas piedras grabadas al lado de largas filas para comprar una hamburguesa: hemos olvidado esa amabilidad y esa empatía con la que los líderes que atendían las necesidades del pueblo se dirigían a este.
Esa herencia la hemos cambiado por otras ambiciones, unas más bien personales; un afán comercial que hace que en el instante en que se pisan los adoquines de la calle, de inmediato se puede sentir un ambiente abrumador de la gente caminando, hablando y topándose entre todos, el griterío de los vendedores ambulantes, el chiflido de los ciclistas que buscan paso y la publicidad que raya en la ilegalidad por contaminación visual y auditiva.
Sea como sea, para Torres el personaje esencial no era ni Gaitán ni Roa Sierra, sino la ciudad. Porque a Gaitán lo mataron, a Roa Sierra lo lincharon y su cuerpo fue exhibido por las masas como un trofeo, pero la ciudad queda, permanece allí: un protagonista que el tiempo se niega a borrar.