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César Giraldo // giraldo_c@javeriana.edu.co //

Media vida entre muertos


El único momento en el que Fidel Enrique Mora sonrió durante nuestra charla fue cuando le tomé el retrato. De los 64 años que tiene, ha pasado casi la mitad de su vida acompañando en el último trayecto a quienes se despidieron para siempre. En sintonía con el silencio característico de los cementerios responde con las palabras suficientes y en voz baja. Tampoco le sobran gestos ni tiempo para pensar en la muerte, más allá de que esta sea su vida. Miedo no siente de su trabajo y duerme tranquilo en la noche.

FOTO tomada por César Giraldo

Don Fidel acaba de enterrar a un anciano que no fue llorado por nadie en el cementerio. Más temprano enterró a un recién nacido. Cuando se le pregunta qué siente en casos como estos, “nada” —dice don Fidel mientras caminamos— “son un muerto más”.

Don Fidel guarda silencio. Esta vez no me mira. Fija sus ojos en un punto cualquiera y así transcurren varios segundos. No está esperando a que yo realice otra pregunta. Piensa. Es ahora él quien me pregunta, “¿un objeto preciado?”. Asiento con la cabeza. Él vuelve a quedar en silencio. Con su mano derecha desabrocha el botón más alto de su uniforme azul, desplaza la camiseta negra que lleva por debajo y se quita la camándula café que rodea su cuello. “Me lo regaló mi mamá hace cuatro años”.

A manos de doña Julia Pérez llegó como regalo de un primo que utilizó el tiempo de una condena que cumplía en La Picota para hilar las 59 pepitas y la cruz que lo componen.

Un año antes de morir, cuando, como dice don Fidel, “ya estaba en las últimas”, doña Julia se lo regaló a su hijo para que siempre estuviera protegido. A tres años de su partida, esa camándula fabricada entre rejas, rompe las barreras físicas y temporales y le permiten a don Fidel sentir cerca a su madre, el muerto que sí le duele.

FOTO tomada por César Giraldo

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