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Sobre Antonio Caballero y el síndrome que afecta a los colombianos

Por: Santi Sebastián Peralta Rodríguez // Historia del periodismo


Una tarde en bicicleta y una lectura de algunos textos de Antonio Caballero motivaron a Santi Peralta a abordar panorámicamente el estado social y político del país. Nadie se salva del efecto de una terrible enfermedad que este médico del periodismo diagnostica entre los colombianos hoy día.

"Fantasmas, reinas de belleza, brujas e incluso putas han conformado las columnas de Antonio Caballero." | Ilustración por José David Escobar

Era otra tarde capitalina de enero, de esas en que no sabes si caerá un palo de agua mientras montas bicicleta o si serás tú quien va a caer. Hasta ese entonces pensaba yo si es que tengo uso de razónque tanto la bicicleta como los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos satisfacían fines exclusivamente recreativos para la población colombiana. Sin embargo, algo me golpeó la cabeza: así como alguien como yo puede pedalear alrededor de 9 kilómetros en busca de un libro, uno que otro columnista puede llegar a excavar por más de 15 años entre los gobiernos disfrazados de una derecha “incorruptible y liberal” auspiciados por politiqueros conservadores.


Fantasmas, reinas de belleza, brujas e incluso putas han conformado las columnas de Antonio Caballero. Lo cómico es, no obstante, que él jamás ha visto un fantasma, nunca ha sido reina de belleza, no pertenece a un aquelarre de brujas y, sin ánimo de ofender, no ha de ser una puta. Y si lo fuera, sería de las que no se sobrecogen con nada y escriben todo lo que hay en su mente, incluso cuando ya lo han hecho reiterativamente. Por el contrario, la que sí se ha prostituido en manos de políticos que juegan a la ruleta rusa con el narcotráfico, la corrupción, los genocidios, el desplazamiento forzado y la pobreza es... Colombia.


Sí, la misma Colombia que para el 10 de abril reportaba alrededor de 44 líderes sociales asesinados, 26 masacres (y 95 víctimas de las mismas) y 6402 casos de falsos positivos, a los que bien podríamos llamar mártires; todo esto basado en el conteo del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). Aunque duela escribir las cifras, no me cabe en la cabeza cómo se sentirá reportarlas o, en el peor de los casos, vivirlas y ser parte de ellas. No obstante, como relata el mismo Caballero: “Las cifras o las estadísticas son el opio de los gobernantes”. Y aquí en Colombia sí que andamos dormidos los políticos y hasta los mismos colombianos.


Tal es así que estamos a punto de desarrollar el síndrome de Estocolmo del sombrero vueltiao: un síndrome que se ha perpetuado desde los antecesores de Belisario Betancur, César Gaviria, Ernesto Samper, Uribe, Santos y aquel que misteriosamente llamamos hoy jefe de Estado: Iván Duque. Puede que no todos se describan abiertamente como corruptos, narcoparamilitares, genocidas, etc…, pero, circunstancialmente, todos utilizan el mismo cuchillo para untar mermelada al pan, espolvorear polvo blanco sobre el Valle del Cauca, sembrar “paras” y engrasar la cadena de mentiras de esa bicicleta que es su discurso político.


La farsa sociopolítica que ha sido siempre el Gobierno resulta en que vendedores ambulantes, estudiantes, empresarios, profesores e incluso los mismos políticos hayan enfermado con este mal al que yo, de manera cándida, le añado el sombrero vueltiao. En Colombia, pues, importa más el “güepa” que quedarse ciego por tomar alcohol adulterado, y si adulteran el trago, ¿por qué no también adulterar votos? El Palacio de Nariño (y su sótano) han sido manejados con los mismos hilos, pero distintos títeres. Y las víctimas los colombianos se han enamorado completamente del uribismo: parece que el sufrimiento, las masacres, las reformas tributarias y las precarias vías de movilización representan una vie en rose (el 54 % de los votos que hicieron ganador a Iván Duque parece demostrarlo).

 
 

Caballero da cuenta de la insuficiencia del kilometraje de la política colombiana mentando el proceso 8000, las reformas agrarias que ponían coca en el campo y a los campesinos en los semáforos vendiendo aguacates, las reformas tributarias, los falsos positivos, la parapolítica, el exterminio de la izquierda no violenta por la derecha violenta, la violencia armada-económica y la subyugación ante TLC con los Estados Unidos (todo expuesto por Caballero). Da cuenta, además, de la cantidad de bicicletas que deberían estar alistándose para presionar la pavimentación de las vías entiendo vías como “políticas de Estado”; kilometraje como “la erradicación de la pobreza, la corrupción y el síndrome de Estocolmo del sombrero vueltiao, y las bicicletas como “periodistas”.


Aquella misma tarde, mientras pedaleaba para avanzar, parecía que en verdad retrocedía. Veía por las calles vendedores ambulantes e indigentes, desplazados colombianos y venezolanos. Creo que conté unos siete puestos de aguacate en las esquinas de la Avenida Boyacá. Cuando voy para el gimnasio, debo pasar por el borde de un caño, y ya no es extraño ver también vendedores de fundas para celular, de bolsas de basura y de cordones. Como ser humano, quisiera ayudarlos a todos; como capitalista neoliberal, me cuesta hacerlo del todo, y como periodista, me sofoca la desfachatez de la situación.

"Caballero da cuenta de la insuficiencia del kilometraje de la política colombiana" | Ilustración: José David Escobar

Alguna vez, tuve el placer de ver la repetición de una entrevista que hizo Jaime Garzón a Noemí Sanín. Personificando a Heriberto de la Calle, él embolaba los mocasines Salvatore Ferragamo que portaba el áspid como la denomina Caballero. Se sentía la tensión tanto por las preguntas que hacía Heriberto como por que un periodista le tocara sus zapatos de diseñador. Tal y como la llamó Caballero, esa mujer representa lo peor de la politiquería y la lambonería en Colombia: la doblez. Es más, no solo de ella, sino de todo títere suscrito al uribismo; de todo político, periodista o medio de comunicación que, vendiéndose, hace de su oficio de opinión uno de alabanza; de todo el que le echa bala a los problemas. Así como los políticos representan la doblez, los vendedores de manzanas, bolsas y fundas para celular ejemplifican las consecuencias de tal representación.


La prostitución de Colombia cada cuatro años ni siquiera se refiere exclusivamente al “cáncer que es Uribe en el país”, tal y como lo expresó Mónica Rodríguez en un programa de Caracol Televisión. No. La prostitución y el síndrome nombrado anteriormente vienen desde muy atrás: desde que las y se escribían i y Pepe Sierra no era más que un buen comerciante que les prestaba dinero a los entonces Estados Unidos de Colombia. El Alacrán, un pequeño semanario en 1849, funcionó, hasta cierto punto cual las columnas de la Revista Semana, como medio de expresión, opinión y diversión. Ese alacrán picaba a los coartadores de la libertad de opinión, los opresores y los aristócratas; a los uribistas de entonces, mejor dicho.

Los 15 años de periodismo crítico de Caballero me llevaron a leerlo, e incluso rodar todos esos kilómetros en una bicicleta —creo que hasta se pinchó la llanta trasera—. Aspiro a ser columnista, pero no espero ser como él… Anhelo ser mucho peor. No fue necesario empaparme, literalmente, para descubrir lo “alacrán” que debe serse al ejercer el periodismo. Y más un periodismo en el que los títeres de Uribe siguen apareciendo, del mismo modo en que los van matando. No es ser cruel, es ser justo; no es ser lambón, es ser correcto. No es montar bicicleta por montarla, es montar en las precarias vías que desde Gaviria hasta Duque han seguido existiendo.


Una vuelta en bicicleta para leer más de 80 columnas de opinión política me llevó a sentarme hasta las 2:02 a. m. para escribir esta crónica. En aquella tarde capitalina de enero no me cayó un palo de agua, pero en las madrugadas capitalinas de marzo… Colombia me dejó sin palabras. No hay necesidad de ver fantasmas, ser una reina de belleza, una bruja o una puta para hablar de aquello que sintomáticos y asintomáticos del síndrome de Estocolmo del sombrero vueltiao no quieren ver, sentir, escuchar y discutir. No hay cabida para periodistas prepago —vendidos a un medio—, periodistas que no estén dispuestos a caerse de una bicicleta ni mucho menos para periodistas vendidos al uribismo. Para eso ya tenemos el programa de las 6:30 p. m. de Iván Duque. Y bien pésimo que sí es.

 
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