Augusto Pinilla, poeta y novelista, y miembro de la Generación sin nombre, habló con Directo Bogotá sobre su obra, el trabajo actual que lleva a cabo, y su pasado en el oficio de la docencia.
FOTO: Augusto Pinilla.
Conversar con Augusto Pinilla, escuchar sus clases, leer sus textos, es estar en presencia de ‘La Poesía’. Este escritor de 73 años es autor de siete libros de poesía, dos novelas, una biografía de Jorge Luis Borges y varios ensayos. Fue estudiante de Filosofía en la Universidad de los Andes y de Literatura en la Universidad Javeriana, y perteneció a la Generación sin nombre –junto con escritores como Juan Gustavo Cobo Borda y Darío Jaramillo–, un grupo de poetas colombianos que se interesaba por mantener la autonomía de la poesía y el lenguaje.
También estuvo a cargo de las cátedras de poesía colombiana, literatura europea del Renacimiento, la del Quijote, y de Kafka. Somos muchos los estudiantes que lo recordamos no solo como un profesor, sino como un maestro que nos enseñó sobre literatura, el amor, el lenguaje, sobre lo bello y la vida.
Directo Bogotá: ¿Cómo fue su primer acercamiento a lo literario, a la poesía?
Augusto Pinilla: Yo fui lo que se llama un chico normal. Lo bastante loco, lo bastante activo físicamente, y esas cosas me gustaban, pero con la misma distancia y el mismo entusiasmo que muchas otras: el cine, la enamoradera, el fútbol…Siempre me gustó leer, o siempre me atrajo leer. Tuvieron para mí más relieve las noticias de escritores y escritoras en la prensa: Hemingway, Faulkner, Somerset Maugham, Françoise Sagan. Las de Federico García Lorca, que aún enlutaba los sentimientos; Pablo Neruda, que renovaba la poesía. Además, vivíamos el tiempo de Jaime Arenas Reyes, el autor de La guerrilla por dentro, y de Luis Carlos Galán.
Y entre tanto, la poesía en verso libre.
Me fui formando en un tono muy autodidacta, pero acompañado de buenos amigos. Conocí a Pablus Gallinazus, que en ese momento era un poeta notable del verso libre. Él me vio entusiasmado con Jorge Zalamea y me mostró a Whitman. Me mostró al García Lorca de poeta en Nueva York. Y yo, que soñaba ser un prosista, un novelista, una bestia como Balzac, como Faulkner, entonces fui extrañamente relacionándome con los poetas... Bueno, yo andaba con ese grupo que irónicamente se llamaba La Academia. Nos abrimos cuando Gallinazus se fue hacia la canción y yo seguí tercamente hacia la literatura.
Te puede interesar: [Entrevista] Nicolás Morales: La arcadia literaria.
DB: ¿Por qué el verso libre?
AP: Yo había leído a Guillermo Valencia, a Porfirio Barba Jacob, a José Asunción Silva, algo de los españoles, pero nací en el verso libre, en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Si bien hice ejercicios de metro y rima, y lenguaje figurado consciente, abandoné eso hacia agosto de 1975 para nunca más volver a medir un verso, ni a rimarlo, ni a producir una figura conscientemente. Sentí, no sé si como equivocación, que la poesía era un problema del misterio del lenguaje, y que el metro y la rima eran revestimientos que garantizaban una sensación de poema porque producían alguna belleza sonora y se identificaban con una larguísima tradición de composición.
DB: Después de ese primer acercamiento al arte en Bucaramanga, ¿cómo fue la experiencia de la llegada a Bogotá?
AP: Me vine a estudiar teatro, en 1967, porque no se necesitaba tener sino cuarto de bachillerato y yo pugnaba por volar de los colegios. No sé por qué la educación pudo llegar a un grado de imbecilidad tan anafrodisíaco. Cualquier cosa era mejor, cualquier libro, cualquier cómic, y lo digo con preocupación porque yo también fui profesor la vida entera, quizá un poco reaccionando a eso, al autoritarismo sin risa ni sonrisa ni diálogo ni nada.
Bogotá fue mucho menos agradable e idílica en la relación con el arte que la provincia bumanguesa. Bogotá fue opaca. Claro, hubo teatro: habíamos hecho teatro en Bucaramanga y ahora hacíamos teatro en la Universidad Nacional, dirigidos por Santiago García y Dina Moscovici, la viuda de Jorge Gaitán Durán. Fíjate, mi primera profesora universitaria fue la viuda de Gaitán Durán y de eso me di cuenta a los 50 años. Fui vecino de la viuda de Cote Lamus.
Ahora creo que esos pequeños datos de la vida le van diciendo a uno, como faros, si va o no va por donde es. Pero no fui feliz en Bogotá sino hasta la madurez: podría afirmar que mi vida feliz en Bogotá fue en mi etapa como profesor en la Javeriana.
FOTO: Tomada por Ana Lucía Barros.
DB: Hablemos un poco de la experiencia de la Generación sin nombre.
AP: Fue un grupo muy debatido porque fue el posterior al Nadaísmo…Un poeta joven era todavía muy poca cosa, y la gente cree que no va servir para nada y se dedica a apalearlos y a criticarlos, pero bueno, todo eso se superó. Yo soñaba con el destino romántico y ligeramente gris de un escritor, y no con el esplendor fiestero de la poesía, pero como me dieron lugar en la poesía, respondí lo que pude. No tuve amistades entre los prosistas sino entre los poetas. Juan Gustavo Cobo Borda, Eduardo Escobar, Jotamario. Los primeros que me hicieron escribir fueron Fernando Charry Lara y Álvaro Mutis. Fui amigo de Aurelio Arturo por cortesía de él, de Héctor Rojas Herazo, que sí era un prosista, pero quizá mejor un poeta, aunque no sé establecer muy bien las diferencias, que para mí son solo de temperatura y de ritmo. El problema es el mismo: el lenguaje, llevar el lenguaje a su capacidad creadora de los orígenes.
El asunto empezó en 1967 con la publicación en la página de El Tiempo; una separata que hizo Cobo Borda en la que estábamos los siete de la foto. [1] Entramos por el Nadaísmo sin ser nadaístas ni importarnos ningún ismo ni ninguna representatividad. Nos aglutinamos alrededor de la capacidad de líder cultural de Juan Gustavo Cobo, que nos facilitó muchas cosas, nos ubicó en donde consiguiéramos una identidad, con el argumento de que si nos presentábamos individualmente no nos publicaban, pero en grupo sí, y en efecto resultó el juego. Luego se fue complicando la amistad debido a una gran intensidad en los días universitarios, a la ambición, al deseo de publicar, algo sumamente difícil entonces. Pero yo tuve identidad personal con la novela e identidad grupal con el poema. El hecho de haber escrito en verso nos ayudó a no perder identidad eclipsados por el gran suceso García Márquez, y todo lo que estaba ocurriendo.
DB: ¿Cómo fue la primera experiencia con la escritura?
AP: Yo soñaba mi novela. Repasaba mis apuntes adolescentes. Me encontré de nuevo con la poesía y escribía ambas cosas. Trataba de aislar momentos de la vida y los escribía con miras a la novela. Comencé a pensarla en 1967 y la primera novela, La casa infinita, salió en 1979. Los poemas sí salieron, algunos, y fueron los que me integraron en el grupo. Pero el ejercicio novelesco mismo me llevaba a poemas circunstanciales. A la muerte de Aurelio Arturo, le hice un poema. Se murió José Omar Trujillo, un buen amigo de Santander, entonces otro poema. Los sucesos rotundos me obligaban a poetizar, pero yo avanzaba tercamente en el rescate novelado de la experiencia personal entre los 16 y los 30 años.
¿Conoces algo sobre la poesía venezolana contemporánea?
DB: Volviendo al ejercicio de profesor, ¿cómo llegó a la academia?, ¿cómo fue su experiencia durante los años de enseñanza en las aulas?
AP: Yo fui profesor porque me tocó, y la ética enseña que la mejor manera de llevar la vida es desempeñarse a fondo, con entrega. Y el profesorado no era ajeno a mi actividad escritural en absoluto. El tema era el mismo: un problema del lenguaje en ambos frentes. Esa fue mi entrada. Fui profesor inesperadamente, fui poeta en verso inesperadamente. Pero en la docencia le di sentido a todo lo que había conseguido en mis estudios y mis actividades artísticas; ahí se articularon las conversaciones. Sin embargo, se llegó el momento de retirarme: ya estaba jubilado y me hacía falta escribir. Cuando dictaba cátedra lo hacía como cuando escribo poesía: estoy ahí, no quiero estar en ningún otro lado. Aplicaba también una tesis simple pero de procedencia suprema y es una sentencia de Cristo que un día le dice a los apóstoles: todo lo que aprendí de mi padre os lo enseñé a vosotros. Mi método contradecía un poco la idea general, porque era darles todo.
Escribir es esto, leer es esto, Erasmo de Rotterdam es esto…todo. A los 36 años, más o menos, percibí que las palabras tocan una intimidad que el ser humano no sabe cuál es ni puede controlar. El lenguaje tiene entidad en sí mismo, y tiene una relación con quien lo escucha o quien lo lee que es entre tú y el lenguaje. Las palabras llegan hasta donde tienen que llegar en su relación natural entre ellas y la persona. Por eso yo les daba todo: porque sabía que con el tiempo las palabras resolverían el problema en el fondo de cada destino.
FOTO: Augusto Pinilla.
DB: ¿Qué le hace falta escribir? ¿En qué está trabajando actualmente?
AP: Estoy haciendo mi novela, mi sueño, sobre Cervantes. Es decir, sobre lo que he llegado a pensar a partir de él. No solo allá en su época sino también en la nuestra. Es una novela que pretende apoderarse temporalmente de una dimensión de cuatro siglos. Ya había anticipado este tema. Tengo un poema que se llama La tinta de la mancha y una noveleta de 100 páginas en la que pretendo demostrar la relación entre Cervantes y Dante (El pensamiento anDante), que son una especie de hipotexto sobre mi trabajo actual. También ha sido algo inesperado: la vida lo escogió para mí. Aunque, fíjate, a los 24 años leí el libro y entré en una vaina muy extraña: le hablé a mi papá de que yo haría una novela sobre Cervantes. Hace 50 años, en una conversación tranquila. Luego hice mi tesis de pregrado sobre Sancho Panza, un personaje al que casi nadie lee. Ahora la vida me dice a ver, ¿qué era lo que tú decías, vas a ser capaz o no vas a ser capaz?
Ocurre con la novela algo y es que como es un trabajo tan largo, se convierte en una vida alterna, y tú descubres una cantidad de cosas de la vida y del lenguaje, que no alcanzas a descubrir con el término de breve composición que implican las novelas y los cuentos. Los poetas son aquellos que descubren cuando escriben. Los dos polos paramétricos para desplegar el lenguaje son esta época y el destino de Cervantes, pero la preocupación de la novela es saber a dónde me lleva el lenguaje en una época como esta.
DB: ¿Cuáles son los libros que lo han marcado, en esa larga vida tanto de lector como de escritor?
AP: Me cuesta mucho destacar un libro, porque el libro de todos los autores ya se me convirtió en uno solo que no tengo que ordenar. Para la poesía, a veces pienso que realmente me han influido tres autores: Rimbaud, Whitman, y las traducciones en prosa de la poesía universal de Dante, Homero, Ariosto. No podría decir que soy un conocedor suficiente del Siglo de Oro español, pero sí un aficionado constante y he copiado a Góngora con la derecha y con la izquierda como ejercicio (que ya no se hace). Para mi escritura: Rayuela, Paradiso, Quijote –Aunque bueno, Rayuela es una manera de decir todo Cortázar–. La tradición de cuentos: Las mil y una noches, El conde Lucanor, De Quincey y Edgar Allan Poe. Borges y, de nuevo, Cortázar, en los cuentistas. Neruda, Huidobro, Vallejo, y Octavio Paz son escritores que no solo tuvieron que ver conmigo, sino que yo traté con ellos; he escrito un poema o un ensayo sobre sus obras. En mis obsesiones también están La divina comedia y La metamorfosis. Libros que ya no se soportan tan bien.
Los miserables, Crimen y castigo, Ilusiones perdidas. Del siglo XX, hay que leer el Ulises, José y sus hermanos de Thomas Mann. Doctor Fausto. Los hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias. No es tan bello como García Márquez, pero no es menos interesante. No es tan bello como Pedro Páramo, pero es más importante. Ya estoy es recomendando…
[1] Juan Gustavo Cobo Borda, Darío Jaramillo Agudelo, David Bonells Rovira, José Luis Díaz-Granados, Henry Luque Muñoz, Álvaro Miranda y Augusto Pinilla.
Más de Ana Lucía Barros: [Entrevista] El Santo & Seña de la cultura independiente.
Comments