Por: David Posada Palacios // Lenguajes, géneros y texturas
David Posada estuvo una tarde con Julián Gallo, más conocido como Carlos Antonio Lozada, uno de los últimos miembros del disuelto secretariado de las Farc y, hoy, senador de la República. El encuentro los llevó a los Espacios de escucha, una reunión organizada por la Comisión de la Verdad, en el que excombatientes y sus familiares hablan sobre su situación actual y los recientes hechos violentos que atentan contra el Acuerdo de Paz.
Es la una de la tarde y estoy sentado en un andén de piedra amarilla igual a la de todas las emblemáticas edificaciones gubernamentales en el centro de Bogotá. La calle que separa el edificio del congreso del Palacio de Nariño se encuentra inusualmente desocupada, esto debido a que desde diciembre y hasta mediados de marzo todos los congresistas están de vacaciones. Es la una y trece minutos de la tarde, y mi compañero de almuerzo finalmente hace su aparición. Es un hombre de mediana edad y apariencia amable, no puedo evitar compararlo con su otro yo, el que conocí hace dos o tres años.
En ese entonces vivía en la selva y vestía un camuflado verde, botas pantaneras y tenía barba de una semana; hoy, viste de traje y corbata con zapatos elegantes, no tiene un solo pelo en su cabeza o en su cara y, prácticamente, vive en esta lujosa edificación de piedra amarilla. Me recibe con su acostumbrada sonrisa y un apretón firme de manos; siempre me he preguntado cómo un hombre que se ha divertido tan poco puede sonreír tanto. Se trata de Julián Gallo, más conocido como Carlos Antonio Lozada, uno de los últimos miembros del disuelto secretariado de las Farc y, hoy, senador de la República.
Tomamos la carrera séptima para buscar un restaurante. Mientras caminamos, muchos ojos nos siguen, buscando reconocer entre los escoltas al personaje que pasa en frente de ellos. Las miradas son de diferente tipo, algunas de sorpresa, otras críticas y unas pocas de admiración. La primera persona en interrumpir nuestro caminar es un ciudadano del común que, estando sentado en las escaleras de la catedral, reconoció al exguerrillero transeúnte y lo alcanzó para estrechar su mano y ofrecer su colaboración. “Cuente conmigo para lo que sea.
Acá está mi tarjeta. Cuando vaya por Pereira a la orden”, le dijo.
Una vez en el restaurante, nos encontramos con un personaje inesperado, María José Pizarro, hija del mítico comandante del M-19 Carlos Pizarro, quien se pone de pie y, después de un firme “camarada buenas tardes”, los dos se dan un “fuerte abrazo revolucionario”.
Buscamos un lugar apartado con buena vista a las entradas para, de manera estratégica, evitar las multitudes y poder ver de lejos a cualquier persona que se aproxime, supongo que las costumbres de la guerra son tan importantes en el monte como en el centro de la capital. El temario del día es inevitable: que el Ñeñe Hernández, que la compra de votos, que Iván Duque y el precio de dólar, que las elecciones del 2022, que Gustavo Bolívar, que Aida Merlano y la última declaración de Uribe. Pareciera que por estos días no hay escasez de tela política para cortar.
Hablar con Carlos Antonio, o con Julián (a veces me pregunto cómo le gusta que le llamen más), es como abrir un libro, o mejor, como escuchar un programa radial, de esos que escuchaba mi abuela y la tenía en vilo durante más de media hora al día mientras me hacía de comer. Escucho a Carlos Antonio, quien hace una pausa y pone su cuchara a un lado para explicarme un concepto básico que, según él, es la causa principal del conflicto armado colombiano: la falta de un Estado Nacional.
Yo creía, al igual que la mayoría de mis compatriotas, que Colombia era un Estado autónomo y consolidado, una nación soberana, pero después de escuchar a Lozada, tengo que decir que mi pensamiento cambió. Argumenta que mientras la mayoría de naciones del mundo lograron hacer una transición de un sistema feudal a uno capitalista, Colombia no logró consolidar este mismo proceso.
El sueño bolivariano, ese que nos independizó de los españoles y nos tiene enfrentados con los venezolanos, pretendía precisamente eso, consolidar el poder y el monopolio de las armas en un solo territorio, que cobrara tributo, legislara y gobernara para una gran nación. Esta idea sonaba muy bien para la mayoría del pueblo, pero no ha sido nunca de interés de los grandes gamonales. “Nosotros mismos mandábamos, recogíamos impuestos, dictábamos leyes y éramos el Gobierno en nuestras regiones.
De la misma manera, hay otros grupos que luchan por el poder en otras zonas y que son los que legitiman el fenómeno paramilitar en Colombia. Es por eso que el punto número uno del acuerdo es la reforma rural y también es por eso que a ese punto es al que el Gobierno le saca más el cuerpo. Lo que pasa es que ellos no van a abandonar esa posición de poder como lo hicimos las Farc y mucho menos sus curules en el Congreso”, asegura Lozada.
Después de acabar con los Uribe, los Pastrana, los López y los pedazos de pollo del ajiaco santafereño de la Catedral, caminamos por el centro de la ciudad rodeados de escoltas y de todas las miradas que a nuestro paso reconocían a quien, junto con Timochenko, fuera llamado “El último guerrillero”.
Hablamos sobre los excombatientes víctimas de asesinato por parte de grupos armados en diferentes lugares del país hasta que llegamos al recinto en el que se realiza un evento llamado Espacios de escucha, organizado por la Comisión de la Verdad, en el que excombatientes y sus familiares hablarían sobre su situación actual y los recientes hechos violentos que atentan contra el Acuerdo de Paz, y que recuerdan con una tenebrosa similitud los hechos sucedidos ya hace varias décadas; los que terminaron con el exterminio físico y político de la Unión Patriótica.
A su llegada, el "camarada Carlos Antonio" es recibido con la reverencia propia de un líder político, social y otrora militar. Yo me quedo atrás evitando la mirada de las cámaras que ahora reemplazan a los ojos de la calle y se convierten en testigos permanentes de cualquier movimiento hecho por el senador.
Además de Lozada, son dos los dirigentes del desmovilizado grupo guerrillero que se encuentran en este lugar, Mauricio Jaramillo y Pastor Alape, también exmiembros del secretariado de las Farc. Los tres escuchan las voces de los exguerrilleros y los miembros de la Comisión de la Verdad que hablan sobre la alarmante situación de riesgo en la que se encuentran los excombatientes y, por ende, el Acuerdo.
Las introductorias y solidarias intervenciones de los comisionados dan paso a los impresionantes relatos de los excombatientes y sus familiares. La primera en tomar el micrófono es Luz Marina Giraldo, exguerrillera y esposa de Alexander Parra, uno de los 188 exguerrilleros asesinados hasta el día de hoy. En su voz, se refleja el miedo que debería haber terminado con la firma del cese al fuego en La Habana, pero que hoy sigue latente en Colombia y se ve en su rostro cuando toma un micrófono con mayor dificultad que cuando empuñaba un fusil.
Ella expone su miedo, afirma que, a pesar de sentirlo más que nunca, está aquí, en Bogotá, recordándonos que el Acuerdo no lo firmaron con un presidente sino con un Estado y que el compromiso de cumplirlo no es con nadie más, sino con el pueblo. Relata la grotesca escena en la que sus hijos tuvieron que abrazar a su padre mientras agonizaba en el suelo luego de que dos sicarios le dispararan mientras jugaba una partida de ajedrez en la sala de su casa.
Ese padre, que en realidad era su segundo padre, pues al primero lo mataron en la guerra, estaba desprevenido ese día ya que se encontraba en el único lugar en el que supuestamente debía estar seguro, protegido por el mismo Estado que lo invitó a firmar la paz, pero que hoy sigue cometiendo los mismos abusos de hace más de 50 años. Luz Marina concluye que solo tenemos dos alternativas, apropiarse del Acuerdo o ser indiferentes. El silencio del salón le da la razón y termina con un aplauso que no deja de ser contradictorio pues en realidad no hay nada que celebrar.
El segundo exguerrillero que empuña el micrófono es Armando Arauca, quien cuenta cómo sus sueños de tener un pedazo de tierra para construir una casa digna y producir algo, se convirtieron en una pesadilla dentro de una celda cuando lo encarcelaron injustificadamente. Relata que soñaba con ser un colombiano más del común y hoy carga un estigma que tiene que llevar consigo todos los días cuando le toca salir de su zona de concentración.
Después de muchos años de guerra, creyó que iba a poder ser el papá que su hijo necesitaba, pero ese sueño también tuvo que aplazarse pues “es mejor ser padre de un hijo vivo a lo lejos que de uno muerto al lado”. Su lucha se convirtió en aguante, en perseverancia e incertidumbre, ya que asegura que todos los días la muerte le susurra al oído a él y a los 117 excombatientes de su zona que, con las probabilidades en contra, le siguen apostando a la paz.
También escuchamos a Manuel Antonio Gonzales, quien cuenta cómo mataron a su hijo en la misma intersección de carreteras en la que han matado a varios excombatientes y para la que llevan pidiendo seguridad durante varios meses sin resultado alguno.
Sentí un terror indescriptible al escuchar a Don José Manuel Torres narrar las circunstancias en las que varios miembros del ejército intentaron desaparecer el cadáver desmembrado de su hijo, Dímar Torres, que murió a causa de una venganza planeada a control remoto por un coronel del ejército colombiano. También escuchamos a Catherine Avella, que nos dijo que sueña con tomarse un café que le sepa a café y no a sal de lágrimas pues todos los días se desayuna con la noticia de la muerte de otro líder social.
Todos los relatos tienen algo en común, un llamado urgente al Gobierno a cumplir el Acuerdo, pues la protección del Estado no puede limitarse colocar a un puñado de soldados que deben ahora tragarse el odio alimentado por la guerra interna y mediática vivida por más de 50 años. Todos coinciden en que no todo es malo, existen personas que creen en el proceso, que los apoyan y los alientan para que sigan con sus proyectos productivos en el campo, ya que, al final de cuentas, afirman “todos somos campesinos”.
Tras escuchar estas experiencias, yo también entiendo por qué es necesaria una reforma rural en Colombia, porque sin ella, nunca será más rentable el maíz que la coca, nunca querrá el campesino quedarse en el campo, nunca se escuchara por allá la paz del silencio de los fusiles y nunca saldremos de esa espiral en descenso que tiene muchos apellidos, pero un solo nombre: corrupción. “Vamos pa’lante”, dicen ellos; “vamos pa’bajo”, pienso yo.
Nuestra jornada termina y nos deja cargados de relatos trágicos que, irónicamente, desde sus entrañas hacen un llamado a la paz y al amor. En Colombia, el movimiento revolucionario del amor no se da como el de los estadounidenses en los sesentas: con flores, marihuana y rocanrol. No, acá, en pleno siglo XXI, se da entre sangre, coca y lágrimas de gente pobre que todavía cree que hay que mirar hacia adelante, ya que atrás solo quedan los malos recuerdos de la guerra y las sonrisas de los que ya no están.
Esta vez ya no vamos a pie, dentro de la camioneta blindada del camarada Carlos Antonio la tristeza y el silencio son ahuyentados por la alegría y la expectativa de una experiencia tan usual como novedosa para un personaje como él. Es hora de esperar la llegada de su hija Dalila del jardín Infantil; “procuro estar casi siempre cuando llega del colegio”, me dice. Me doy cuenta de que Carlos Antonio no había vuelto a sonreír desde que nos encontramos frente al Congreso por primera vez. Esperamos unos minutos la llegada de la ruta y, al llegar, Dalila le da un abrazo a su papá y esa sonrisa se contagia como un buen presagio.
Imagino que es en este momento que Carlos Antonio, a pesar de las amenazas, los conflictos y los problemas que conlleva ser exguerrillero y senador en Colombia, siente que valió la pena haber acabado con medio siglo de guerra. Es quizás en estos momentos en los que se siente que vale la pena buscar cada día la paz, así se pueda ver solo por un momento en la mirada de una niña sonriente, de una hija de la guerra que, a diferencia de otros niños, puede abrazar a su papá.
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